Este Mundo

Este Mundo Historias de vida

—¿Por qué me haces esto, mamá? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía la carta del notario entre mis manos su...
25/09/2025

—¿Por qué me haces esto, mamá? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía la carta del notario entre mis manos sudorosas.

Ella me miró desde el otro lado de la mesa de la cocina, esa misma mesa donde tantas veces me sirvió sopa de fideos cuando era niño. Pero ahora sus ojos estaban duros, como si yo fuera un extraño. —No me hables así, Emiliano. Ese apartamento es tan mío como tuyo. Si tu padre no se hubiera ido, todo sería diferente.

Mi nombre es Emiliano Torres. Nací en Medellín, en una casa pequeña al borde de la ciudad, donde el ruido de las motos se mezcla con el canto de los gallos al amanecer. Crecí sin padre. Cuando preguntaba por él, mi mamá —Maritza— siempre respondía lo mismo: "No tienes padre, hijo. Somos tú y yo contra el mundo". Y yo le creí. Le creí durante veintisiete años.

El año pasado, cuando murió mi abuela materna, mi mamá se quebró. Lloró como nunca la había visto llorar. Y entre sollozos, me confesó que sí tenía padre, que se llamaba Julián y que nos había abandonado antes de que yo naciera. Dijo que era un cobarde, que nunca quiso saber de mí ni de ella. Sentí rabia, pero también un vacío enorme. ¿Cómo podía odiar a alguien que ni siquiera conocía?

Unos meses después recibí una llamada inesperada de un notario en Envigado. Me citó para hablar sobre una herencia. Fui con el corazón en la mano y las piernas temblando. Allí me enteré de que Julián había mu**to en un accidente y me había dejado un apartamento en Laureles. Un apartamento modesto, pero propio. Por primera vez en mi vida sentí que tenía algo mío, algo que nadie podía quitarme.

Pero estaba equivocado.

Cuando le conté a mi mamá sobre el apartamento, su rostro cambió. Al principio pensé que era tristeza o celos, pero pronto entendí que era otra cosa: resentimiento. —Ese hombre nos dejó solos —me dijo—. Si ahora te dejó algo, es porque tiene remordimiento desde el in****no. Pero ese apartamento también es mío. Yo te crié sola, Emiliano. ¿No crees que merezco la mitad?

No supe qué responderle. Me sentí traicionado por todos lados: por un padre ausente y por una madre que ahora parecía querer cobrarme la vida entera.

Los días siguientes fueron un in****no. Mi mamá dejó de hablarme; solo me miraba con reproche cuando cruzábamos en la casa. Mis tías empezaron a llamarme para decirme que "no fuera malagradecido", que "Maritza se partió el lomo por ti" y que "ese apartamento es lo mínimo que puede recibir" después de tantos años de sacrificio.

Pero yo también tenía preguntas. ¿Por qué nunca me habló de mi padre? ¿Por qué ahora sentía que todo lo que había logrado —aunque fuera poco— tenía que compartirlo? ¿Era justo?

Una noche no aguanté más y fui a buscar a mi mejor amigo, Santiago, al barrio Belén. Nos sentamos en la terraza con dos cervezas y le conté todo.

—Parce, ¿vos qué harías? —le pregunté.

Santiago se quedó callado un rato, mirando las luces lejanas del centro.

—Mirá, Emi... Yo entiendo a tu mamá, pero también entiendo tu rabia. Ella te ocultó cosas toda la vida y ahora quiere parte de algo que ni siquiera es suyo legalmente. Pero... también es cierto que sin ella vos no serías nada hoy.

—¿Entonces le doy la mitad?

—No sé si la mitad —dijo él—, pero sí creo que deberías hablar con ella desde otro lugar. No como hijo reclamando justicia, sino como dos personas heridas tratando de sanar.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que mi mamá había hecho por mí: los turnos dobles en el hospital, las veces que se quedó sin comer para darme el último pedazo de pan, las noches en vela cuando tuve fiebre o miedo a los truenos. Pero también pensé en las veces que me gritó por cosas que no entendía, en los silencios incómodos cuando preguntaba por mi papá y en ese dolor sordo de crecer sintiendo que algo faltaba.

Al día siguiente decidí enfrentarla.

La historia sigue en los comentarios 👇👇

—¿Y esto qué es, Julián? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía la hoja arrugada que acababa de sacar de su...
25/09/2025

—¿Y esto qué es, Julián? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía la hoja arrugada que acababa de sacar de su portafolio.

