08/12/2025
🎄 “El Cascanueces del Día 8 en nuestro calendario de adviento”
Adaptación original
Sofía llevaba días esperando el momento de abrir la ventanita número 8 de su calendario de Adviento. Era una tradición que había compartido toda su vida con su abuela Lucía, quien cada diciembre le decía:
—Abrir un día del Adviento es como abrir una puerta del alma.
Pero este era el primer año que Sofía pasaba la Navidad sin ella. Por eso, cuando despertó aquella fría mañana, el aire parecía más silencioso, y la casa más grande y más vacía que de costumbre.
Aun así, con un suspiro y una sonrisa melancólica, se acercó al calendario colgado en la pared. La ventanita del día 8 era distinta: tenía un brillo suave, como si alguien la hubiera pulido con cariño.
La abrió con cuidado.
Dentro no había chocolate ni caramelos… sino un cascanueces diminuto, tallado con un detalle sorprendente. Llevaba una capa roja aterciopelada y unos ojos azules que parecían guardar una historia muy antigua. Sofía lo sostuvo con delicadeza, recordando de pronto que su abuela coleccionaba cascanueces y que siempre decía que algunos "tenían misión".
Entonces escuchó una voz muy bajita:
—Gracias por despertarme. Hoy te necesito.
Sofía casi dejó caer al pequeño soldado.
—¿Tú… hablas?
—Solo cuando alguien con un corazón lleno de recuerdos me escucha —respondió con una sonrisa dulce—. Y hoy, pequeña amiga, debemos traer luz donde falta.
La nostalgia le apretó el pecho. Quizás, pensó, este cascanueces era un último regalo de su abuela, uno que había dejado listo sin que Sofía lo supiera.
—¿Qué misión tenemos? —preguntó ella, limpiándose una lágrima que resbalaba sin permiso.
—Buscar un corazón que se haya quedado frío —dijo él con serenidad—. La Navidad necesita que todos vuelvan a sentir.
Sofía pensó inmediatamente en don Ernesto, su vecino anciano, aquel que ya no decoraba su casa ni saludaba desde la ventana. Desde que enviudó hacía dos años, parecía que vivía dentro de un invierno permanente.
—Creo que sé a quién debemos visitar —dijo Sofía, con un calorcito suave creciendo en su pecho.
Se colocó bufanda y abrigo, y salió con el cascanueces en la mano. Al llegar a la puerta del vecino, dudó un momento. La madera estaba fría, como si incluso la casa contuviera el aliento.
Tocó.
Don Ernesto abrió despacio, con el gesto cansado y sorprendido.
—Buenos días, Sofía. ¿Ocurre algo?
Ella respiró hondo.
—Solo quería traerle un recuerdo de la Navidad. Pensé que… quizá le gustaría.
Le extendió el pequeño cascanueces. Y por un instante, algo increíble ocurrió: el anciano lo tomó entre sus manos con un cuidado casi reverente, como si aquel objeto despertara algo adormecido dentro de él.
Sus ojos se humedecieron, y dijo en un murmullo tembloroso:
—Mi esposa adoraba los cascanueces. Cada año comprábamos uno juntos…
La voz se le quebró, pero también apareció una sonrisa, tímida, sincera, como la primera chispa de un fuego que había estado apagado.
—Gracias, Sofía. No sabes lo que significa para mí.
En ese momento, Sofía sintió un calor profundo en el corazón, una mezcla de nostalgia y alegría, de tristeza y esperanza. Apretó la mano del anciano y él le devolvió el gesto.
Cuando bajó la vista a su propia mano, se dio cuenta de que el cascanueces había desaparecido, dejando en su palma un destello dorado.
Como si hubiera cumplido su misión y regresado… quién sabe a dónde.
Aquella noche, al mirar por la ventana, vio la casa de don Ernesto brillando con luces por primera vez desde hacía años.
Y aunque extrañaba a su abuela con cada latido, sintió que ella estaba allí, entre las luces suaves, en la magia inesperada, en la bondad compartida.
El día 8 había sido, sin duda, una puerta abierta del alma.