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—¡No quiero ir! —gritó Emiliano, tirando la mochila al suelo mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. El eco d...
13/08/2025

—¡No quiero ir! —gritó Emiliano, tirando la mochila al suelo mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. El eco de su voz retumbó en la casa, y por un momento sentí que el tiempo se detenía. Yo estaba en la cocina, removiendo el arroz, pero supe que ese grito no era solo rabia: era vergüenza, era miedo.

Me acerqué despacio. —¿Qué pasó, hijo?— pregunté, aunque ya lo sabía. La maestra me había llamado esa mañana: “Señora Lucía, Emiliano le dijo cosas muy feas a Mateo. El niño no ha dejado de llorar”.

Emiliano no me miraba. Sus puños apretados, la respiración entrecortada. —Solo fue una broma… Todos se rieron —susurró, como si quisiera convencerse a sí mismo.

Me senté a su lado en el piso frío del pasillo. —¿Y Mateo? ¿También se rió?

No respondió. El silencio se hizo pesado, como cuando la lluvia amenaza pero no cae. Recordé mi propia infancia en San Juan de los Lagos, cuando las palabras de otros niños me perseguían hasta en los sueños. Sabía que castigar a Emiliano solo lo haría esconderse más en su orgullo.

—Ven —le dije—. Vamos a hacer algo juntos.

Lo llevé al patio y le di una hoja de papel. —Arrúgala lo más fuerte que puedas.

Me miró extrañado, pero obedeció. Hizo una bola apretada, casi con rabia.

—Ahora intenta dejarla como estaba antes.

Emiliano desdobló el papel, lo estiró sobre la mesa, pero las marcas seguían ahí, profundas e imposibles de borrar.

—Así quedan las personas cuando les decimos cosas feas —le expliqué—. Podemos pedir perdón, pero las marcas… esas tardan mucho en irse.

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—¿Po qué me haces esto, mamá? —le grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. El eco de mis palabras rebot...
13/08/2025

—¿Po qué me haces esto, mamá? —le grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. El eco de mis palabras rebotó en las paredes descascaradas de la sala, donde el ventilador apenas movía el aire caliente de la tarde. Mamá me miró desde la cocina, con el delantal manchado de salsa y las manos temblorosas.

—¿Por qué te hago esto yo? —repitió, con una risa amarga—. ¡Eres tú el que trae a una muchacha embarazada a esta casa sin avisar! ¡Tú el que no piensa en nadie más que en sí mismo!

Sentí que el mundo se me venía encima. Afuera, los perros ladraban y el bullicio del barrio de San Miguel seguía como si nada. Pero aquí adentro, mi vida se desmoronaba.

Mi nombre es Mauricio, tengo veinticuatro años y hasta hace dos semanas creía que lo tenía todo bajo control. Trabajaba en una tienda de celulares en el centro de Monterrey, ahorrando para algún día mudarme con mi novia, Camila. Pero todo cambió cuando ella llegó llorando a mi trabajo, con la prueba de embarazo en la mano y la voz temblorosa: "Mau, estoy esperando un bebé".

No supe qué hacer. Mi salario apenas alcanzaba para ayudar a mamá con los gastos de la casa: la renta, la comida, los recibos de luz y agua que siempre llegaban con recargos. Papá nos había dejado cuando yo tenía doce años, y desde entonces mamá se partía el lomo limpiando casas ajenas para que yo pudiera estudiar. Siempre me decía: "Mauricio, lo único que te pido es que no repitas mis errores".

Pero aquí estaba yo, parado frente a ella, repitiendo exactamente lo que ella más temía.

—Mamá, por favor… Camila no tiene a dónde ir. Su mamá la corrió de la casa cuando se enteró del embarazo. No podemos dejarla en la calle —le supliqué.

Ella apretó los labios y miró hacia la ventana, donde el sol caía sobre los techos de lámina del barrio.

—¿Y tú piensas que aquí hay espacio para tres? ¿Que el dinero alcanza? ¿Que yo puedo con todo? —su voz era dura, pero sus ojos estaban llenos de miedo.

