Este Mundo

Este Mundo Historias de vida

—¡Ni se te ocurra mencionar la palabra divorcio, Mariana! ¡Eso sería una vergüenza para todos nosotros!— gritó mi mamá p...
27/11/2025

—¡Ni se te ocurra mencionar la palabra divorcio, Mariana! ¡Eso sería una vergüenza para todos nosotros!— gritó mi mamá por el teléfono, su voz temblando entre la rabia y el miedo. Yo apretaba el celular con tanta fuerza que sentía los nudillos arder. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de la casa, como si quisiera acompañar mi llanto silencioso.

Tenía treinta y dos años, dos hijos pequeños y un matrimonio que hacía mucho había dejado de ser hogar. Pero en San Miguel del Río, un pueblo perdido entre los cerros de Oaxaca, la palabra divorcio era peor que una maldición. Era como si al pronunciarla, condenara a mis padres, a mis hermanos, a mis hijos y hasta a los vecinos a cargar con una cruz de vergüenza.

—¿Vergüenza?— susurré, ap***s audible. —¿No es más vergonzoso vivir mintiendo? ¿Aguantar gritos, desprecios y noches enteras llorando en silencio?

Mi mamá no respondió. Solo escuché su respiración agitada, como si buscara fuerzas para seguir discutiendo. Sabía que ella también había sufrido en silencio junto a mi papá, pero nunca se atrevió a romper el círculo. "Así es la vida de las mujeres", me repetía desde niña. "Aguanta, porque así nos toca".

Pero yo ya no podía más. Mi esposo, Julián, había dejado de ser ese muchacho cariñoso que me enamoró en las fiestas del pueblo. Ahora era un hombre amargado, que llegaba tarde oliendo a mezcal y celándome hasta por hablar con el tendero. Las discusiones eran diarias; los insultos, rutina; y mis hijos aprendieron demasiado pronto a esconderse cuando escuchaban portazos.

Una noche, después de otra pelea en la que Julián rompió un vaso contra la pared y gritó que yo era una inútil, me senté en la cama con mis hijos dormidos a mi lado. Sentí un vacío tan grande que pensé que me iba a tragar entera. "¿Esto es todo lo que merezco?", me pregunté. Y por primera vez en años, la respuesta fue un rotundo no.

Al día siguiente fui a ver a mi hermana Lucía. Ella siempre fue la rebelde de la familia, la que se fue a estudiar a la ciudad y regresó con ideas "raras" sobre independencia y derechos. Me recibió con café y pan dulce.

—Mariana, ¿qué te pasa? Tienes los ojos hinchados— me dijo mientras me abrazaba.

Me desmoroné en sus brazos. Le conté todo: los gritos, los celos, el miedo constante. Ella no me juzgó ni me dijo que aguantara. Solo me escuchó y me dijo: —No tienes por qué vivir así. El divorcio no es un fracaso; es una salida cuando ya no hay amor ni respeto.

Pero salir de ese in****no no fue fácil. Cuando le conté a Julián que quería separarme, se rió en mi cara.

—¿Y a dónde vas a ir? Nadie te va a querer con dos chamacos. Además, ¿cómo vas a mantenerte?—

Tenía razón en algo: no tenía trabajo fijo ni estudios más allá de la secundaria. Pero tenía algo más fuerte: las ganas de no volver a sentirme menos que nada.

La noticia corrió como pólvora por el pueblo. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por la calle; algunos amigos dejaron de saludarme; mi papá no me habló durante semanas. Mi mamá lloraba cada vez que iba a visitarla.

—Nos estás matando de vergüenza, hija— me decía entre sollozos.—¿Qué van a decir los compadres? ¿Cómo voy a mirar a las vecinas a la cara?

Yo también lloraba, pero ya no por miedo ni por culpa. Lloraba por todas las mujeres como mi mamá, como mi abuela, que vivieron atadas al qué dirán y nunca se atrevieron a buscar su felicidad.

Conseguí trabajo limpiando casas y vendiendo tamales los fines de semana. No era mucho, pero alcanzaba para lo básico. Mis hijos extrañaban a su papá al principio, pero pronto entendieron que la paz vale más que cualquier cosa.

Una tarde, mientras barría el patio, mi hijo Emiliano se acercó y me abrazó por la cintura.

La historia sigue en los comentarios 👇

—¿Por qué no trajiste a una muchacha decente, Santiago? —La voz de mi madre retumbó en la sala, mientras Lucía apretaba ...
27/11/2025

—¿Por qué no trajiste a una muchacha decente, Santiago? —La voz de mi madre retumbó en la sala, mientras Lucía apretaba mi mano bajo la mesa. El aroma a café recién hecho se mezclaba con la tensión que podía cortarse con un cuchillo. Mi padrastro, don Ernesto, miraba a Lucía con una mezcla de curiosidad y recelo. Yo sentía cómo el sudor me recorría la espalda.

