06/12/2023
Hasta que el Alzheimer nos separe.
Por Adriana Chávez García-Rendón
Después de los primeros meses de descubrimiento del “yo real” de la pareja, la decisión y la voluntad parecen ser las únicas conductas que permiten que una relación se extienda en el tiempo, más allá del naufragio por los rifirrafes (siempre que estos no pasen a la categoría de maltrato).
Quienes han cesado en su voluntad y decisión de sortear los temporales, para buscar el amor en otros atractivos prados apacibles a la vista, pasado un tiempo han vuelto a sacar el chubasquero y a saltar huyendo con las botas de agua.
Y es que, huyendo insistentemente de los problemas, ignoran habrían encontrado el amor a la vuelta de la comunicación y los pactos.
En un estudio informal que he realizado a lo largo de quince años, desde que produje y realicé el documental “Abuelos: palabras mayores”, he recopilado cientos de testimonios sobre crisis, rupturas, reconciliaciones, divorcios y segundos y terceros cambios de pareja.
Incluyendo mi propia experiencia, mi desoladora conclusión es que el amor no es algo que se encuentra al principio de una relación sino con la superación de catástrofes conyugales. A esa fascinación inicial no se le debería llamar enamoramiento. Su nombre correcto debería ser “atracción”.
Y si bien la atracción es imprescindible para que una pareja tenga una pequeña cohesión inicial, que permita que cada parte soporte la colisión contra el “yo real” de la otra, en las parejas de larga duración, tal parece que, lo que ha fortalecido tanto la decisión como la voluntad de continuar juntos en cada uno de los miembros de la pareja, es el denostado “deseo de interdependencia”.
Por observación o por imitación, hicieron suya la consigna de que es mejor “llegar a viejos” junto a otra persona, creando fuertes lazos de complicidad durante los años transcurridos.
En cambio, para aquellas personas que han manifestado ser independientes desde temprana edad, el amor parece ser algo inalcanzable o inexistente, porque lo ven trasladarse de progenitores a descendientes, es decir, que han sentido el amor de sus progenitores, y en el mejor de los casos han sabido darlo a sus descendientes, pero no lo han conservado en ninguna de las relaciones que hayan intentado aparentemente bajo los efectos de la atracción (al que erróneamente llamamos enamoramiento).
Todas las personas con las que he hablado a lo largo de estos 15 años han expresado haber amado a aquellas otras que han formado parte importante de su vida, y en todos los casos han confesado haberse dado cuenta de su magnitud con el paso de los años e incluso con su ausencia.
Esto me ha roto los esquemas con una tristeza enorme: no tengo tiempo ya por delante para crear una relación que, al mirar hacia atrás, me arranque ese suspiro profundo que exhalo al recordar a las personas que sí he amado: aquéllas con las que al mismo tiempo nos crecieron espinas e insomnios, al batirnos a dúo con los gigantes y con los molinos de viento de la convivencia.
Y es que, quizá sugestionada por la insistencia de los cientos de personas que continúan sin éxito buscando el amor después de los 60 años, yo le rindo homenaje a los 20 durante los cuales crecí junto al hombre que amaba y, que hace casi quince decidió abandonar el barco.
Moriré junto a la única persona a la que tanto me ha costado aprender a amar y hasta que el Alzheimer nos separe: yo misma.