Camila estaba sentada en el sillón, abrazando su mochila como si fuera un salvavidas. Sus ojos grandes y oscuros brillaban con lágrimas contenidas. No decía nada; sólo miraba al suelo, esperando que alguien decidiera por ella.

—Yo voy a buscar otro trabajo —dije, desesperado—. Voy a hacer lo que sea necesario…

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—¡Doña Helena! ¡Doña Helena, por favor, abra la puerta!—El grito desesperado me sacudió como un trueno en la siesta misi...
13/08/2025

—¡Doña Helena! ¡Doña Helena, por favor, abra la puerta!—

El grito desesperado me sacudió como un trueno en la siesta misionera. El calor pegajoso se colaba por las rendijas de mi casa, y yo, con las manos aún húmedas de lavar los platos, dudé un segundo antes de girar la llave. Al abrir, me encontré con una joven de rostro cansado y ojos hinchados de tanto llorar. A su lado, un niño pequeño, con la piel dorada por el sol y el cabello revuelto, apretaba una mochila contra el pecho.

—¿Sí? —pregunté, tratando de recordar si la conocía.

—Soy Oliwia, la esposa de tu hijo Mauro —dijo, tragando saliva—. Y este es Tomás… tu nieto. Tiene seis años.

Sentí que el mundo se me venía encima. Hacía más de siete años que Mauro no cruzaba esa puerta. Desde aquella pelea absurda por la herencia del terreno familiar, no volví a saber de él. Ni una llamada, ni una carta. Solo el silencio y el rumor de que se había ido a Posadas a buscar suerte.

—¿Qué hacés acá? —mi voz tembló más de lo que quise admitir.

Oliwia bajó la mirada. Tomás se escondió detrás de su pierna.

—Mauro… Mauro está preso. Lo agarraron en una redada en la frontera. Yo no tengo a dónde ir, doña Helena. No tengo trabajo, no tengo familia. Solo me queda usted.

El silencio se hizo pesado. Afuera, los loros chillaban entre las ramas del jacarandá. Sentí una punzada en el pecho: rabia, miedo, culpa. ¿Cómo podía rechazar a ese niño? Pero también, ¿cómo podía perdonar tan fácil?

—Pasen —dije al fin, haciéndome a un lado.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba la respiración suave de Tomás desde el cuarto contiguo y el llanto ahogado de Oliwia en la cocina. Me pregunté mil veces en qué momento mi familia se había roto así. Recordé a Mauro de niño, corriendo descalzo entre los naranjos, prometiéndome que nunca me iba a dejar sola.

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—¡Otra vez! —grité, apretando los puños mientras veía a mi prima Camila sacar comida de la nevera sin siquiera preguntar...
13/08/2025

—¡Otra vez! —grité, apretando los puños mientras veía a mi prima Camila sacar comida de la nevera sin siquiera preguntar—. ¿Por qué nadie entiende que esta es mi casa?

Julián me miró desde la sala, con esa mezcla de resignación y tristeza que ya se le había vuelto costumbre. Afuera, el bullicio de los niños de mi hermana Laura retumbaba en el patio, y el olor a ci******lo del tío Ernesto se colaba por la ventana de la cocina. Mi sueño de tener un hogar tranquilo en las afueras de Medellín se había convertido en una pesadilla de puertas abiertas y visitas eternas.

Recuerdo el día que firmamos los papeles de la casa. Julián me abrazó y dijo: “Ahora sí, amor, nadie nos va a molestar”. Pero no pasaron ni dos semanas antes de que mi mamá llegara con sus maletas, diciendo que necesitaba “descansar del ruido del centro”. Luego vino Laura, con sus tres hijos y su esposo desempleado. Después Camila, que sólo venía “por unos días” mientras encontraba apartamento. Y así, poco a poco, nuestro refugio se llenó de familiares que parecían no tener prisa por irse.

