23/12/2025
SOVIÉPICA
Fumar un habano en soledad es como tocar el piano para nadie: la música suena lo mismo, sí, pero no se aprecia igual. Los habanos reclaman compañía, complicidad, comunión, hasta el punto de que la amistad suele ser el elemento imprescindible en una cata, mucho más que la textura, el tiro o la combustión. Dicen, con razón, que el oído es el único sentido que no interviene a la hora de apreciar un buen tabaco, pero la conversación con un buen amigo, mano a mano entre calada y calada, es el mejor complemento para el humo. Apenas recuerdo un solo habano de los cientos y cientos que habré fumado solo, generalmente luchando contra la página en blanco, mientras que casi todos los que he disfrutado junto a amigos tienen nombre y apellidos, fecha y hora, un tiempo y un lugar en mi memoria.
Entre todos ellos, hay una vitrina para el Partagás Serie D No. 4 que fumamos Víctor Andresco y yo en el puerto del Pireo, después de un almuerzo homérico a base de pescado, frente al mar color de vino de la Odisea. Víctor me había invitado a una lectura en el Instituto Cervantes de Atenas y, al momento de conocernos, nos hicimos amigos para siempre, amigos de ésos que yo llamo retrospectivos, con los que parece que hubieras ido al colegio. Según estábamos comiendo, íbamos descubriendo que teníamos no sólo gustos parecidos, sino amistades y enemistades comunes, entre las cuales, aparte de unos cuantos nombres propios, estaban el amor a la literatura y a los habanos.
Víctor Andresco acaba de publicar un libro, Soviépica, en la editorial Reino de Cordelia, donde narra sus recuerdos durante el derrumbe de la Unión Soviética, cuando estudiaba en la Universidad Internacional Patricio Lumumba en Moscú. No es una autobiografía, sino más bien una novela amasada con hechos reales, aunque siempre hay que tener en cuenta que los hechos reales están desfigurados por el tamiz de la memoria. Examinado a fondo, cualquier texto autobiográfico —desde Julio César y San Agustín— contiene imprecisiones y elementos ficticios, mientras que la mayoría de las ficciones se nutren en mayor o menor medida de hechos reales.
Fabián, el alter ego de Víctor en la novela, es dueño de una agencia de viajes en Madrid y está a punto de entrar en la cincuentena cuando acude al entierro de uno de los amigos becarios con los que estudió en la URSS. Entonces descubre que una conspiración o un malentendido lo ha mantenido alejado de aquel núcleo de amistades durante décadas, Para deshacer el entuerto, emprenderá una búsqueda por las ciudades de su juventud, Minsk y Moscú, y se reencontrará con sus viejos camaradas al tiempo que se pregunta, entre el estupor y el humor, por el rumbo que ha tomado su vida.
En sus páginas, aparte de la cultura inmensa de un traductor de Tolstoi, Chéjov y Turguéniev, de las reflexiones al hilo de la perestroika, y de las carcajadas con las que tropezaba a cada rato, no dejé de encontrarme con viejos amigos y amigas comunes. Hasta me reencontré conmigo mismo fumando un habano con Víctor en la Plaza de la Paja, en Madrid, porque las cuatro o cinco veces que he disfrutado de su compañía siempre estuvimos amparados bajo el humo de un puro.
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