Él ni siquiera me miró a los ojos. Siguió revisando su celular, como si no acabara de soltar una bomba en medio de nuestra cocina. —Es una cuenta. Lo que me debes de estos meses. Luz, agua, gas, despensa… hasta el internet. Todo está ahí.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo era posible? ¿Después de quince años juntos, dos hijos y mil batallas compartidas, ahora me pasaba una factura como si yo fuera una extraña?

No supe qué decir. Me quedé ahí parada, con la lista en la mano, leyendo cada renglón: $1,200 de luz, $800 de agua, $2,500 de despensa. Hasta el papel higiénico había sumado. Me ardían los ojos, pero no iba a llorar frente a él. No otra vez.

—¿De verdad crees que esto es justo? —le pregunté, apenas susurrando.

Julián suspiró y por fin levantó la vista. —No es justo que yo cargue con todo, Lucía. Tú también trabajas. Ya no estamos en los tiempos de nuestras abuelas. Cada quien debe poner su parte.

Me mordí los labios para no gritarle que yo también ponía mi parte: las comidas calientes, las tareas de los niños, las noches sin dormir cuando Emiliano tenía fiebre o cuando Valeria lloraba por miedo a la oscuridad. Pero esas cosas no estaban en su factura.

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo de nuestra recámara, escuchando el ronquido pesado de Julián y preguntándome en qué momento nuestro amor se había convertido en un contrato frío y calculador.

Al día siguiente, mi mamá vino a ayudarme con los niños. Le conté lo que había pasado mientras pelábamos papas para la comida.

—Ay hija —me dijo—, los hombres ahora ya no saben lo que es ser pareja. Pero tampoco te dejes. Si él quiere cuentas claras, pues que sean claras para todos.

Sus palabras me dieron valor. Esa tarde, después de dejar a los niños en la escuela, me senté con una libreta y empecé a anotar todo lo que yo hacía: lavar ropa, limpiar baños, cocinar, ayudar con las tareas, cuidar a su madre cuando venía enferma… Le puse precio a cada cosa como si fuera un servicio profesional.

Por la noche, cuando Julián llegó del trabajo y se sentó a cenar sin decir palabra, le puse mi propia factura sobre el plato.

—¿Y esto? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Es lo que me debes tú a mí —le respondí—. Por todo lo que hago aquí y que nunca has visto como trabajo.

Se quedó callado un momento. Luego bufó y tiró la hoja al suelo.

—No seas ridícula, Lucía. Eso no es lo mismo.

—¿Por qué no? —le repliqué—. ¿Porque lo hago yo? ¿Porque soy tu esposa? ¿O porque crees que mi tiempo vale menos?

La discusión subió de tono. Los niños escuchaban desde su cuarto y Valeria empezó a llorar. Me sentí culpable por exponerlos a eso, pero también sentí una rabia nueva creciendo dentro de mí: una rabia contra años de silencios y sacrificios invisibles.

Esa noche dormí en el sillón. Julián no volvió a mencionarlo al día siguiente, pero el ambiente se volvió denso y frío en casa. Empecé a notar cosas que antes ignoraba: cómo él daba por hecho que yo debía servirle la comida o buscarle la camisa limpia; cómo nunca preguntaba si yo estaba cansada o si necesitaba ayuda.

Pasaron los días y la tensión creció. Mi suegra vino a visitarnos y notó el ambiente raro. Me llevó aparte y me dijo en voz baja:

📖 Checa el resto de la historia en los comentarios 👇

—Otra vez arroz, Mariana… ¿No te cansas de hacer siempre lo mismo? —La voz de Julián retumba en la cocina, mezclándose c...
25/09/2025

—Otra vez arroz, Mariana… ¿No te cansas de hacer siempre lo mismo? —La voz de Julián retumba en la cocina, mezclándose con el v***r del guiso y el olor a cilantro fresco. Aprieto la cuchara de palo con fuerza, sintiendo cómo la rabia me sube por la garganta, pero me trago las palabras. No quiero pelear otra vez. No hoy.

Desde que nos casamos hace seis años en Medellín, la cocina se ha vuelto mi campo de batalla. Al principio, cocinaba con ilusión: arepas rellenas, sancocho los domingos, frijoles con plátano maduro. Pero poco a poco, cada plato se convirtió en una oportunidad para que Julián encontrara algo que criticar. "Muy salado", "muy simple", "mi mamá le pone más sabor". Cada comentario era una astilla en mi autoestima.

Lo más irónico es que cuando vamos a casa de su mamá, doña Gloria, Julián se transforma. Allí se sirve dos veces, limpia el plato con pan y hasta le pide la receta de los fríjoles. Yo observo desde la esquina del comedor, sintiéndome invisible, preguntándome qué hago mal. ¿Será que no sé cocinar? ¿O será que Julián nunca dejó de ser el niño consentido de su mamá?