Lucía era argentina, hija de inmigrantes paraguayos, y la conocí durante mi intercambio universitario en Buenos Aires. Su risa era contagiosa, su mirada profunda. Pero para mi madre, una mujer orgullosa de sus raíces mexicanas y sus tradiciones, Lucía era simplemente "la extranjera". Desde el primer día, supe que nunca la aceptaría.

—Mamá, Lucía es una buena persona. No tienes por qué hablarle así —dije, tratando de mantener la calma.

—¡No me hables en ese tono! —me interrumpió—. Aquí se hace lo que yo digo. ¿O ya se te olvidó quién te crió cuando tu padre se largó?

Don Ernesto, siempre tan callado, intentó mediar:

—María, dale una oportunidad a la muchacha. Santiago nunca nos ha dado problemas.

Pero mi madre no escuchaba razones. Esa noche terminó con gritos y lágrimas. Lucía y yo salimos a la calle bajo la lluvia, empapados y temblando, pero más unidos que nunca.

Los meses siguientes fueron un in****no. Cada llamada con mi madre era una batalla campal. "Esa mujer te va a alejar de tu familia", repetía una y otra vez. Don Ernesto me llamaba aparte para decirme que entendía mi situación, pero que debía pensar bien las cosas: "La sangre llama, hijo".

Cuando Lucía me propuso casarnos en Buenos Aires, sentí alivio y miedo al mismo tiempo. Alivio porque allá nadie nos juzgaría; miedo porque sabía que mi madre nunca lo aceptaría. Decidimos hacerlo en secreto. Solo sus padres y un par de amigos estuvieron presentes. El juez civil nos miró con complicidad mientras firmábamos los papeles. Yo lloré al ver a Lucía vestida de blanco, tan feliz y tan lejos de mi tierra.

Después del casamiento, la culpa me carcomía por dentro. Cada vez que hablaba con mi madre por videollamada, sentía que le mentía con cada palabra. "¿Y Lucía? ¿Todavía anda por ahí?", preguntaba con desdén. Yo respondía con evasivas: "Sí, mamá, seguimos juntos".

Pasaron los meses y la distancia entre nosotros creció como una grieta imposible de cerrar. Don Ernesto me escribía correos llenos de consejos: "No olvides tus raíces, hijo". Pero yo ya había elegido: Lucía era mi familia ahora.

Un día recibí la noticia de que mi madre estaba enferma. Un tumor en el pulmón, dijeron los médicos. Volé de inmediato a México, dejando a Lucía sola en Buenos Aires. Al llegar al hospital, mi madre me miró con ojos cansados:

📜 Checa qué pasó después en los comentarios 👇👇👇

—¡Tienen un mes para irse de mi casa! —gritó Doña Rosa, su voz retumbando en las paredes de la sala como un trueno inesp...
27/11/2025

—¡Tienen un mes para irse de mi casa! —gritó Doña Rosa, su voz retumbando en las paredes de la sala como un trueno inesperado. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Macario, mi esposo, se quedó mudo, con la mirada clavada en el suelo. Yo solo pude apretar los puños y tragarme las lágrimas. ¿Cómo habíamos llegado a esto?

Hace dos años, cuando Macario y yo decidimos casarnos, pensé que la vida me sonreía. Nos conocimos en la universidad de Xalapa, entre huelgas y cafés baratos. Él era el chico callado de Veracruz con sueños de ser ingeniero; yo, una chica de pueblo que quería ser maestra. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor lo puede todo.

Después de la boda, nos fuimos a vivir con su mamá, Doña Rosa. Era una mujer fuerte, de esas que han criado hijos sola y no le temen a nada. Siempre la admiré. Me enseñó a hacer mole y a regatear en el mercado. Al principio, todo era armonía: desayunos juntos, risas en la cocina, consejos sobre la vida y el matrimonio. Pero poco a poco, las cosas cambiaron.

La crisis económica golpeó fuerte. Macario perdió su trabajo en la fábrica y yo ap***s conseguía unas horas dando clases particulares. Cada peso contaba. Doña Rosa empezó a mirarnos diferente. Ya no era la suegra cariñosa, sino la dueña de la casa que nos recordaba que estábamos ahí "de paso".

—No es justo que yo mantenga a dos adultos —decía mientras lavaba los trastes—. Yo ya trabajé toda mi vida.

Intenté hablar con Macario muchas veces.

—Amor, tenemos que buscar algo —le decía en voz baja por las noches—. No podemos seguir así.

Él solo suspiraba y me abrazaba fuerte.

—Ya va a salir algo, Lupita. Ten fe.

Pero los días pasaban y nada cambiaba. Hasta que llegó esa noche fatídica.

—¡Un mes! —repitió Doña Rosa—. Si no se van, yo misma s**o sus cosas a la calle.

