
13/08/2025
—¡No quiero ir! —gritó Emiliano, tirando la mochila al suelo mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. El eco de su voz retumbó en la casa, y por un momento sentí que el tiempo se detenía. Yo estaba en la cocina, removiendo el arroz, pero supe que ese grito no era solo rabia: era vergüenza, era miedo.
Me acerqué despacio. —¿Qué pasó, hijo?— pregunté, aunque ya lo sabía. La maestra me había llamado esa mañana: “Señora Lucía, Emiliano le dijo cosas muy feas a Mateo. El niño no ha dejado de llorar”.
Emiliano no me miraba. Sus puños apretados, la respiración entrecortada. —Solo fue una broma… Todos se rieron —susurró, como si quisiera convencerse a sí mismo.
Me senté a su lado en el piso frío del pasillo. —¿Y Mateo? ¿También se rió?
No respondió. El silencio se hizo pesado, como cuando la lluvia amenaza pero no cae. Recordé mi propia infancia en San Juan de los Lagos, cuando las palabras de otros niños me perseguían hasta en los sueños. Sabía que castigar a Emiliano solo lo haría esconderse más en su orgullo.
—Ven —le dije—. Vamos a hacer algo juntos.
Lo llevé al patio y le di una hoja de papel. —Arrúgala lo más fuerte que puedas.
Me miró extrañado, pero obedeció. Hizo una bola apretada, casi con rabia.
—Ahora intenta dejarla como estaba antes.
Emiliano desdobló el papel, lo estiró sobre la mesa, pero las marcas seguían ahí, profundas e imposibles de borrar.
—Así quedan las personas cuando les decimos cosas feas —le expliqué—. Podemos pedir perdón, pero las marcas… esas tardan mucho en irse.
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