16/11/2025
—¿Qué haces aquí? —le pregunté a Sergio, con la voz temblorosa, mientras sostenía la foto de mis padres entre las manos. Era una tarde gris en Madrid, seis meses después del accidente que se los llevó. La casa olía todavía a su perfume, y yo me aferraba a cada rincón como si así pudiera retenerlos un poco más.
Sergio no respondió enseguida. Apoyó su maleta en el suelo y me miró con esos ojos verdes que, hasta entonces, solo había visto en fotos antiguas. Era mi hermano, sí, pero apenas nos conocíamos. Hijo del primer matrimonio de mi padre, criado en Valencia, siempre distante, casi un fantasma en las reuniones familiares.
—He venido porque... porque esto ya no es tuyo, Lucía —dijo al fin, evitando mi mirada.
Sentí un frío recorriéndome la espalda. No entendía nada. ¿Cómo que no era mío? Mis padres me lo habían dejado todo, o eso creía. La casa, los recuerdos, incluso el pequeño piso en la playa de Benidorm donde pasábamos los veranos. Todo lo que me quedaba de ellos.
—¿De qué hablas? —susurré, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de mí.
Sergio sacó unos papeles arrugados de su mochila. Los extendió sobre la mesa del comedor, donde aún quedaban las marcas de las tazas de café de mamá. Eran documentos legales: testamentos, escrituras, notificaciones del notario. Todo perfectamente sellado y firmado.
—Papá nunca cambió el testamento —explicó—. Por ley, me corresponde la mitad de todo. Y... bueno, he decidido vender mi parte. Ya he hablado con un abogado.
El mundo se me vino abajo. No solo por la frialdad con la que lo decía, sino porque en ese instante supe que iba a perderlo todo. No tenía dinero para comprarle su parte ni fuerzas para pelear en los tribunales. El sistema legal español era claro: los herederos forzosos tienen derecho a su legítima. Y yo no podía hacer nada.
Las semanas siguientes fueron un in****no. Sergio venía cada día con nuevos papeles para firmar. Yo lloraba por las noches en mi habitación de infancia, rodeada de peluches y libros viejos. Mis amigas intentaban animarme: “Busca ayuda legal”, “No te rindas”, “Habla con tu tía Carmen”. Pero nadie podía cambiar la ley ni devolverme a mis padres.
Una tarde, mientras recogía mis cosas para mudarme a un pequeño estudio en Lavapiés, encontré una carta escondida entre los libros de mamá. Era para mí:
"Querida Lucía,
Si lees esto es porque ya no estoy. Quiero que sepas que te quiero más que a nada en el mundo. Sé que la familia es complicada y que Sergio y tú nunca habéis tenido oportunidad de conoceros bien. Pero intenta no guardar rencor. La vida es injusta a veces, pero tú eres fuerte. No te aferres a las paredes: el hogar está donde tú estés.
Con amor,
Mamá"
Lloré durante horas abrazada a esa carta. ¿Cómo podía no guardar rencor? Sergio había venido solo a reclamar lo suyo, sin importarle cómo me sentía yo. Pero al mismo tiempo, ¿qué sabía yo de su vida? ¿De sus carencias? ¿De lo que había perdido él?
El día que entregué las llaves de la casa fue uno de los más duros de mi vida. Sergio estaba allí, esperando en la puerta con una inmobiliaria. No nos dijimos nada; solo crucé la mirada con él y vi algo parecido al remordimiento en sus ojos.
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