Me encerré en el cuarto y lloré como no lloraba desde niña. Sentí rabia, tristeza y vergüenza. ¿Cómo le iba a decir a mi mamá en el pueblo que nos habían corrido? ¿Dónde íbamos a ir? ¿Cómo íbamos a pagar una renta si ap***s teníamos para comer?

Al día siguiente, Macario salió temprano a buscar trabajo. Yo me quedé sola con Doña Rosa. El silencio era pesado como plomo.

—No lo hago por maldad —me dijo de pronto—. Pero ustedes tienen que aprender a valerse por sí mismos.

Quise gritarle que ya lo sabíamos, que no éramos unos mantenidos por gusto. Pero solo asentí y salí al patio a tender la ropa.

Esa tarde, mientras colgaba las camisas de Macario, escuché a Doña Rosa hablando por teléfono en la cocina.

—Sí, ya se van… No te preocupes, hija… Aquí no quiero problemas.

Me quedé helada. ¿Con quién hablaba? ¿Por qué decía eso? Empecé a sospechar que había algo más detrás de su decisión.

Esa noche, cuando Macario regresó derrotado y sin noticias buenas, le conté lo que había escuchado.

—¿Crees que tenga problemas con tu hermana? —le pregunté.

Macario frunció el ceño.

—Mi hermana nunca quiso que viviéramos aquí… Siempre dijo que éramos una carga para mi mamá.

Sentí una punzada en el pecho. La familia que creía mía se desmoronaba ante mis ojos.

Los días siguientes fueron un in****no. Doña Rosa nos ignoraba o nos lanzaba indirectas hirientes. Macario y yo discutíamos cada vez más seguido.

—¡No puedo más! —le grité una noche—. ¡No quiero vivir así!

Él me miró con los ojos llenos de lágrimas.

La historia sigue en los comentarios 👇👇👇

—¡No toques ese cajón, Mariana!—. La voz de mi mamá aún retumba en mi cabeza, como si estuviera aquí, viva, regañándome ...
27/11/2025

—¡No toques ese cajón, Mariana!—. La voz de mi mamá aún retumba en mi cabeza, como si estuviera aquí, viva, regañándome desde la cocina mientras preparaba su café de olla. Pero ahora la casa está vacía, impregnada de ese olor a canela y tristeza que dejó su ausencia. El cajón sigue ahí, en su tocador antiguo, cerrado con una llave diminuta que encontré entre sus cosas el día después del velorio.

No sé si fue el dolor o la rabia, pero esa tarde, mientras mis hermanos discutían en la sala sobre quién se quedaría con la casa, yo me encerré en el cuarto de mamá. La llave temblaba entre mis dedos. "¿Qué tanto podía guardar ahí? ¿Cartas de amor? ¿Dinero escondido?". Pero lo que encontré fue mucho peor.

Dentro del cajón había una carpeta gruesa, amarillenta por los años. Fotos en blanco y negro, cartas con una letra que no era la de mi papá, y un acta de nacimiento… con mi nombre, pero con otro apellido. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

—¿Qué haces aquí?— preguntó mi hermano menor, Diego, asomándose por la puerta.

—Nada… sólo estoy buscando las escrituras— mentí, guardando la carpeta bajo mi suéter.

Esa noche no dormí. Leí cada carta, cada palabra escrita por un hombre llamado Ernesto Torres. Decía cosas como: "Nuestra hija Mariana merece saber la verdad algún día" o "No puedo seguir viviendo lejos de ustedes". Mi mamá le respondía con miedo: "No puedo arriesgarme a perderlo todo. Nadie puede saberlo".

La verdad era clara: mi papá no era mi papá. Ernesto Torres era mi verdadero padre y mamá había guardado ese secreto toda su vida. Me sentí traicionada, furiosa y perdida. ¿Quién era yo realmente? ¿Por qué mamá nunca me lo dijo?

Al día siguiente, mientras mis hermanos seguían peleando por los muebles y las joyas, yo salí a buscar a Ernesto. Encontré su dirección en una carta fechada hace diez años, en un barrio humilde de Guadalajara. El camino hasta allá fue un torbellino de pensamientos: "¿Me reconocerá? ¿Querrá verme? ¿Y si ya murió también?".

Toqué la puerta con manos sudorosas. Una mujer mayor abrió y me miró con desconfianza.

—¿Busca a Ernesto?— preguntó.

—Sí… soy Mariana. Su hija— balbuceé.

La mujer me miró de arriba abajo y suspiró.

—Pase, mija. Él siempre hablaba de usted.—

Ernesto estaba sentado en una silla de ruedas, con los ojos llenos de lágrimas ap***s me vio.

