15/12/2025
LOS PROXENETAS DE LA LIBERTAD
Hay una palabra que los poderosos de medio mundo han manoseado hasta dejarla irreconocible: LIBERTAD. La invocan la ultraderecha, los autoritarios de traje y los autoritarios de uniforme ideológico. El Partido Popular y Vox en España, Kast en Chile, Milei en Argentina, Trump en Estados Unidos u Orbán en Hungría la agitan como coartada. Pero también lo hacen regímenes que se autodefinen comunistas o antiimperialistas, como China o Corea del Norte, y gobiernos como los de Daniel Ortega en Nicaragua o Nicolás Maduro en Venezuela. Distintos discursos, mismo resultado: libertad para unos pocos, obediencia para el resto.
La fórmula es conocida. En la derecha extrema, la libertad se reduce al mercado y al privilegio. Libertad para privatizar servicios públicos, para despedir sin coste, para eliminar sindicatos y para que el dinero mande. En nombre de esa libertad se recortan la sanidad, la educación y la vivienda, se persigue a migrantes y se criminaliza la protesta. La desigualdad no es un fallo del sistema, es el sistema funcionando.
En los regímenes autoritarios de otros colores, el truco cambia de envoltorio pero no de contenido. Se habla de soberanía, estabilidad o revolución mientras se aplasta la disidencia, se controla la prensa y se vigila a la población. China presume de orden y crecimiento mientras niega derechos básicos. Corea del Norte lleva el culto al líder a niveles grotescos. Ortega y Maduro justifican la represión en nombre del pueblo mientras persiguen a ese mismo pueblo cuando se organiza fuera del control del Estado.
Unos privatizan y otros estatizan, pero ambos coinciden en algo esencial: desconfían de la gente. No creen en la autonomía, ni en la organización desde abajo, ni en la crítica. Necesitan ciudadanos obedientes, consumidores dóciles o militantes silenciosos. La libertad real les estorba porque no se deja dirigir.
Por eso es una estafa hablar de libertad sin derechos. La libertad no es una consigna vacía ni un concepto abstracto que se pueda gritar en un mitin. No es libre quien no puede ir al médico sin mirar la cuenta corriente, ni quien no puede educar a sus hijos sin endeudarse de por vida. No es libre quien acepta cualquier empleo por miedo al despido, ni quien calla para no perderlo. Tampoco lo es quien vive con la amenaza permanente de ser detenido, vigilado o represaliado por opinar distinto, afiliarse a un sindicato, organizarse con otros o publicar una crítica incómoda.
No hay libertad donde el mercado decide quién vive con dignidad y quién sobra. Ni donde el Estado reparte permisos para pensar, hablar o protestar. Cuando los derechos se convierten en privilegios o concesiones revocables, la libertad deja de ser un derecho colectivo y pasa a ser una herramienta de control. Y eso, lo vista quien lo vista de ideología, tiene otro nombre.
La libertad de verdad no cabe en proyectos autoritarios ni en programas neoliberales. No es un eslogan ni una bandera. Es una práctica cotidiana que necesita condiciones materiales y garantías colectivas. Significa igualdad real, servicios públicos fuertes, derechos laborales, libertad de expresión y organización, y ausencia de miedo. Significa que nadie quede fuera por su origen, su clase o su forma de pensar.
Esa libertad es incompatible con líderes fuertes, mesías económicos o partidos que se arrogan la representación exclusiva del pueblo. Requiere lo contrario: poder distribuido, control social desde abajo y respeto escrupuloso a los derechos. Todo lo que hoy atacan, desde trincheras ideológicas distintas pero con la misma pulsión de mando, quienes viven de prostituir una palabra que nunca han defendido. La libertad no necesita proxenetas. Necesita gente libre.