Una tarde, después de otra cena fría y silenciosa, me atreví a preguntarle:

—Julián, ¿por qué en casa de tu mamá comes todo y aquí siempre tienes algo que decir?

Él me miró como si no entendiera la pregunta.

—Es diferente, Mariana. Mi mamá cocina como lo hacía cuando era niño. Tú… bueno, tú tienes tu estilo.

—¿Mi estilo? —repetí, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿Y eso es malo?

—No es malo… solo que no es igual.

Esa noche lloré en silencio. Me sentí sola en mi propia casa, extraña en mi propia cocina. Recordé las palabras de mi abuela: "El amor entra por la cocina". ¿Será que el amor de Julián ya no entra por ninguna puerta?

Intenté cambiar mis recetas. Busqué videos en YouTube, llamé a mi mamá en Cali para pedirle consejos, hasta le pregunté a doña Gloria cómo hacía su famoso sudado de pollo. Pero nada era suficiente. Siempre había un pero.

Un sábado, mientras lavaba los platos después del almuerzo, escuché a Julián hablando por teléfono con su hermana:

—No sé qué le pasa a Mariana… últimamente anda muy sensible. Todo le molesta.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Acaso no veía lo que estaba pasando? ¿No se daba cuenta del peso de sus palabras?

Las cosas empeoraron cuando quedé embarazada. Las náuseas me impedían cocinar como antes y Julián empezó a pedir comida para llevar. "Mejor pidamos empanadas donde doña Rosa", decía sin mirarme. Yo me sentía inútil, desplazada por una bolsa de papel grasosa.

Un día, decidí hablar con doña Gloria. Fui a su casa con la excusa de aprender una nueva receta.

—Doña Gloria, ¿usted cree que cocino mal? —le pregunté mientras picábamos cebolla.

Ella me miró sorprendida y luego sonrió con ternura.

La historia sigue en los comentarios 👇

—¿Mami, por qué la abuela Rosa ya no viene los domingos?— preguntó Camila, mi hija menor, mientras jugaba con las muñeca...
25/09/2025

—¿Mami, por qué la abuela Rosa ya no viene los domingos?— preguntó Camila, mi hija menor, mientras jugaba con las muñecas en la sala. Sentí un n**o en la garganta; la pregunta flotó en el aire como una nube pesada, y el silencio que siguió fue aún más insoportable.

Me llamo Lucía, tengo 34 años y vivo en un barrio de las afueras de Medellín. Hace seis meses, la vida en mi casa cambió de golpe. Antes, los domingos eran sagrados: la abuela Rosa llegaba temprano con arepas recién hechas, abrazaba a mis hijos y llenaba la casa de historias y risas. Ahora, solo queda el eco de su voz y el olor a café que ya no se prepara.

Todo empezó una tarde lluviosa de diciembre. Mi esposo, Andrés, llegó del trabajo con el ceño fruncido. Apenas entró, Rosa lo esperaba sentada en la mesa del comedor. Habían discutido por teléfono esa mañana, pero yo no sabía los detalles. Solo escuché fragmentos: "No puedes seguir así, Andrés", "Piensa en tus hijos". Cuando entré a la cocina, sentí la tensión como si fuera una cuerda a punto de romperse.

—Andrés, ¿vas a dejar que tu mamá me hable así?— le dije en voz baja, tratando de no alarmar a los niños.

Él me miró con cansancio y solo murmuró: —No quiero pelear más, Lucía.

Esa noche, Rosa se fue sin despedirse. Desde entonces, no volvió a cruzar la puerta de nuestra casa.

Al principio pensé que era algo pasajero. Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Los niños seguían preguntando por ella. Yo inventaba excusas: "La abuela está ocupada", "Se fue a visitar a tu tía en Cali". Pero cada mentira me pesaba más.

Una tarde, mientras doblaba la ropa en el patio, escuché a Camila decirle a su hermano mayor:

—¿Será que la abuela ya no nos quiere?

Sentí que el corazón se me partía. ¿Cómo explicarles que los adultos también nos equivocamos? ¿Que a veces el orgullo puede más que el amor?

La verdad es que Rosa y yo nunca fuimos cercanas. Ella siempre fue una mujer fuerte, acostumbrada a mandar y a tener la última palabra. Yo, por otro lado, crecí sin madre y siempre soñé con una familia unida. Cuando Andrés y yo nos casamos, pensé que Rosa sería como una madre para mí. Pero pronto entendí que sus expectativas eran otras: quería que yo fuera como su hija mayor, Teresa, que todo lo hacía perfecto y nunca discutía.