—Sabía que algún día vendrías— dijo con voz temblorosa.— Tu mamá era una buena mujer… hizo lo que creyó mejor para ti.—

Hablamos por horas. Me contó cómo conoció a mamá cuando ella era joven y trabajaba en una fábrica textil. Se enamoraron, pero ella ya estaba comprometida con mi papá adoptivo, un hombre trabajador pero frío y distante. Cuando nací, mamá decidió ocultar la verdad para protegerme del escándalo y del qué dirán del pueblo.

Regresé a casa con la cabeza hecha un lío. ¿Debía contarle a mis hermanos? ¿A mi papá adoptivo? ¿O guardar el secreto como hizo mamá?

No pude callar mucho tiempo. Una noche, durante la cena familiar donde todos fingíamos estar bien, solté la bomba:

La historia sigue en los comentarios 👇👇👇

—¡Ya basta, Lucía! ¿No ves que estamos hablando de cosas importantes?— La voz de mi mamá retumbó en la sala, cortando el...
27/11/2025

—¡Ya basta, Lucía! ¿No ves que estamos hablando de cosas importantes?— La voz de mi mamá retumbó en la sala, cortando el aire como un machete en la caña. Me quedé quieta, con la taza de café temblando en mis manos. Tenía nueve años y acababa de intentar contarles a mis papás que la maestra me había elegido para representar a la escuela en el concurso de poesía. Pero, como siempre, mi noticia se perdió entre las discusiones sobre las cuentas, el trabajo de mi papá en la fábrica y los problemas de mi hermano mayor, Julián, que ya andaba metido en líos con los vecinos.

Crecí en una casa de paredes delgadas y gritos gruesos, en un barrio popular de Monterrey donde todos sabían de todos, pero nadie sabía realmente lo que pasaba dentro de cada hogar. Mi mamá, Rosa, era la que mandaba; mi papá, Ernesto, sólo asentía o se iba a fumar al patio cuando las cosas se ponían tensas. Julián era el orgullo y el dolor de la familia: buen futbolista, pero con malas compañías. Yo era Lucía, la hija menor, la que recogía los platos después de la cena y escuchaba las p***s de todos sin que nadie preguntara por las mías.

La invisibilidad se me pegó a la piel como el polvo del desierto. Aprendí a no hacer ruido, a no pedir nada. Cuando Julián llegaba borracho o golpeado, yo era la que limpiaba la sangre y le preparaba café para que mamá no lo viera así. Cuando papá perdió el trabajo y mamá lloraba en la cocina, yo era la que le ponía una mano en el hombro y le decía que todo iba a estar bien. Pero nadie me miraba a los ojos. Nadie preguntaba cómo estaba Lucía.

A los quince años, me enamoré por primera vez. Se llamaba Diego y era hijo del panadero. Me escribía cartas con versos de Sabines y me esperaba afuera del colegio con una flor robada del parque. Una tarde, mientras ayudaba a mamá a pelar papas, me atreví a mencionarlo:

—Mamá, ¿puedo salir con Diego al cine este sábado?

Ella ni siquiera levantó la vista del cuchillo.

—¿Y quién va a cuidar a tu hermano? Además, tú tienes que estudiar para el examen. Esas cosas son para después.

El después nunca llegó. Diego se fue con otra chica y yo seguí siendo la sombra útil de la casa.

Los años pasaron y aprendí a vivir con ese hueco en el pecho. Fui a la universidad gracias a una beca; estudié psicología porque quería entender por qué dolía tanto ser invisible para los tuyos. Pero cada vez que volvía a casa, volvía a ser la niña callada que nadie escuchaba.

Una noche, cuando tenía veintitrés años y ya trabajaba en una escuela pública, Julián llegó más tarde de lo habitual. Esta vez no venía solo: traía consigo una deuda enorme y unos tipos peligrosos lo buscaban. Mamá lloraba desconsolada; papá se encerró en el baño. Yo fui la que salió a hablar con los hombres en la calle.

—Por favor, denle tiempo para pagar —les supliqué—. No tenemos dinero ahora.

Uno de ellos me miró con desprecio.

—¿Y tú quién eres? Aquí sólo queremos hablar con Julián o con el jefe de la casa.

Me temblaron las piernas. Por primera vez sentí rabia en vez de resignación.

Esa noche no dormí. Me senté en la azotea y lloré hasta quedarme sin lágrimas. ¿Por qué siempre era yo la que resolvía todo pero nunca era suficiente para ser tomada en cuenta? ¿Por qué mi voz no valía lo mismo que la de los demás?

Al día siguiente, enfrenté a mi familia en la mesa del desayuno.

—Estoy cansada —dije con voz firme—. Cansada de ser invisible. Cansada de cargar con todo sin que nadie lo note. Yo también tengo sueños, tengo problemas, tengo derecho a ser escuchada.

Mamá me miró como si viera un fantasma.