—¿No crees que exageras? —me preguntó Julián una noche, cuando le dije que ya no aguantaba más—. Son nuestra familia…

—¡Pero no es justo! —le respondí, casi llorando—. Trabajamos tanto para tener esto y ahora ni siquiera podemos estar solos. ¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una cena tranquilos?

Julián suspiró. Sabía que tenía razón, pero también entendía el peso de la familia en nuestra cultura. Aquí, en Colombia, decirle “no” a la familia es casi un pecado. Pero yo ya no podía más.

La gota que colmó el vaso fue el domingo pasado. Había planeado una tarde romántica con Julián: sauna, vino y música suave. Pero cuando bajé con mi bata nueva, encontré a Camila y su novio metidos en la sauna, riendo como si estuvieran en un spa. Mi enojo fue tan grande que ni siquiera pude gritarles; sólo me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida.

Esa noche, mientras lavaba los platos que nadie más lavaba, decidí que era hora de poner límites. Hablé con Julián y juntos hicimos una lista de reglas: nada de visitas sin avisar, nada de quedarse más de tres días, nada de usar nuestras cosas sin permiso.

El lunes por la mañana reunimos a todos en la sala. Mi mamá nos miró con cara de ofendida; Laura cruzó los brazos y Camila puso los ojos en blanco.

—Familia —dije, tratando de mantener la voz firme—, necesitamos hablar. Esta casa es nuestro hogar y queremos que siga siéndolo. Los queremos mucho, pero necesitamos espacio para nosotros.

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—No vayas a aparecerte, mamá. Por favor, no quiero problemas con Julián —me dijo Mariela por teléfono, su voz temblando ...
13/08/2025

—No vayas a aparecerte, mamá. Por favor, no quiero problemas con Julián —me dijo Mariela por teléfono, su voz temblando entre la culpa y la firmeza.

Me quedé en silencio, apretando el auricular con una mano temblorosa. Afuera, la primavera apenas asomaba en el jardín de mi casa en las afueras de Mendoza. Tenía sesenta años y, aunque la vida me había dado golpes más duros, ese rechazo me dolía como si fuera la primera vez que sentía frío en el alma.

—¿Ni siquiera un ratito? —susurré, esperando que la ternura de mi voz le recordara los años en que era yo quien le preparaba las tortas de cumpleaños, quien le tejía los vestidos y le cantaba bajito para que no tuviera miedo a la tormenta.

—No, mamá. Julián no quiere. Dice que… que no es buena idea. —Y colgó antes de que pudiera preguntarle si era ella o él quien realmente no quería verme.

Me quedé sentada en la cocina, mirando la foto de mi difunto esposo, Ernesto. Murió cuando Mariela tenía apenas nueve años. Desde entonces, fui madre y padre, sostén y consuelo. Trabajé en la panadería del barrio hasta que la artrosis me obligó a dejarlo. Desde hace tres años no tengo trabajo fijo; sobrevivo con una pensión mínima y la ayuda esporádica de mi hermana Lucía.

Mariela era una niña dulce, siempre dispuesta a ayudarme. Recuerdo cómo corría a abrazarme cuando llegaba cansada del trabajo, cómo me preguntaba si necesitaba algo. Era aplicada en la escuela, nunca me dio problemas. Pero todo cambió cuando conoció a Julián.

Él venía de una familia acomodada de San Rafael. Su madre, doña Teresa, nunca ocultó su desprecio por mí: "Una mujer sola, sin marido ni carrera… ¿qué puede enseñarle a mi hijo?". Mariela se enamoró perdidamente y yo, por miedo a perderla, acepté todo: las miradas de reojo, los comentarios hirientes en las reuniones familiares, incluso el distanciamiento progresivo de mi hija.

El primer año de casados aún me llamaba cada semana. Después, las llamadas se hicieron mensuales. Ahora, sólo me busca cuando necesita algo: una receta, un consejo sobre remedios caseros para los nietos que apenas conozco.

