17/12/2025
El objetivo de esta publicación no es asustar pero es necesario hablar sobre esto.
El problema de la restricción no es solo cuánto se come, sino durante cuánto tiempo y desde dónde. Al inicio, el cuerpo parece adaptarse: hay sensación de ligereza, incluso de eficacia. El rendimiento cognitivo puede parecer intacto, el refuerzo social aparece (“qué fuerza de voluntad”, “qué bien te cuidas”), y la persona suele sentir que controla. Pero aquí empieza la trampa: el TCA no irrumpe de golpe, se infiltra.
A nivel fisiológico, la restricción prolongada activa mecanismos de supervivencia que no se perciben como patológicos en el corto plazo. Disminuye el gasto energético basal, se altera la señalización hormonal (leptina, grelina, cortisol), se desregula el eje hipotálamo-hipófisis-gonadal. Nada de esto “duele” de inmediato. No hay alarma. Solo un cansancio que se interpreta como normal, un frío constante que se banaliza, una amenorrea que se racionaliza, una bradicardia que se celebra como “buena forma”.
Pero ahí no acaba la cosa. La restricción sostenida estrecha el campo mental. Literalmente. Reduce la flexibilidad cognitiva, empobrece la toma de decisiones y rigidiza el pensamiento. La vida se vuelve pequeña: comer, no comer, compensar, planificar. El mundo interno gira alrededor de la restricción mientras la persona cree que simplemente está siendo disciplinada.
Aquí es donde el TCA atrapa. No mediante el terror, sino mediante la habituación. La persona no siente que esté empeorando; siente que esto ya es lo normal. Y ese es el punto clínico más peligroso: cuando el deterioro deja de vivirse como deterioro.
Por eso es tan complicado salir de un TCA y por la misma razón, es urgente tratar de romper el ciclo.