—No digas tonterías, Lucía —susurró—. Tú eres fuerte, tú puedes con todo.

—No quiero ser fuerte todo el tiempo —grité—. Quiero ser hija, hermana… persona.

El silencio fue tan pesado que sentí que me ahogaba. Papá bajó la mirada; Julián ni siquiera estaba presente. Me levanté y salí corriendo al parque donde jugaba de niña.

La historia sigue en los comentarios 👇👇👇

—¿Vas a dejar que esa mujer cocine frijoles otra vez? —escuché la voz de doña Carmen retumbar desde la sala, mientras yo...
26/11/2025

—¿Vas a dejar que esa mujer cocine frijoles otra vez? —escuché la voz de doña Carmen retumbar desde la sala, mientras yo removía la olla en la cocina. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar. No era la primera vez que mi suegra me humillaba, pero esa noche, después de tres años de aguantar sus desprecios, sentí que algo dentro de mí se rompía.

Julián, mi esposo, estaba sentado frente al televisor, como siempre. Ni siquiera levantó la vista. Yo quería gritarle: "¡Defiéndeme! ¡Dime que soy parte de esta familia!", pero las palabras se me atoraban en la garganta. Me limité a mirar mis manos temblorosas y seguir cocinando.

Llegué a esta casa en el barrio San Martín de Medellín llena de ilusiones. Pensé que el matrimonio sería el inicio de una vida nueva, pero desde el primer día sentí el peso de no ser bienvenida. Doña Carmen nunca perdió oportunidad para recordarme que yo era "la forastera", la que no sabía cómo se hacían las cosas en su casa. "Aquí siempre se ha hecho así, niña", me decía con ese tono cortante, mientras Julián bajaba la cabeza y fingía no escuchar.

Mi familia es de un pueblo pequeño en Antioquia. Crecí rodeada de mujeres fuertes, pero humildes. Cuando conocí a Julián en la universidad, pensé que juntos podríamos construir algo diferente. Pero al mudarme con él y su madre, todo cambió. Doña Carmen tenía el control absoluto: desde lo que se cocinaba hasta cómo se doblaban las toallas. Yo solo era una sombra en mi propia vida.

Esa noche, mientras servía la cena, doña Carmen me miró con esos ojos fríos y dijo:

—Mañana viene mi hermana Lucía. Quiero que limpies bien la casa y prepares el ajiaco como Dios manda. Y por favor, no vayas a ponerte esa blusa azul tan fea.

Sentí cómo la rabia me subía por el cuerpo. Miré a Julián buscando apoyo, pero él solo murmuró:

—Hazle caso a mi mamá, amor. No te cuesta nada.

Me tragué las lágrimas y terminé la cena en silencio. Esa noche no pude dormir. Me preguntaba si algún día sería suficiente para ellos, si algún día dejaría de sentirme invisible.

A la mañana siguiente, mientras barría el patio, doña Carmen se acercó y sin rodeos soltó:

—Mira, Valeria, te lo voy a decir claro: o aprendes a hacer las cosas como yo digo o mejor te vas buscando otro lugar donde vivir. Aquí mando yo.

Me quedé paralizada. Sentí un n**o en el estómago. ¿Cómo podía ponerme ese ultimátum? ¿Acaso no era esta también mi casa? ¿No merecía respeto?

—¿Eso es lo que quiere, doña Carmen? ¿Que me vaya? —le pregunté con voz temblorosa.

—No quiero problemas en mi casa —respondió ella—. Si no puedes adaptarte, mejor piénsalo bien.

Esa tarde esperé a Julián en la sala. Cuando llegó del trabajo, le conté todo entre lágrimas. Él solo suspiró y dijo:

—Mi mamá es así… No la vas a cambiar. Mejor trata de llevar la fiesta en paz.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Por qué tenía que ser yo la que cediera siempre? ¿Por qué mi esposo no podía ponerse en mi lugar?

Esa noche me encerré en el cuarto y llamé a mi hermana Laura. Le conté todo y ella me dijo:

—Valeria, nadie tiene derecho a tratarte así. Si Julián no te apoya, tienes que pensar en ti primero.

La historia sigue en los comentarios 👇👇

—¿Por qué ahora, mamá? —grité al teléfono, con la carta temblando en mis manos sudorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el ...
26/11/2025

—¿Por qué ahora, mamá? —grité al teléfono, con la carta temblando en mis manos sudorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de mi pequeño departamento en Ciudad de México, como si quisiera ahogar mis sollozos. No había hablado con ella en más de quince años, desde aquella tarde en que se fue sin mirar atrás, dejándonos a mis hermanos y a mí al cuidado de mi abuela.

La carta llegó un martes cualquiera, entre cuentas y publicidad. Reconocí su letra enseguida: grande, apretada, como si cada palabra le costara trabajo. "Querida Lucía", empezaba, pero no había nada de cariño en esas líneas. "Por la situación económica en la que me encuentro, te exijo que cumplas con tu obligación como hija y me envíes una pensión mensual". Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Obligación? ¿Después de todo este tiempo?

