13/08/2025
El padre había pasado su vida entera remando contra la corriente. Nació en la pobreza, creció sabiendo lo que era tener hambre y aprendió que cada billete tenía detrás horas de sudor y sacrificio. Desde joven soñaba con que su hijo tuviera una vida distinta, que no conociera de cerca esa lucha diaria por lo básico. Trabajó en oficios duros, de esos que dejan las manos agrietadas y la espalda cargada, siempre guardando un poco de lo poco que ganaba, imaginando el día en que pudiera entregarle algo que representara más que un simple objeto: un símbolo de esfuerzo, de amor, de orgullo.
Cuando su hijo cumplió dieciocho años y estaba a punto de entrar en la universidad, creyó que había llegado ese momento. Le entregó las llaves de un Renault 12 en impecable estado, carrocería entera, motor confiable, tapicería limpia y esa sensación inconfundible de máquina noble, hecha para durar. No era nuevo, pero para él era mucho más que eso. Era su manera de decirle: “Aquí tienes, hijo, una herramienta para abrir caminos, para llegar lejos, para demostrarte que no siempre hay que esperar a que la vida te dé… a veces uno mismo se lo gana”.
El joven recibió las llaves y sonrió, pero su mirada no tuvo el brillo que el padre esperaba. Le agradeció, sí, pero en su voz había algo distante, como si el regalo no encajara con el mundo que imaginaba para sí mismo. Pasaron los días y el Renault permanecía inmóvil, siempre en el mismo lugar del patio, acumulando polvo como si fuera una pieza de museo que nadie quiere visitar. El padre lo notaba, pero prefería creer que eran los nervios de la universidad, que pronto lo usaría.
Hasta que una tarde, incapaz de seguir callando, le preguntó directamente: “¿Por qué no usas el auto?”. El hijo lo miró unos segundos, dudando, y luego soltó la frase que el padre temía escuchar: “Es que… me da vergüenza. En la universidad todos tienen autos nuevos, modernos, con pantallas y cosas… Este no. No me gustan tanto las cosas viejas”.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier discusión. El padre sintió un n**o en la garganta. No era solo el desprecio hacia un vehículo que había cuidado como un tesoro, era el rechazo a todo lo que ese Renault representaba: el esfuerzo de años, las horas extras, los sacrificios invisibles, las ilusiones tejidas a base de paciencia. Era como si, en un solo instante, el hijo hubiera dado la espalda a la historia que lo había traído hasta allí.
No dijo mucho más. Se limitó a asentir, con la mirada baja, como si buscara fuerzas para no dejar ver la herida. Esa noche, mientras miraba el Renault estacionado bajo una farola, pensó en lo mucho que había cambiado el mundo. La juventud, reflexionó, parece medir el valor de las cosas por su brillo y novedad, no por las huellas de la historia ni por el significado que guardan.
Y ahí, entre la luz amarilla y las sombras, comprendió que no le dolía que el hijo no condujera el auto. Le dolía que no supiera conducir la gratitud. Porque un día, quizás demasiado tarde, entendería que algunos regalos no se reciben con las manos… sino con el corazón.