06/11/2024
EL PAN DE LOS DIFUNTOS.
Autora :Graciela Yar T.
Se acercaba noviembre y, como cada año, mi abuelita Zoila se apresuraba a comprar los ingredientes para hacer el pan de casa, como ella lo llamaba. Decía que era una época especial, una fecha para recordar a nuestros seres queridos que han partido al más allá.
Esa mañana, como de costumbre, mi abuelita se levantó temprano y se dirigió a contratar el horno de leña. Tenía que ir antes que nadie, pues solo había un horno en el pueblo, y los vecinos hacían fila desde temprano. El dueño del horno no cobraba mucho, pero en esta época había más demanda que espacio.
"Graciela, levántate", me dijo apenas regresó. "Ve a comprar la leche y mantequilla antes de que se terminen". Salí de inmediato, llevando un canasto y una lista de encargos. En la esquina de la calle me encontré con Luis, Guillermo y Cruz, los amigos del barrio. Me invitaban a jugar, pero me disculpé y les dije que por la noche nos reuniríamos, ya que me iba a quedar ayudando a mi abuela con el pan.
Mi abuelita Zoila tenía una costumbre muy especial: el primer pan horneado estaba destinado al altar. Colocaba una mesa, y sobre ella ponía el pan cuidadosamente hecho en figuritas de guaguas y caballitos de pan, símbolos de los seres queridos que ya no estaban con nosotros. En el centro ponía una olla de colada morada, fragante, hecha con mora, mortiño, hierbas dulces y especias.
Al regresar con la leche y mantequilla, encontré a mi abuela mezclando la harina de trigo para amasar los deliciosos panes. La ayudé a amasar, disfrutando del calorcito de la cocina y el aroma que inundaba la habitación. Pusimos la mesa, acomodando cada figura de pan con cuidado, como si se tratara de un homenaje. Luego, mirándome, me dijo: "Cierra bien la puerta, Graciela. Los invitados están por llegar. Mientras tanto, vamos a terminar de hornear el pan de maíz".
En mi inocencia, estaba ansiosa por conocer a aquellos invitados que tanto había mencionado mi abuela. Me intrigaba que se hubiera esmerado tanto en poner una mesa con tantos detalles. Al caer la noche, mis amigas vinieron a buscarme para jugar. Entre risas y juegos, me olvidé de nuestros misteriosos invitados...
Pero a medianoche, los perros de los vecinos empezaron a aullar; era un sonido lastimero, casi como un lamento que se extendía por toda la calle. Mi amiga Laura nos dijo en un susurro: "Dicen que cuando aúllan los perros es porque hay seres oscuros cerca". Nos miramos asustadas y corrimos a nuestras casas.
Mi abuela nos vio y nos sirvió pan caliente con colada morada. Nos quedamos quietas observando a la abuela hacer el pan y escuchando el viento que soplaba, además de los aullidos de los perros.
Cuando finalmente se calmó el ambiente, salimos otra vez a jugar en la esquina de la calle. Poco después, mi amiga Cruz dijo que necesitaba ir al baño, así que todos decidimos acompañarla. Al acercarme a la casa, recordé las palabras de mi abuela: "No toquen nada de esa mesa; es comida para nuestros invitados". Se los advertí a mis amigos, quienes prometieron no tocar nada.
Nos acercamos a la puerta cuando escuchamos murmullos. Pensé que quizás algún ladrón había entrado a robar. Nos quedamos en silencio, escuchando, y finalmente decidimos espiar a través de una rendija. Nos miramos y tomamos piedras de un jardín del vecino para subirnos y ver mejor desde la ventana.
Lo que vimos fue aterrador: figuras con sotanas marrones, parecidas a las de los sacerdotes antiguos, llenaban la sala; algunos estaban sentados y otros de pie. Sus manos eran huesudas y delgadas, casi esqueléticas. Uno de ellos levantó el rostro hacia nosotros, y vi en su cara dos agujeros profundos y oscuros, donde deberían estar los ojos.
Sin pensarlo, corrimos hasta donde estaba mi abuela y le contamos lo que habíamos visto. Ella, con tranquilidad, sonrió y dijo: "Ellos son nuestros invitados. Vinieron a compartir el pan que les preparamos".
Al día siguiente, cuando recogimos el altar, nos dimos cuenta de que la colada morada estaba intacta, pero el pan no. Por fuera parecía el mismo, pero al partirlo descubrimos que estaba hueco, como si algo invisible lo hubiese vaciado por dentro. Mi abuela nuevamente cogió una guagua de pan, la partió, y también estaba hueca. Se quedó mirando, con una mezcla de temor y respeto.