Mi hermano menor, Diego, fue el primero en enterarse. Lo llamé esa misma noche.

—¿Te llegó también a ti? —preguntó con voz cansada.

—No lo puedo creer, Diego. ¿Qué clase de madre hace esto?

—La nuestra —respondió él, seco, como si ya no le quedaran lágrimas.

Crecimos juntos en la casa de la abuela Rosa, en Iztapalapa. Mamá se fue cuando yo tenía nueve años y Diego ap***s seis. Decía que no podía más con la pobreza ni con los gritos de papá. Pero nunca volvió por nosotros. La abuela nos enseñó a sobrevivir: a vender tamales los domingos, a remendar la ropa hasta el cansancio, a no esperar nada de nadie.

Aun así, yo soñaba con que algún día mamá regresara. Imaginaba que tocaría la puerta con una sonrisa y nos abrazaría fuerte. Pero los años pasaron y solo llegaron rumores: que vivía en Veracruz, que tenía otra familia, que estaba enferma o en la cárcel. Nunca supe la verdad.

Ahora, después de todo ese silencio, me exigía dinero. No una disculpa, no una explicación. Solo dinero.

Esa noche no dormí. Recordé las veces que me faltó para los útiles escolares, las veces que lloré por no tener a quién contarle mis miedos. Recordé cómo aprendí a ser fuerte porque no tenía otra opción.

Al día siguiente fui a ver a mi abuela. Ella estaba sentada en su sillón favorito, tejiendo una bufanda para el invierno.

—Abuela, ¿sabías que mamá quiere que le mande dinero?

Ella suspiró hondo y dejó el tejido sobre sus piernas.

—Hija, tu madre nunca supo ser madre. Pero sigue siendo tu sangre.

—¿Y eso qué importa? ¿Acaso la sangre paga el abandono?

La abuela me miró con esos ojos llenos de historias tristes.

—Aquí en México, la familia lo es todo. Pero también hay heridas que nunca cierran.

No supe qué responderle. Sentí rabia y culpa al mismo tiempo. ¿Era yo una mala hija por negarme? ¿O era ella una mala madre por pedirlo?

Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas y mensajes entre mis hermanos y yo. Mi hermana mayor, Mariana, vive en Monterrey y ap***s puede mantener a sus dos hijos.

—No puedo creer que tenga el descaro —me dijo por WhatsApp—. Ap***s salgo adelante y ahora esto.

Diego estaba igual de indignado.

—Si le damos dinero ahora, nunca va a parar —decía—. Siempre va a querer más.

📖 Checa el resto de la historia en los comentarios 👇

—¡Írd át mindent a nevemre!— gritó mi esposo, Martín, con una furia que nunca le había visto. El sudor le perlaba la fre...
26/11/2025

—¡Írd át mindent a nevemre!— gritó mi esposo, Martín, con una furia que nunca le había visto. El sudor le perlaba la frente y sus ojos, antes dulces, ahora eran dos carbones encendidos. Yo ap***s podía sostener el bolígrafo entre los dedos temblorosos. Mi hija, Valentina, lloraba en la habitación contigua, abrazando a su oso de peluche.

No entendía cómo habíamos llegado a esto. Ap***s unas horas antes, yo era una mujer común en Monterrey, con una familia que creía sólida. Pero esa noche, mientras preparaba la cena, escuché un mensaje en el celular de Martín: “Te extraño, amor. ¿Cuándo vas a dejarla?” Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

—¿Quién es ella?— pregunté con voz quebrada.

Martín no negó nada. Se encogió de hombros y murmuró: —No es asunto tuyo. Ya no te amo.

La rabia me subió como un incendio. Pero lo peor vino después: su madre, doña Carmen, apareció al día siguiente con papeles en mano y una sonrisa venenosa.

—Mira, Lucía, mejor hazle caso a mi hijo. Firma y vete. La casa es de la familia de Martín. Tú solo eres una invitada aquí.—

Me negué. Esa casa era el fruto de años de trabajo conjunto; yo había pintado las paredes, plantado los rosales del jardín, criado a Valentina entre esos muros. ¿Cómo podían echarme así?

Los días siguientes fueron un in****no. Martín dormía en el sofá y ap***s me dirigía la palabra. Doña Carmen venía todos los días a vigilarme como si fuera una ladrona. Valentina empezó a mojar la cama por las noches y me preguntaba si nos íbamos a quedar sin hogar.

Una tarde, mientras lavaba los platos con las manos llenas de jabón y lágrimas, escuché a Martín hablando por teléfono:

—Sí, mamá, ya casi la convenzo. No tiene a dónde ir. Si no firma, la dejamos sin un peso.—

Sentí una mezcla de miedo y furia. ¿Cómo podía ser tan cruel? ¿Cómo podía su propia madre apoyarlo en esto?