El conflicto estalló cuando Andrés perdió su empleo en la fábrica. Rosa insistía en que él debía aceptar cualquier trabajo, aunque fuera de vigilante nocturno o vendiendo empanadas en la esquina. Yo le pedí paciencia; sabía que Andrés estaba deprimido y necesitaba tiempo para levantarse. Pero Rosa no entendía eso. Una tarde me gritó delante de los niños:

—¡Tú lo tienes así! ¡Por tu culpa mi hijo está como está!

Ese día sentí vergüenza y rabia. Le pedí respeto y le dije que no volviera a hablarme así delante de mis hijos. Rosa se marchó llorando y Andrés quedó atrapado entre nosotras.

Desde entonces, el silencio se instaló en nuestra casa. Andrés dejó de hablar de su madre; yo dejé de preguntar por ella. Pero los niños seguían esperando cada domingo con la esperanza de verla aparecer con su sonrisa cansada y sus historias del pueblo.

Una noche, mientras acostaba a Camila, ella me abrazó fuerte y susurró:

—Mami, ¿yo hice algo malo? ¿Por eso la abuela ya no viene?

Las lágrimas me brotaron sin poder evitarlo. La abracé y le dije:

—No, mi amor. Tú no tienes la culpa de nada. A veces los adultos nos peleamos y nos cuesta pedir perdón.

Pero ni yo misma creía en mis palabras. ¿Por qué era tan difícil dar el primer paso? ¿Por qué preferimos el silencio al diálogo?

📜 El resto lo puedes leer en el comentario 👇

—¿Por qué no tienen un testamento? —preguntó abruptamente mi hija mayor, Mariana, mientras dejaba caer su tenedor sobre ...
25/09/2025

—¿Por qué no tienen un testamento? —preguntó abruptamente mi hija mayor, Mariana, mientras dejaba caer su tenedor sobre el plato de arroz con mole. El sonido metálico resonó en la mesa y el silencio se hizo pesado, como si de pronto el aire se hubiera vuelto plomo en nuestro pequeño comedor de la colonia Narvarte.

Mi esposa, Lucía, me miró con los ojos muy abiertos. Yo sentí un n**o en la garganta. Mi hijo menor, Emiliano, apenas levantó la vista del celular, pero supe que estaba escuchando. Mariana insistió:

—No es justo que no tengamos claridad. Si algo les pasa, ¿qué va a pasar con la casa? ¿Con la tiendita? ¿Con la camioneta?

Nunca imaginé que mis propios hijos me enfrentarían así, como si fuéramos extraños discutiendo negocios y no una familia que ha compartido tortillas y lágrimas durante décadas. Sentí rabia, pero también miedo. ¿En qué momento se había convertido el amor en una lista de bienes?

Lucía intentó suavizar el ambiente:

—Hija, no es tan sencillo. Esas cosas no se hablan así nada más…

Pero Mariana no cedió. —¿Entonces cuándo? ¿Cuando ya estén mu**tos? ¿Cuando nosotros tengamos que pelear entre hermanos?

La palabra "pelear" me dolió más de lo que esperaba. Recordé a mi hermano, Julián, y cómo dejamos de hablarnos después de la muerte de mi madre por culpa de una casa vieja en Puebla. Prometí que nunca dejaría que mis hijos pasaran por lo mismo. Pero ahora, sentía que ya estábamos en guerra y ni siquiera había testamento.

Esa noche, Lucía y yo nos quedamos despiertos mucho después de que los niños se fueron a dormir. Ella lloraba en silencio; yo solo podía mirar el techo y preguntarme dónde habíamos fallado.

—¿Tú crees que solo nos quieren por lo que tenemos? —me preguntó Lucía con voz rota.

No supe qué responderle. Porque yo mismo me lo preguntaba.

Al día siguiente, Mariana dejó una hoja en la mesa: "Opciones para testamentos en México". Había investigado todo: notarios, costos, requisitos. Emiliano apenas habló en todo el desayuno, pero cuando salía para la universidad murmuró:

—No queremos problemas después…

Sentí que mi corazón se partía en dos. ¿En qué momento mis hijos dejaron de confiar en nosotros? ¿O acaso nunca lo hicieron?

Durante días, Lucía y yo discutimos a puerta cerrada. Ella decía que debíamos hacerlo por paz mental; yo sentía que era rendirse ante una desconfianza injusta. Pero también recordaba las historias de familias destrozadas por herencias: los primos que ya no se hablan, los tíos que se robaron escrituras, las abuelas solas porque los nietos solo las visitaban para preguntarles por "el terreno".

