16/09/2025
EFEMÉRIDE DEL MES. Francisco de Quevedo y Villegas, nació y falleció en el mes de septiembre, por extraña coincidencia del destino o, como dejó escrito: «cuando comienzan las desgracias en uno, parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas traían a otras».
En concreto, nació un 14 septiembre de 1580 y falleció el 8 de septiembre de 1645, siendo una de las voces más insignes y complejas del Barroco español, ejemplo sublime de la profundidad intelectual y el ingenio insobornable que marcaron el Siglo de Oro.
Su vida, marcada tanto por su ardoroso talento como por una existencia turbulenta y atormentada, ofrece hoy motivos de conmemoración y reflexión.
Quevedo fue hijo de una familia cortesana, lo que facilitó su contacto temprano con los círculos de poder. Sufría una serie de dolencias físicas: era miope y cojo, lo que sumado a un carácter violento, tímido y mordaz, lo convirtió en un hombre aislado pero lúcido, refugio y estandarte de las letras. Estudió Humanidades en Alcalá de Henares y Teología en Valladolid, donde comenzó a gestarse la mítica rivalidad con Góngora, tan literaria como personal.
Su vida pública fue igualmente intensa: secretario y agente del duque de Osuna, político en los intrincados meandros cortesanos, caballero de la Orden de Santiago, y víctima frecuente del exilio y la prisión debido a sus disputas y sus sátiras. Conoció los extremos del poder y del bajo mundo, y su existencia estuvo teñida por un pesimismo lúcido, reflejo de la España convulsa de su tiempo.
Quevedo fue el gran representante del conceptismo: su dominio del lenguaje, el alarde retórico y el juego intelectual desafiaron el convencionalismo de la época y opusieron ingenio a la ornamentación del culteranismo gongorino.
Cultivó todos los géneros: sonetos de amarga trascendencia y dolor, letrillas y romances mordaces, ensayos morales y políticos, y obras en prosa tan emblemáticas como «La vida del Buscón (o Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños)».
Su producción oscilaba desde la sátira feroz hasta las meditaciones filosóficas y religiosas; la huella existencial de la muerte, el tiempo y el sentido del vivir resuena en cada uno de sus versos.
Uno de sus sonetos más universales, “Amor constante más allá de la muerte”, se enseñorea en la historia de la poesía española:
«Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso lisonjera;
mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
médulas, que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado».
Quevedo era un hombre de costumbres austeras y excentricidad intelectual: viajaba a menudo con más de cien libros y llegó a reunir una biblioteca personal que superaba los cinco mil ejemplares, todo un tesoro en pleno siglo XVII. Sufrió el acoso durante la infancia por su cojera y miopía; de hecho, la Real Academia Española recoge hoy el término “Quevedos” para designar las gafas redondas sostenidas por la nariz, en homenaje a las que él utilizaba.
Su mordacidad no lo abandonó ni en el umbral de la muerte: preguntado por un amigo si debía pagar músicos para su entierro, Quevedo respondió: «La música, páguela quien la oyere».
Enfermo y agotado tras una vida de pasiones y luchas, Quevedo se retiró a Torre de Juan Abad, pero marchó finalmente a Villanueva de los Infantes en busca de médico y botica, lugares que no existían en Torre. Allí, en el convento de los Dominicos, dictó sus últimas disposiciones.
Murió en aquel cuarto, un 8 del mismo mes septiembre que nos contempla, aunque de 1645; sus restos están enterrados en la cripta de San Andrés Apóstol de la misma localidad. La muerte, que tanto le ocupó en su obra, fue para él motivo de lucidez y resignación, reflejado en el soneto que escribió en sus postrimerías:
“Ya formidable y espantoso suena
dentro del corazón el postrer día;
y la última hora, negra y fría,
se acerca, de temor y sombras llena.
Si agradable descanso, paz serena
la muerte en traje de dolor envía,
señas da su desdén de cortesía:
más tiene de caricia que de pena.
[...]
mi vida acabe, y mi vivir ordene.”
La causa de su muerte se debió principalmente al agravamiento de sus enfermedades, seguramente derivadas de su vida ajetreada y sus padecimientos físicos. La muerte lo halló lúcido, satírico y resignado, fiel a su temperamento hasta el último latido.
Hoy, en el mes aniversario de su nacimiento y fallecimiento, es justo recordar a Quevedo como un espíritu libre y crítico, cuya mirada vivaz sigue iluminando la literatura universal, y cuyos versos –inmortales y desgarrados– todavía nos interpelan desde la ceniza, «polvo enamorado».