Busqué ayuda en mi hermana, Mariana. Ella llegó con su esposo y me abrazó fuerte.

—No estás sola, Lucía. No firmes nada sin consultar a un abogado.—

Pero Martín era insistente. Me presionaba todos los días:

—Piensa en Valentina. Si firmas, te doy algo de dinero y puedes empezar de nuevo. Si no, te vas con las manos vacías.—

Una noche, Valentina se metió en mi cama temblando.

—¿Por qué papá ya no me quiere?—

Se me rompió el corazón. La abracé fuerte y le prometí que nunca la dejaría sola.

El proceso legal fue desgastante. Martín y doña Carmen inventaron mentiras sobre mí: que era mala madre, que gastaba el dinero en tonterías, que no tenía derecho a nada porque la casa estaba a nombre de él. Pero yo tenía pruebas: recibos, fotos, mensajes donde él mismo reconocía que todo era de los dos.

Hubo días en que quise rendirme. Me sentía sola contra el mundo. La familia de Martín me dio la espalda; mis propios padres estaban lejos y enfermos. Solo Mariana seguía firme a mi lado.

La historia sigue en los comentarios 👇

—¿Por qué no puedes entender que no quiero volver a esa casa? —le grité a Iván, con la voz quebrada y las lágrimas corri...
26/11/2025

—¿Por qué no puedes entender que no quiero volver a esa casa? —le grité a Iván, con la voz quebrada y las lágrimas corriéndome por las mejillas. Él me miró en silencio, apretando los puños, como si las palabras le dolieran físicamente. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestro pequeño departamento en San Miguel de Tucumán, y cada trueno parecía marcar el ritmo de nuestro distanciamiento.

Hace dos años que no hablamos con Don Ernesto, su papá. Dos años desde aquella noche en la que me atreví a decirle basta. Recuerdo perfectamente el olor a asado quemado y el sonido de la televisión a todo volumen. Don Ernesto, sentado en su sillón de cuero gastado, me miró con esos ojos fríos que siempre parecían juzgarme.

—Vos no sabés lo que es sacrificarse por una familia —me dijo, mientras Iván bajaba la mirada, incapaz de defenderme.

—Con todo respeto, Don Ernesto, yo también trabajo y lucho por esta familia —le respondí, temblando pero firme.

Él se levantó de golpe, tirando la copa de vino al piso. —¡En mi casa se hace lo que yo digo! —gritó. Y fue ahí cuando sentí que algo dentro mío se rompía para siempre.

Esa noche arrastré a Iván fuera de esa casa. Caminamos bajo la lluvia hasta la parada del colectivo. No hablamos. No hacía falta. Sabíamos que habíamos cruzado un límite del que no había vuelta atrás.

Los primeros meses fueron un in****no. Mi suegra, Doña Marta, me llamaba llorando. —Por favor, hija, volvé. Tu suegro está enfermo del corazón…

Pero yo no podía. No después de años soportando sus comentarios: “¿Otra vez arroz? En mis tiempos las mujeres cocinaban mejor”, “¿Para qué trabajás tanto si igual tu sueldo es una miseria?”, “Iván debería buscarse una mujer más sumisa”.

Iván intentó mediar al principio. —Es mi papá… está viejo, no sabe lo que dice —me decía en voz baja, como si temiera que Don Ernesto pudiera escucharnos desde kilómetros de distancia.

Pero yo no podía más. Mi dignidad estaba hecha jirones y mi autoestima era un campo arrasado. Así que le di un ultimátum: o él o yo. Y para mi sorpresa, Iván eligió quedarse conmigo.

Nos mudamos a un departamento pequeño en el centro. Empezamos de cero: colchón en el piso, dos sillas prestadas y una mesa que rescatamos de la calle. No teníamos mucho, pero al menos teníamos paz… o eso creía yo.

Las fiestas fueron las peores. Navidad sin familia, Año Nuevo con videollamadas incómodas y silencios eternos. Mis padres en Salta preguntaban por qué no íbamos a la casa de los suegros; yo inventaba excusas.

Una tarde, mientras lavaba los platos después de un día agotador en la oficina de seguros donde trabajo, Iván llegó con los ojos rojos.

—Fui a ver a mamá —me dijo sin mirarme—. Papá está peor…

Sentí una punzada de culpa mezclada con rabia. —¿Y qué querés que haga? ¿Que vuelva a dejarme humillar?

Él se encogió de hombros. —No sé… sólo extraño cuando éramos una familia.

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando el zumbido del ventilador y pensando en todo lo que habíamos perdido: los domingos de asado (aunque siempre terminaban mal), las risas de los sobrinos corriendo por el patio, las charlas con Doña Marta mientras pelábamos papas.