Una tarde, fui a ver a mi compadre Raúl a su taller mecánico. Le conté lo que pasaba.

—Mira, Brandon —me dijo mientras limpiaba sus manos con un trapo—, yo hice mi testamento cuando me dio el infarto. No por miedo a mis hijos, sino porque no quiero que se odien cuando yo ya no esté. Pero sí te digo algo: uno nunca sabe lo que los hijos traen en el corazón…

Esa frase me persiguió toda la semana.

La historia sigue en los comentarios 👇

—No hay más nada que hacer por él —dijo Lucía, mi esposa, con una voz que no reconocí, seca y lejana, como si hablara de...
25/09/2025

—No hay más nada que hacer por él —dijo Lucía, mi esposa, con una voz que no reconocí, seca y lejana, como si hablara de un extraño. —Ven solo y habla con el médico. Si no me creés, escuchalo vos mismo. Acá están las enfermeras, tiene todo lo que necesita. Para eso inventaron el hospicio, todos hacen lo mismo…

Me quedé parado en la cocina, con el teléfono temblando en mi mano sudorosa. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del departamento en Almagro como si quisiera entrar y arrastrarme lejos de esa realidad. Matías, nuestro hijo, nació dos meses antes de tiempo, tan pequeño que cabía en la palma de mi mano. Desde ese primer día, su vida fue una batalla: respiradores, sondas, alarmas que sonaban a cualquier hora. Pero nunca pensé que llegaría este momento.

—¿Y si lo llevamos a casa? —pregunté, casi suplicando.

Lucía suspiró al otro lado de la línea. —No podemos, Tomás. No tenemos cómo cuidarlo. No somos enfermeros. No quiero verlo sufrir más…

Sentí un n**o en la garganta. ¿Cómo se aprende a dejar ir a un hijo? ¿Cómo se acepta que el amor no alcanza para salvarlo?

Esa noche no dormí. Caminé por el pasillo una y otra vez, mirando las fotos familiares: Matías en su primer cumpleaños, disfrazado de león; Lucía y yo abrazados en la plaza San Martín; mi madre sonriendo en la cocina con su delantal floreado. Todo parecía tan lejano, como si perteneciera a otra vida.

A la mañana siguiente, tomé el colectivo 92 hasta el hospital Pirovano. El aire estaba cargado de humedad y tristeza. Al llegar al piso de pediatría, sentí el olor a desinfectante mezclado con el llanto de otros padres. Lucía estaba sentada junto a la ventana, mirando sin ver.

—¿Hablaste con el doctor Herrera? —preguntó sin mirarme.

—Todavía no —respondí, tragando saliva.

Entré a la habitación de Matías. Estaba tan frágil, tan pálido… Su respiración era un susurro apenas audible. Le tomé la mano y sentí su calor diminuto.

—Papá está acá —le susurré—. No te voy a dejar solo.

El doctor Herrera entró poco después. Era un hombre robusto, con ojeras profundas y una mirada cansada pero compasiva.

—Tomás —dijo—, sé que esto es muy difícil. Matías está sufriendo mucho. El hospicio puede darle comodidad, evitarle dolor…

—¿Y si mejora? —interrumpí, aferrándome a una esperanza absurda.

El médico negó con la cabeza. —Ya hicimos todo lo posible. Ahora lo importante es que esté tranquilo, rodeado de amor.

Salí al pasillo y me apoyé contra la pared. Vi a otros padres pasar con la misma expresión de derrota. Recordé cuando mi padre enfermó de cáncer; mi madre lo cuidó en casa hasta el final, negándose a llevarlo al hospital porque decía que los suyos debían morir entre los suyos. ¿Era yo menos valiente? ¿Estaba traicionando a mi hijo?

Lucía se acercó y me abrazó por primera vez en semanas. Sentí su cuerpo temblar contra el mío.

—No puedo más —lloró—. No puedo verlo así…

La decisión cayó sobre nosotros como una losa: aceptar el traslado al hospicio infantil San Gabriel. Allí, nos dijeron, Matías tendría atención las 24 horas, analgesia adecuada y un cuarto luminoso donde podríamos estar con él todo el tiempo.

Los días siguientes fueron una mezcla de rutinas dolorosas: firmar papeles, hablar con psicólogos, escuchar consejos bien intencionados de familiares y amigos que no entendían nada.

Mi madre vino desde Rosario para ayudarnos. Se sentó junto a mí en la sala de espera y me tomó la mano.

—Hijo —dijo—, nadie te enseña a ser padre para esto. Pero Matías sabe que lo amás. Eso es lo único que importa ahora.