El día de su cumpleaños me levanté temprano. Preparé una torta de naranja —su favorita desde niña— y la decoré con azúcar glasé y ralladura de limón. La puse en una caja con un lazo azul y caminé hasta la parada del colectivo para llevársela. No pensaba entrar ni quedarme; sólo quería dejarle ese pedacito de amor en la puerta.

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—¿Por qué no me avisaste, Sebastián? ¿Por qué no me invitaste a tu boda?Mi voz temblaba, apenas un susurro ahogado por e...
13/08/2025

—¿Por qué no me avisaste, Sebastián? ¿Por qué no me invitaste a tu boda?

Mi voz temblaba, apenas un susurro ahogado por el n**o en mi garganta. Sebastián, mi único hijo, evitaba mirarme. Estábamos en la cocina de mi casa en Iztapalapa, rodeados del olor a café recién hecho y tortillas calientes, pero el aire era frío, cortante. Afuera, los perros ladraban y el bullicio del barrio seguía su curso, ajeno a mi dolor.

—Mamá… no quería problemas. Tú sabes cómo es Lucía —me respondió, bajando la mirada al suelo.

Lucía. Su esposa desde hace dos semanas. La mujer que, desde que apareció en su vida, parecía empeñada en borrar mi existencia. Yo nunca fui suficiente para ella: ni la suegra ideal, ni la abuela perfecta para su hija Camila. Y ahora, ni siquiera digna de estar presente en el día más importante de mi hijo.

Me enteré por Facebook. Una foto: Sebastián con traje azul marino, Lucía con un vestido blanco sencillo y una sonrisa que no me incluía. Los comentarios de sus amigos y familiares me atravesaron como cuchillos: “¡Felicidades!”, “¡Qué bonita pareja!”, “¡Que sean muy felices!”. Yo sólo podía mirar la pantalla, sintiendo que el mundo se me venía encima.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Recordé cuando Sebastián era niño y me decía: “Mamá, nunca te voy a dejar sola”. Recordé los sacrificios: las jornadas dobles limpiando casas ajenas para pagarle la universidad, los días sin comer para que él tuviera zapatos nuevos. ¿De qué sirvió todo eso si ahora ni siquiera merezco estar en su boda?

Pero lo más doloroso vino después. A los pocos días, Lucía me llamó por teléfono:

—Señora Marta, ¿puede venir a cuidar a Camila el sábado? Tenemos que salir y no tenemos con quién dejarla.

No hubo disculpa por la boda. No hubo explicación. Sólo la expectativa de que yo estuviera ahí, disponible, como siempre. Como si nada hubiera pasado.

Me debatí entre el orgullo y el amor. ¿Debía decir que no? ¿Debía reclamarles? Pero Camila es mi nieta y no tiene la culpa de nada. Así que fui. La recibí con los brazos abiertos, le preparé su sopa favorita y le conté historias de cuando su papá era niño. Mientras jugábamos en el piso de la sala, sentí una punzada de tristeza: yo era buena para cuidar a su hija, pero no lo suficiente para ser parte de su familia.

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—¡Pero mamá, tú me dijiste que el departamento era mío! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada ...
13/08/2025

—¡Pero mamá, tú me dijiste que el departamento era mío! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada por la rabia.

Yo, parada en la puerta del pequeño departamento en Caballito, sentí cómo mi corazón se apretaba. Afuera, el bullicio de Buenos Aires seguía su curso, ajeno a nuestro drama. Por un instante, quise retroceder el tiempo, volver a cuando mis hijos eran pequeños y todo parecía más sencillo. Pero ya no éramos los mismos.

—No, Lucía. Te lo presté para que vivieras mientras te organizabas —le respondí, intentando mantener la calma—. Nunca fue un regalo. No puedes venderlo ni alquilarlo. Es de la familia.

Ella me miró como si acabara de traicionarla. Y quizás, en cierto modo, así era. Porque en mi afán de protegerla, había creado una ilusión que ahora se desmoronaba entre nosotras.

