17/09/2025
Una delicia de Ecuador 🇪🇨
Seco de Chivo: el guiso que enamora a fuego lento
El seco de chivo es mucho más que un plato. Es un relato escrito con aromas, un viaje de sabores que cruza montañas, valles y costas. En Ecuador, basta mencionar su nombre para que los recuerdos se enciendan: las fiestas patronales en el campo, la mesa familiar de domingo, la hueca escondida en la carretera donde el guiso burbujea sin prisa. Allí, entre cazuelas de barro y cucharones de palo, el chivo se convierte en poesía.
Al inicio, la carne del chivo parece testaruda: firme, con un sabor profundo que intimida. Pero la magia de la cocina consiste en domar lo indomable. El secreto comienza con gestos sencillos: una pizca de sal, un golpe de comino que recuerda a la tierra húmeda tras la lluvia, y la harina que recubre cada trozo como si fuera un velo protector.
Entonces entra en escena el achiote, ese oro rojo de la cocina ecuatoriana. En el aceite caliente, la carne se sella y su superficie se tiñe de tonos encendidos, como brasas listas para contar su historia. Ese primer contacto no es solo cocina: es el momento en que el chivo empieza a transformarse en ternura.
Nada sería igual sin el sofrito. La cebolla paiteña, dulce y potente, se entrelaza con el pimiento fresco y la acidez del tomate; juntos llenan la cocina de un aroma que despierta el apetito y la memoria. Allí, en ese vaivén de la cuchara sobre el sartén, se crea la base de un guiso que sabe a hogar.
El toque ácido lo aportan la chicha o la naranjilla: notas frescas que despiertan el paladar y suavizan la fuerza de la carne. Después, como si fuera un invitado festivo, aparece la cerveza, espumosa, ligera, que se mezcla con la panela rallada. Ese contraste entre lo amargo y lo dulce se convierte en equilibrio perfecto: un guiso que no se apura, que se deja cocer despacio, como una historia que necesita ser contada con calma.
El seco de chivo no admite prisas. Durante al menos tres horas, la olla debe hablar sola. El agua se convierte en caldo espeso, la salsa se torna brillante y la carne se rinde lentamente, hasta alcanzar una suavidad que no necesita cuchillo. Este tiempo no es solo cocción: es un recordatorio de que la buena cocina, como el amor verdadero, se cultiva con paciencia.
Mientras hierve, el guiso canta. Las burbujas suben y bajan como un corazón que late fuerte, y el aire se llena de un perfume irresistible que hace difícil esperar. El seco de chivo es un plato que se cocina con la certeza de que la recompensa llegará.
Y cuando finalmente la carne está lista, llega la parte más hermosa: la mesa. Allí se corona el guiso con arroz amarillo teñido de achiote, brillante y fragante. A su lado, un plátano maduro frito que aporta dulzura, una porción de yuca que abraza la salsa, y una tajada de aguacate fresco que refresca el conjunto.
No son simples acompañantes: son la representación del mestizaje culinario. El arroz y la cerveza que vinieron de fuera dialogan con el plátano, la yuca y el maíz, guardianes de la memoria ancestral. En un solo plato conviven mundos distintos, y ese diálogo silencioso se convierte en símbolo de lo que somos como país.
Aunque hoy se prepara en todo el Ecuador, el seco de chivo tiene raíces en los ecosistemas de bosque seco de Santa Elena, Manabí, Loja, Imbabura y hasta Galápagos. Allí, donde el chivo se cría con facilidad, se convirtió en recurso cotidiano y, más tarde, en plato festivo. No hay casamiento, bautizo o fiesta patronal que no tenga su olla humeante de seco, lista para reunir a todos en torno a la mesa.
Los restaurantes y huecas de la Costa lo anuncian con ingenio: El Paraíso del Chivo, El Chivo Erótico, Bendición de Dios. La picardía popular lo envuelve en un aire festivo, como si el guiso tuviera también un poder afrodisiaco. No es casual: su sabor intenso, su calor y su dulzura lo convierten en plato de celebración y hasta de seducción.
Pero el seco de chivo es más que un alimento. Es memoria afectiva. Es el olor de la leña en la infancia, la voz de la madre sirviendo en un plato hondo, el banquete de los abuelos que se transmitió de generación en generación. Es también el plato que acompaña a los amores jóvenes, a las conversaciones eternas y a las despedidas inevitables.
Como decía una cocinera de Manabí: “el secreto está en dejar que la olla hable sola”. Y es cierto: el seco de chivo nos enseña que el tiempo transforma lo duro en suave, lo amargo en dulce, lo cotidiano en extraordinario.
Comer un seco de chivo es saborear Ecuador mismo: su diversidad, su mestizaje, su historia. Es probar cómo los ingredientes viajan, se mezclan y se reinventan en una receta que sigue viva porque no pertenece a nadie, sino a todos.
Cada cucharada es un homenaje a la tierra que lo vio nacer y a la gente que lo cocina con orgullo. Porque en ese guiso espeso y aromático, hay memoria, hay identidad y, sobre todo, hay amor.
*Referencias de contexto*
Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador (MCPE). Registro de Patrimonio Alimentario.
Revista Ñan (2017). Comer en Ecuador.
Regalado Espinosa, L. (2015). Gastronomía Manabita.
Middendorf, E. (1830-1908). Viajes y observaciones en Sudamérica.