La historia sigue en los comentarios 👇

—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —la voz de doña Carmen retumbó en el pasillo, justo cuando apenas había dejado mi bols...
25/09/2025

—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —la voz de doña Carmen retumbó en el pasillo, justo cuando apenas había dejado mi bolso sobre la silla. Sentí la mirada de mi suegra clavarse en mi espalda, como si pudiera ver a través de mi blusa sudada y mi sonrisa forzada.

No era la primera vez. Desde que me casé con Daniel y nos mudamos a la casa grande de sus padres en Guadalajara, cada día era una prueba. La casa, con sus paredes gruesas y patios llenos de bugambilias, parecía hermosa desde afuera, pero por dentro era un laberinto de reglas no escritas y expectativas imposibles.

—El tráfico estaba terrible, doña Carmen —respondí, intentando sonar casual mientras me quitaba los zapatos—. Además, tuve que quedarme un poco más en la oficina.

Ella suspiró fuerte, como si cada palabra mía fuera una excusa más. —Aquí la comida no espera, Mariana. Todos tenemos responsabilidades.

Me mordí la lengua. Quería gritarle que yo también trabajaba, que no era una niña a la que podían ordenar. Pero Daniel apareció en la puerta del comedor, con esa sonrisa nerviosa que usaba cuando sentía que la tormenta se acercaba.

—Ya llegó Mariana, mamá. ¿Servimos?

La cena fue un desfile de silencios incómodos y cuchicheos entre doña Carmen y su hija menor, Lucía. Don Ernesto, el patriarca, apenas levantó la vista del noticiero. Yo jugueteaba con el arroz mientras pensaba en mi pequeño departamento de soltera, en el silencio que tanto extrañaba.

Después de cenar, mientras lavaba los platos (porque aquí las mujeres lavan y los hombres ven fútbol), Lucía se acercó a mí.

—¿No crees que deberías ayudar más en la casa? Mamá dice que casi no haces nada.

Sentí un n**o en la garganta. —Trabajo todo el día, Lucía. Hago lo que puedo.

Ella se encogió de hombros. —Aquí todas trabajamos y ayudamos. Así es en esta familia.

Esa noche, Daniel y yo discutimos en nuestro cuarto diminuto. Él trató de calmarme, pero sus palabras sonaban vacías.

—Es temporal, amor. Pronto ahorramos y nos vamos.

—¿Cuánto tiempo más? —le pregunté—. ¿Hasta que tu mamá decida que ya soy suficiente para ti?

Él bajó la mirada. Sabía que no tenía respuesta.

Los días pasaron entre rutinas agotadoras y pequeñas guerras silenciosas: el jabón del baño que desaparecía misteriosamente, mis cosas movidas de lugar, los comentarios pasivo-agresivos sobre mi forma de cocinar o vestirme. A veces sentía que estaba perdiendo mi voz, que me estaba volviendo invisible entre las paredes de esa casa.

Un domingo por la tarde, mientras Daniel y don Ernesto veían el partido del Atlas contra Chivas, me encontré a doña Carmen en la cocina. Ella cortaba jitomates con una precisión casi militar.

📜 Checa qué pasó después en los comentarios 👇👇👇

—¿Por qué me llamaste así, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el acta de nacimiento entre mis manos te...
25/09/2025

—¿Por qué me llamaste así, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el acta de nacimiento entre mis manos temblorosas. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, apenas levantó la mirada de su taza de café. Afuera, el bullicio del barrio de San Cristóbal seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestro pequeño departamento de la Ciudad de México.

Desde que tengo memoria, odié mi nombre: Mariana. Me parecía insípido, antiguo, como si no me perteneciera. En la primaria, las otras niñas se burlaban: “¡Mariana banana!”, gritaban, y yo apretaba los puños hasta que las uñas se me clavaban en la palma. Pero lo que más dolía era la sensación de que ese nombre era una especie de disfraz incómodo, una piel ajena.

No fue hasta los diecisiete años, en medio de una discusión absurda sobre la universidad, que mi madre soltó la verdad como quien deja caer un vaso al suelo: —Tu papá te puso Mariana por una mujer que amó antes que a mí. Una Mariana que lo rechazó y se casó con otro. —Su voz era dura, pero sus ojos estaban llenos de tristeza.

Sentí que el mundo se partía en dos. ¿Toda mi vida había sido una sombra? ¿Un recuerdo de un amor imposible? Corrí a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Mi padre llegó tarde esa noche. Lo escuché discutir con mi madre en voz baja:

—No tenías por qué decírselo…

—Ya era hora de que lo supiera.