Gabriel, mi hijo mayor, vive en Córdoba con su esposa Mariana y su hijo Tomás. Siempre fue el responsable, el que siguió las reglas. Cuando se fue a estudiar ingeniería, apenas terminó la secundaria, sentí orgullo y tristeza a partes iguales. Ahora tiene su casa propia, un trabajo estable y una familia hermosa. A veces siento que lo perdí para siempre.

Lucía es distinta. Siempre fue la artista, la rebelde. Cambió de carrera tres veces: primero arquitectura, después diseño gráfico y ahora fotografía. Trabajos temporales, novios pasajeros, sueños grandes y pies descalzos. Cuando le ofrecí el departamento de la abuela para que pudiera independizarse, pensé que le estaba dando una oportunidad. Nunca imaginé que ese gesto se convertiría en una fuente de resentimiento.

—¿Y qué esperás que haga ahora? —me desafió Lucía—. No tengo plata para pagar un alquiler en esta ciudad. Apenas llego a fin de mes con los trabajos que consigo.

—Podés seguir viviendo acá —le dije—, pero con la condición de que cuides el lugar y no traigas desconocidos a dormir cada semana. Esto no es un hostel.

Ella bufó y se dejó caer en el sillón desvencijado que alguna vez fue de mi madre. Miré alrededor: las paredes llenas de fotos en blanco y negro, plantas marchitas en la ventana, una pila de libros sobre la mesa ratona. El departamento tenía vida propia, pero también cicatrices.

Recordé cuando Lucía me llamó llorando porque no podía pagar el alquiler del último lugar donde vivió. Me sentí culpable por no haberle dado más herramientas para enfrentar la vida. Por eso le ofrecí este refugio. Pero ahora me preguntaba si había hecho bien.

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—¡Mirá cómo tiembla la mano de la abuela! —gritó Tomás desde el fondo del aula, mientras yo intentaba escribir la fecha ...
12/08/2025

—¡Mirá cómo tiembla la mano de la abuela! —gritó Tomás desde el fondo del aula, mientras yo intentaba escribir la fecha en el pizarrón. El polvo de la tiza se mezclaba con el sudor frío en mis dedos. Sentí las risas, primero tímidas, después abiertas, como una ola que me arrastraba lejos de la dignidad.

—¿Por qué no se jubila, profe? —insistió Lucía, con esa sonrisa cruel que nunca había visto en una chica de diecisiete años.

Me quedé quieta, con la espalda encorvada y los ojos clavados en el pizarrón. Pensé en los años que pasé en ese mismo salón, enseñando literatura a generaciones enteras. Pensé en los abrazos de los chicos del barrio, en los padres agradecidos, en las cartas que guardo en una caja azul bajo mi cama. Pero ese día, todo eso parecía tan lejano como mi juventud.

—¡Vieja tonta! —susurró alguien más, y sentí el golpe como si fuera físico.

No sé cuánto tiempo pasó. Solo recuerdo el zumbido de mi corazón y el temblor en mis piernas. Me di vuelta y vi los rostros: algunos divertidos, otros incómodos, unos pocos —muy pocos— avergonzados. Nadie dijo nada para defenderme.

—¿Saben qué? Tienen razón —dije con voz quebrada—. Soy una vieja tonta por pensar que todavía podía enseñarles algo.

El silencio fue absoluto. Dejé el libro sobre el escritorio y salí del aula. Afuera, en el pasillo, me apoyé contra la pared y lloré como no lloraba desde la muerte de mi esposo, hace ya quince años.

Mi nombre es Marta González. Tengo 68 años y he sido maestra toda mi vida. Nací en un barrio humilde de Avellaneda, hija de un obrero metalúrgico y una costurera. Mi papá siempre decía que la educación era la única herencia que podía dejarme. Por eso estudié con beca, por eso trabajé desde joven, por eso nunca me fui del sistema público aunque me ofrecieron mejores sueldos en colegios privados.

Pero hoy… hoy siento que todo eso fue en vano.

