30/06/2025
Con el tiempo, he llegado a pensar que una gran parte del sufrimiento que traen las personas a terapia no proviene tanto de lo que les sucede, sino de lo que no pueden permitirse desear.
No hablo de deseos superficiales o caprichos pasajeros. Hablo de ese deseo profundo que habita en nosotros, que no se elige, que a veces ni siquiera se formula con palabras, pero que late ahí, insistentemente.
Muchas personas llegan a terapia porque han pasado años actuando en función de lo que debían, lo que se esperaba o lo que hacía falta para mantener una identidad o sentimiento de pertenencia.
Hay una brecha entre lo que viven y lo que de verdad las mueve por dentro. Y esa brecha se traduce en ansiedad, insatisfacción, apatía, vacío... a veces sin causa aparente.
Lo paradójico es que el deseo, cuando no se escucha, no desaparece.
Por eso, la terapia no es tanto un lugar donde se le dice a alguien qué hacer, sino un espacio donde esa persona puede empezar a reconocer cuál es el deseo que la habita, y a preguntarse si está dispuesta a hacerse responsable de él.
Porque desear también da miedo. Porque desear conlleva elegir, y toda elección implica una pérdida. Pero cuando alguien logra, aunque sea por un instante, actuar conforme al deseo que habita en él o en ella, algo cambia. La vida recupera dirección. Ya no se trata solo de sobrevivir, ni de hacer lo que toca, sino de vivir con una cierta verdad, con una cierta coherencia interna.
Eso, creo, es uno de los mayores logros terapéuticos: reconciliarse con el propio deseo, no como una meta concreta, sino como un hilo que guía desde dentro. Un hilo que, si se sigue, lleva a una vida más auténtica, aunque no siempre más fácil.