Desde ese día, algo cambió entre nosotros. Mi padre me miraba con una mezcla de culpa y ternura. Yo lo evitaba. No podía soportar la idea de ser el eco de otra mujer, alguien a quien nunca conocería pero que había marcado mi destino desde antes de nacer.

En la escuela, mis notas empezaron a bajar. Mis amigas notaron mi distancia. “¿Qué te pasa, Mariana?”, preguntaba Lucía, mi mejor amiga, mientras compartíamos un elote en la plaza. No podía decirle la verdad; me daba vergüenza admitir que mi mayor conflicto era un nombre.

En casa, el ambiente se volvió tenso. Mi madre se encerraba en su cuarto a llorar. Mi padre llegaba cada vez más tarde del trabajo en la panadería. Una noche, después de escuchar a mis padres discutir por enésima vez, exploté:

—¡¿Por qué no me pusieron otro nombre?! ¡¿Por qué tengo que cargar con esto?!

Mi madre me abrazó fuerte. —No eres ella, Mariana. Eres mi hija. Eres tú.

Pero yo no podía creerle. Sentía que mi vida era una mentira.

Pasaron los meses y terminé la prepa casi por inercia. Mis padres seguían juntos, pero algo se había roto entre ellos. Yo empecé a salir con un chico del barrio, Diego, para distraerme. Era dulce y atento, pero yo no podía entregarme del todo. Siempre sentía que no era suficiente.

Una tarde, mientras caminábamos por el parque, Diego me preguntó:

—¿Por qué siempre tienes esa tristeza en los ojos?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que sentía que ni siquiera mi nombre era mío?

Un día, decidí buscar a la otra Mariana. No sabía por qué; tal vez necesitaba cerrar ese capítulo. Pregunté a mi tía Rosa y ella me dio una dirección en Coyoacán.

Fui sola, temblando de nervios. Toqué el timbre y salió una mujer de unos cincuenta años, elegante y sonriente.

—¿Sí?

—¿Usted es Mariana Torres?

—Sí…

La historia sigue en los comentarios 👇👇👇

—Renuncia si me amas, Lucía. Si quieres que sigamos juntos, tienes que dejar ese trabajo. No me siento hombre a tu lado—...
25/09/2025

—Renuncia si me amas, Lucía. Si quieres que sigamos juntos, tienes que dejar ese trabajo. No me siento hombre a tu lado—. Las palabras de Julián retumbaban en mi cabeza como un eco cruel mientras miraba el techo de nuestra habitación, esa noche en la que el calor de la Ciudad de México parecía asfixiarme más que nunca.

No era la primera vez que discutíamos por mi trabajo. Desde que me ascendieron a gerente en la agencia de publicidad, Julián se volvió más callado, más distante. Al principio pensé que era el estrés, pero después de esa frase, entendí que era algo mucho más profundo: su orgullo herido, su miedo a no ser el proveedor principal, su machismo aprendido desde niño en una casa donde su madre nunca pudo trabajar.

—¿Por qué te molesta tanto que yo gane más?— le pregunté una noche, mientras cenábamos en silencio y los niños jugaban en la sala.

—No es eso, Lucía. Es que... no sé, siento que ya no me necesitas. Que ahora tú eres la que manda aquí—. Su voz temblaba entre rabia y vergüenza.

Me quedé callada. ¿Cómo explicarle que mi trabajo no era una competencia? Que yo solo quería sentirme realizada, ser un ejemplo para Camila y Emiliano, nuestros hijos. ¿Cómo decirle que su amor no dependía de mi salario?

Pero en nuestra colonia, en Iztapalapa, los chismes vuelan rápido. "La licenciada Lucía mantiene a su marido", decían algunas vecinas cuando creían que no escuchaba. Julián lo sabía y eso lo carcomía por dentro.

Una tarde, después de una pelea especialmente dura, me fui a casa de mi mamá. Ella me recibió con un abrazo y un café caliente.

—Mija, los hombres aquí todavía creen que deben ser los jefes. Pero tú no tienes la culpa de ser fuerte— me dijo acariciándome el cabello.

—¿Y si lo pierdo? ¿Si pierdo a Julián por querer crecer?— pregunté entre lágrimas.

—¿Y si te pierdes a ti misma por quedarte?—

Esa pregunta me persiguió durante días. En el trabajo fingía sonrisas, pero por dentro sentía miedo y culpa. Mis amigas del trabajo, como Paola y Fernanda, me animaban a no ceder.

—Lucía, si cedes ahora, nunca vas a poder volver atrás. No eres menos mujer por tener éxito— me decía Paola.