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—Cierro la puerta detrás de mí, porque ya no puedo mirarte—. Esas fueron las últimas palabras de Ernesto antes de desapa...
12/08/2025

—Cierro la puerta detrás de mí, porque ya no puedo mirarte—. Esas fueron las últimas palabras de Ernesto antes de desaparecer de mi vida. Treinta años juntos, tres hijos, una casa llena de recuerdos en el barrio San Cristóbal de Lima, y todo se desmoronó en un instante. Me quedé parada en el pasillo, con las manos temblando y el corazón hecho trizas, mientras escuchaba el eco de sus pasos alejándose para siempre.

No hubo gritos, ni platos rotos, ni siquiera lágrimas en ese momento. Solo un silencio espeso, como si el mundo entero se hubiera detenido para burlarse de mi desgracia. ¿Cómo se supone que una mujer debe reaccionar cuando el hombre con el que compartió la mitad de su vida decide irse sin mirar atrás?

Esa noche, me senté en la cama vacía y miré las fotos familiares colgadas en la pared. Ahí estábamos: Ernesto y yo, jóvenes y sonrientes en nuestra boda; los niños pequeños jugando en la playa de Ancón; las navidades apretados alrededor de la mesa, riendo y discutiendo por quién cortaba el panetón. Todo parecía tan lejano, tan irreal. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?

Al día siguiente, mi hija mayor, Lucía, llegó corriendo apenas escuchó la noticia. —Mamá, ¿qué pasó?— me preguntó con los ojos llenos de preocupación. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que su padre simplemente se cansó? Que después de años de rutinas, peleas pequeñas y silencios incómodos, decidió que ya no podía seguir fingiendo.

—No es tu culpa, mamá—, me dijo mientras me abrazaba fuerte. Pero yo sentía que sí lo era. Que quizás debí haber sido más cariñosa, menos exigente, más comprensiva cuando Ernesto llegaba tarde del trabajo o cuando prefería ver fútbol antes que hablar conmigo.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi hijo menor, Diego, apenas hablaba conmigo. Se encerró en su cuarto y solo salía para ir a la universidad. Mi otra hija, Mariana, me llamaba desde Arequipa todos los días para asegurarse de que comiera algo. Pero yo apenas podía probar bocado; el estómago se me cerraba cada vez que pensaba en Ernesto con otra mujer, empezando una nueva vida mientras yo recogía los pedazos de la mía.

Las vecinas murmuraban a mis espaldas cuando salía al mercado. —Pobre Rosa—, decían algunas. —¿Habrá sido culpa suya?— preguntaban otras. En nuestro barrio todos se enteran de todo; no hay secretos que duren mucho tiempo entre paredes tan delgadas.

Una tarde, mientras lavaba los platos, mi madre vino a visitarme. Se sentó a mi lado y me miró con esos ojos duros que solo las mujeres andinas pueden tener después de una vida llena de sacrificios.

—Hija, los hombres van y vienen. Pero tú eres fuerte. No te olvides quién eres—.

Quise creerle, pero me sentía tan pequeña, tan insignificante. ¿Cómo volver a empezar a los 54 años? ¿Quién iba a quererme ahora? ¿Cómo confiar otra vez si el hombre al que le di todo me dejó sin mirar atrás?

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—¡No puedo creer que me estés pidiendo esto, Mariana! —grité, con la voz quebrada, mientras mi madre me miraba con los o...
12/08/2025

—¡No puedo creer que me estés pidiendo esto, Mariana! —grité, con la voz quebrada, mientras mi madre me miraba con los ojos llenos de lágrimas desde el otro lado de la mesa.

Era una tarde húmeda en Buenos Aires, y el calor parecía pegarse a las paredes del pequeño comedor. Mariana, la esposa de mi hermano Julián, tenía esa mirada fría y calculadora que siempre me ponía nerviosa. Mi madre, doña Rosa, se retorcía las manos, suplicando en silencio que no hiciera una escena. Pero ¿cómo no hacerla? ¿Cómo quedarse callada cuando te piden que regales el único techo que has logrado conseguir con años de sacrificio?

