04/10/2025
En el corazón de Madrid, en la majestuosa Plaza Mayor, se alza la imponente estatua ecuestre de Felipe III, monarca inmóvil que vigila el ir y venir de los siglos. Su caballo de bronce, orgulloso y altivo, guarda en su interior una historia tan triste como curiosa, una historia que el pueblo bautizó con un nombre inquietante: el Cementerio de los Gorriones.
Cuentan los viejos madrileños que, cuando la estatua fue colocada en la plaza, el caballo tenía la boca abierta. A través de aquel pequeño hueco, los gorriones —tan abundantes en la ciudad— encontraban refugio del frío, la lluvia y el bullicio de los hombres. Uno tras otro, los pajarillos se colaban en la oscura oquedad del bronce, buscando descanso entre los pliegues metálicos del estómago del corcel.
Pero el camino de regreso era imposible. Las alas no cabían por el estrecho orificio, y los pobres gorriones quedaban atrapados para siempre dentro del caballo. Día tras día, año tras año, la estatua se fue llenando de diminutos esqueletos, hasta convertirse en una tumba silenciosa y secreta: el insólito cementerio de los gorriones.
Pasaron los siglos, y nadie sospechaba el macabro contenido del monumento. Hasta que, ya en tiempos convulsos, durante los años de la Segunda República, alguien —dicen unos que por travesura, otros que por protesta— introdujo un petardo en la boca del caballo. La explosión resonó en la plaza… y con ella, el aire se llenó de un polvo extraño, de plumas y pequeños huesos que cayeron sobre el empedrado.
Entonces, el secreto fue revelado: el noble corcel era, en realidad, un panteón diminuto.
Conmovidos y horrorizados, las autoridades mandaron soldar la boca del caballo, para que jamás volviera a repetirse aquella tragedia de los gorriones prisioneros.
Y así, desde entonces, la estatua de Felipe III contempla Madrid con los labios sellados, guardando en su interior —dicen algunos— el recuerdo de aquellas aves que hallaron su último reposo en el bronce de un rey.