Pero las noches eran largas y solitarias. Julián dormía en el sillón y apenas me dirigía la palabra. Los niños empezaron a notar la tensión.

—¿Por qué papá ya no cena con nosotros?— preguntó Camila una noche.

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte.

Un sábado, Julián llegó borracho. Me gritó cosas horribles: que yo era una egoísta, que estaba destruyendo a la familia, que los hombres como él ya no valían nada en este mundo moderno. Me encerré en el baño a llorar mientras escuchaba cómo golpeaba la mesa del comedor.

Al día siguiente, se disculpó entre sollozos.

—Perdóname, Lucía. Es que no sé cómo manejar esto. Me siento inútil... invisible.

Lo abracé porque todavía lo amaba, pero algo dentro de mí se rompió esa mañana.

La historia sigue en los comentarios 👇👇👇

—Si me amas como hija, Mariana, déjalo. No quiero volver a ver a Emiliano en esta casa —la voz de mi madre, Lucía, retum...
25/09/2025

—Si me amas como hija, Mariana, déjalo. No quiero volver a ver a Emiliano en esta casa —la voz de mi madre, Lucía, retumbó en la sala como un trueno en plena tormenta de verano en Medellín.

Me quedé helada, con las llaves aún en la mano y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que todos podían oírlo. Emiliano estaba afuera, esperándome en su moto, ajeno al huracán que se desataba dentro de mi casa. Mi madre me miraba con esos ojos oscuros llenos de amor y miedo, pero también de un control que siempre había sentido como una soga apretada alrededor de mi cuello.

—Mamá, ¿por qué? ¿Por qué no puedes confiar en mí? —le pregunté, con la voz quebrada.

Ella suspiró, se sentó en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. —Porque eres mi única hija. Porque sé cómo son los hombres como él. Porque no quiero que sufras como yo sufrí con tu papá.

La historia de mi padre era un fantasma que rondaba nuestra casa desde que yo tenía memoria. Un hombre bueno, pero débil ante las tentaciones y las promesas vacías. Mi madre había levantado sola nuestro hogar en un barrio donde las mujeres fuertes eran la norma y la desconfianza hacia los hombres era casi una tradición heredada.

Pero Emiliano no era mi papá. Él era dulce, trabajador, soñador. Vendía arepas en la esquina y estudiaba ingeniería por las noches. Me hacía reír cuando todo parecía gris y me miraba como si yo fuera lo más valioso del mundo. Pero para mi madre, nada de eso importaba.

—No es suficiente que sea bueno contigo ahora —insistió Lucía—. La gente cambia. El amor se acaba. Y tú te quedas sola… como yo.

Sentí una rabia sorda mezclada con culpa. ¿Era justo cargar con los miedos de mi madre? ¿Tenía derecho a decidir por mí? Salí corriendo al patio trasero, donde el olor a café recién hecho y tierra mojada me recordaba los días felices antes de que creciera y empezara a cuestionar todo.

Mi abuela Rosa estaba sentada allí, desgranando mazorcas para la cena. Me miró con sus ojos cansados pero sabios.

—¿Otra vez peleando con tu mamá? —preguntó sin dejar de trabajar.

Asentí, incapaz de hablar. Ella suspiró y me hizo señas para que me sentara a su lado.

—Mira, Marianita. Las madres queremos proteger a nuestras hijas del dolor. Pero a veces nos olvidamos de que también tienen derecho a equivocarse… y a ser felices —me dijo, acariciando mi cabello—. Tu mamá tiene miedo porque te ama. Pero tú tienes que vivir tu vida, no la suya.

Sus palabras me dieron valor. Esa noche, mientras cenábamos arepas y frijoles en silencio, sentí el peso de la decisión que tenía que tomar. Emiliano me mandó un mensaje: "¿Estás bien? Te espero afuera si quieres hablar".

Me levanté de la mesa y miré a mi madre a los ojos.

—Mamá, voy a salir con Emiliano. No quiero pelear más contigo, pero tampoco puedo dejarlo solo porque tú tienes miedo —le dije con voz firme.

Ella apretó los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Entonces eliges a él antes que a mí? —susurró.

—No es eso… Elijo ser yo misma. Elijo confiar en mis decisiones —respondí, sintiendo cómo se rompía algo entre nosotras.

La historia sigue en los comentarios 👇👇👇

Dirección

Barcelona

Notificaciones

Sé el primero en enterarse y déjanos enviarle un correo electrónico cuando Este Mundo publique noticias y promociones. Su dirección de correo electrónico no se utilizará para ningún otro fin, y puede darse de baja en cualquier momento.

Destaque

Compartir

Categoría