Todo empezó unos meses atrás, cuando papá falleció y la familia quedó partida en mil pedazos. El departamento donde vivía era pequeño, pero era mío. Lo compré trabajando doble turno en el hospital, ahorrando cada peso, renunciando a salidas, a ropa nueva, a todo lo que no fuera estrictamente necesario. Pero para Mariana, eso no importaba.

—Mirá, Lucía —dijo ella con voz suave pero firme—, vos sabés que Julián y yo estamos esperando a nuestro segundo hijo. El alquiler se nos va por las nubes y vos tenés ese departamento tan grande para vos sola…

—No es grande —la interrumpí—. Es un dos ambientes. Apenas me alcanza para vivir cómoda.

Mi hermano Julián evitaba mirarme. Siempre fue así: cuando las cosas se ponían difíciles, prefería mirar para otro lado. Pero esa tarde, sentí que me traicionaba de una forma que nunca imaginé.

—Lu, pensalo… Somos familia —dijo él por fin, casi en un susurro.

Mi madre se levantó y me tomó la mano. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar.

—Hija, por favor… Ayudalos. Mariana está embarazada y no tenemos cómo ayudarlos nosotros. Vos sos la única que puede hacer algo.

Sentí un n**o en la garganta. ¿Por qué siempre era yo la que tenía que ceder? ¿Por qué mi esfuerzo valía menos solo porque era mujer, porque no tenía hijos, porque estaba sola?

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada sacrificio, cada guardia extra en el hospital, cada vez que me negué un gusto para poder pagar la hipoteca. Recordé a papá diciéndome: "Este departamento es tuyo, Lucía. Nadie te lo regaló". Pero ahora todos parecían olvidarlo.

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—Necesitamos vivir separados un tiempo, Mariana.La voz de Sebastián temblaba, pero sus ojos no se apartaban de los míos....
12/08/2025

—Necesitamos vivir separados un tiempo, Mariana.

La voz de Sebastián temblaba, pero sus ojos no se apartaban de los míos. Sentí que el mundo se detenía, que el bullicio de la Ciudad de México se apagaba tras las ventanas de nuestro pequeño departamento en la Narvarte. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que los vecinos podrían escucharlo. ¿Cómo podía estarme diciendo esto el hombre que todos decían era mi suerte hecha carne?

—¿Por qué? —pregunté, apenas un susurro, como si temiera que la respuesta fuera peor que el silencio.

Él desvió la mirada, se pasó una mano por el cabello oscuro y suspiró. —No sé si esto es lo que quiero. Siento que me estoy perdiendo a mí mismo… y no quiero arrastrarte conmigo.

Me quedé paralizada. Recordé todas las veces que mis amigas me decían: “Mariana, qué suerte tienes, Sebastián es un tipazo, trabajador, guapo, atento”. Nadie sabía de las discusiones a puerta cerrada, de los silencios incómodos después de cada pelea por dinero, por el tiempo, por su familia que nunca me aceptó del todo porque yo venía de Iztapalapa y ellos de Polanco.

Esa noche, después de que Sebastián se fue con una maleta y sin mirar atrás, me senté en el piso frío del departamento. Lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente, mi mamá llamó desde Puebla. —¿Cómo está mi niña? ¿Y Sebastián? ¿Ya pensaron en casarse?— preguntó con esa mezcla de ilusión y presión que sólo las madres mexicanas saben usar.

Mentí. Dije que todo estaba bien. ¿Cómo decirle a mi mamá que el hombre perfecto me había dejado? ¿Cómo enfrentarme a las miradas de mis amigas cuando se enteraran? En México, una mujer de treinta años sin pareja es casi un fracaso anunciado.

Los días pasaron lentos. El trabajo en la agencia de publicidad ya no me llenaba. Mis compañeros cuchicheaban cuando llegaba tarde o cuando me veían distraída. Una tarde, mientras esperaba el Metrobús en Insurgentes, vi a Sebastián del otro lado de la avenida. Iba acompañado de una mujer rubia, alta, seguramente una colega suya del banco. Sentí una punzada en el estómago.