Pero también recordé las veces que Don Ernesto me gritó delante de todos, las miradas cómplices de los demás adultos que nunca decían nada, el miedo constante a equivocarme y ser el blanco de sus burlas.

📜 El resto lo puedes leer en el comentario 👇

—¿Y tú para cuándo, Ana Lucía? —me preguntó doña Chayo, la vecina, mientras barría la acera frente a su casa, lanzando m...
26/11/2025

—¿Y tú para cuándo, Ana Lucía? —me preguntó doña Chayo, la vecina, mientras barría la acera frente a su casa, lanzando miradas furtivas como si buscara confirmar que yo seguía sola, sin marido ni hijos.

No respondí. Solo apreté los labios y seguí caminando hacia la tienda, sintiendo el peso de cada palabra como piedras en los bolsillos. En San Miguel del Alto, un pueblo perdido entre los cerros de Jalisco, las mujeres como yo —las que pasamos de los treinta sin casarnos— somos tema de conversación, casi una advertencia para las más jóvenes.

Mis hermanas, Mariana y Sofía, se casaron jóvenes. Mariana vive en Guadalajara con su esposo y tres hijos; Sofía se fue a Monterrey y ya va por el segundo embarazo. Sus casas están llenas de risas, juguetes tirados y fotos familiares en las paredes. La nuestra, la casa vieja de adobe donde crecimos, solo tiene el eco de los pasos de mi madre y los míos. Mi padre murió hace años, y desde entonces me quedé aquí, cuidando a mamá y esperando… ¿Esperando qué? ¿Un milagro? ¿Un hombre que llegara a rescatarme del silencio?

A veces me pregunto si fue cobardía o lealtad lo que me hizo quedarme. Cuando era niña soñaba con irme a la ciudad, estudiar enfermería y conocer el mundo. Pero mamá enfermó justo cuando terminé la prepa. Mis hermanas ya tenían sus vidas hechas y alguien tenía que quedarse. Así que fui yo. "Eres la más fuerte", decían todos. Pero nadie preguntó si quería serlo.

Las tardes eran largas. Después de limpiar la casa y preparar la cena para mamá, me sentaba en el corredor a ver cómo el sol se escondía detrás del cerro. A veces lloraba en silencio, otras veces rezaba. "Diosito, mándame aunque sea un poquito de felicidad", susurraba. Pero los días pasaban iguales: el mismo café frío, las mismas miradas de lástima en la iglesia, las mismas preguntas incómodas en las fiestas patronales.

Un día llegó al pueblo un hombre nuevo. Se llamaba Esteban y venía de Zacatecas. Decían que era viudo y que buscaba trabajo en el campo. Lo vi por primera vez en la misa del domingo, sentado solo en la última banca. Tenía las manos grandes y callosas, y una tristeza en los ojos que reconocí al instante.

—¿Ya viste al nuevo? —me preguntó Mariana por teléfono—. Dicen que es trabajador y serio. ¿Por qué no le hablas?

Me reí nerviosa. "¿Y qué le voy a decir? ¿Que si quiere casarse conmigo porque ya nadie más me va a querer?" Pero esa noche soñé con él. Soñé que caminábamos juntos por el pueblo y que la gente nos miraba con sorpresa.

Pasaron semanas antes de atreverme a saludarlo. Fue en la tienda de don Pancho. Esteban estaba comprando tortillas y yo leche para mamá.

—Buenas tardes —dije bajito.

Él levantó la mirada y sonrió ap***s.

—Buenas tardes.

Sentí que me ardían las mejillas. Salí rápido, pero desde ese día empecé a buscarlo con la mirada cada vez que salía al pueblo.

Los rumores no tardaron en llegar. "Ana Lucía anda tras el viudo", decían las vecinas. "A ver si ahora sí se le hace". Al principio me dolía, pero luego empecé a reírme sola. ¿Qué más podían decir? Ya habían dicho todo sobre mí.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, Esteban llegó a la puerta.

—Disculpe… ¿tiene agua? Se me descompuso el grifo en mi casa —dijo, nervioso.

Le ofrecí pasar y le serví un vaso de agua fresca. Mamá lo miró con curiosidad desde su sillón.

—¿Y usted de dónde es? —preguntó ella.

—De Zacatecas, señora. Mi esposa murió hace dos años…

Se hizo un silencio incómodo. Yo sentí ganas de abrazarlo, pero solo atiné a ofrecerle más agua.

La historia sigue en los comentarios 👇

Dirección

Barcelona

Notificaciones

Sé el primero en enterarse y déjanos enviarle un correo electrónico cuando Este Mundo publique noticias y promociones. Su dirección de correo electrónico no se utilizará para ningún otro fin, y puede darse de baja en cualquier momento.

Compartir

Categoría