Esa noche, mi amiga Lucía vino a verme con una botella de mezcal y una bolsa de papas. —¡Ya basta, Mariana! No puedes seguir llorando por ese güey. Hay vida después de Sebastián.— Pero yo no quería vida sin él. O eso creía.

Las semanas se convirtieron en meses. Aprendí a vivir sola. A cocinar para una sola persona. A dormir en una cama demasiado grande. Empecé a notar cosas que antes ignoraba: el sol entrando por la ventana cada mañana, el olor a pan dulce de la panadería en la esquina, los saludos del portero Don Ernesto.

Un día, mi hermana menor me llamó desde Guadalajara. —¿Por qué no vienes unos días? Te hace falta cambiar de aire.— Dudé, pero al final acepté. En el camión rumbo a Guadalajara, miré por la ventana y pensé en todas las veces que había dejado mis sueños por seguir los de Sebastián: mudarme a otra ciudad, estudiar fotografía, viajar sola.

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—¿Por qué a mí? —susurré, apretando la sábana con los dedos helados. El zumbido de la lámpara apenas iluminaba mi rostro...
12/08/2025

—¿Por qué a mí? —susurré, apretando la sábana con los dedos helados. El zumbido de la lámpara apenas iluminaba mi rostro, pero sentía el peso de la noche sobre el pecho, más fuerte que el dolor que me trajo aquí. Afuera, los gritos lejanos de la ciudad se mezclaban con el eco de mi propia tristeza. Tenía quince años y ya había perdido todo: mamá, papá, mi casa en Iztapalapa, hasta mi perro Chato. Un accidente absurdo en la carretera de Puebla me dejó sola en el mundo.

El hospital era mi nuevo hogar. Las paredes descascaradas y el olor a desinfectante me recordaban cada minuto que no pertenecía a ningún lugar. Los otros niños del albergue decían que aquí uno podía desaparecer y nadie se daba cuenta. Yo no quería desaparecer, pero tampoco sabía cómo seguir existiendo.

La primera vez que vi a Doña Mercedes fue una madrugada. Entró al cuarto arrastrando los pies, con su bata azul desteñida y una mirada cansada pero firme. —¿No puedes dormir, mija? —preguntó sin rodeos. Negué con la cabeza, tragando lágrimas. Ella se sentó a mi lado y me acarició el cabello como lo hacía mi mamá cuando tenía fiebre.

—La vida es dura, Karina —dijo en voz baja—. Pero aquí seguimos, ¿no? A veces solo necesitamos que alguien nos escuche.

No respondí. No sabía si quería hablar o gritar. Pero esa noche, por primera vez desde el accidente, sentí que alguien veía mi dolor.

Los días pasaron lentos. Las enfermeras iban y venían, pero Doña Mercedes siempre encontraba un momento para sentarse conmigo. Me contaba historias de su infancia en Veracruz, de cómo llegó a la ciudad buscando trabajo y terminó cuidando enfermos porque “nadie más quería hacerlo”. Me hablaba de su hijo, Julián, que se fue a Estados Unidos y nunca volvió a llamarla.

—A veces los hijos se pierden —decía—. Pero uno nunca deja de quererlos.

Yo pensaba en mis padres todo el tiempo. En cómo mi papá me enseñó a andar en bicicleta en el parque de La Viga, en las tortillas calientitas que hacía mi mamá los domingos. Ahora solo tenía recuerdos y un dolor punzante en el pecho que los doctores no sabían explicar.

Una tarde, mientras afuera llovía a cántaros y las goteras hacían charcos en el pasillo, escuché a dos médicos hablar cerca de la puerta:

—La niña no tiene familia —decía uno—. El DIF está saturado. ¿Qué vamos a hacer con ella?

Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Qué iban a hacer conmigo? ¿Me dejarían aquí hasta que me olvidaran?

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