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Ankor Inclán ¡Bienvenid@ a mi página! Reflexiones, parábolas, filosofía de vida, motivación y humor espiritual. Colaborador de Alejandro Jodorowsky.
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CUANDO LAS MUJERES NO TENÍAN NOMBREEra 1963. En un pequeño pueblo del norte de México, las mujeres no firmaban. Cocinaba...
14/09/2025

CUANDO LAS MUJERES NO TENÍAN NOMBRE

Era 1963. En un pequeño pueblo del norte de México, las mujeres no firmaban. Cocinaban, limpiaban, obedecían. No hablaban de política. No salían solas. Y desde luego, no ponían su nombre en ningún sitio importante.

Pero Clara sí lo hizo.

Tenía 19 años y un corazón tan rebelde como bondadoso. Vivía con su madre y su abuela, dos mujeres que se pasaban la vida pidiendo permiso para existir. Su padre había mu**to cuando ella tenía 6. Desde entonces, el silencio en casa era una regla no escrita.

Una tarde, Clara fue a inscribirse como voluntaria para alfabetizar a mujeres del campo. El proyecto era parte de una nueva iniciativa del gobierno, pero en su pueblo, eso sonaba como herejía.

—¿A enseñar a mujeres? —dijo el funcionario del registro, un hombre regordete con bigote—. ¿Y para qué, señorita? ¿Para que luego se les ocurra votar o irse de la casa?

Clara no respondió. Solo escribió su nombre en mayúsculas: CLARA MARTÍNEZ DE LA TORRE.

Y entonces empezó todo.

Viajaba en b***o a rancherías lejanas, con libros viejos, una pizarra de cartón y tizas envueltas en un pañuelo. Enseñaba a leer escribiendo los nombres de las mujeres que nunca antes los habían escrito.

—¿Para qué quiero saber escribir mi nombre si nadie me lo pregunta? —le dijo un día una anciana llamada Tomasa.

—Porque si no sabes escribirlo, otros lo harán por ti —respondió Clara.

En cuestión de meses, más de 30 mujeres del pueblo sabían leer y escribir. Aprendieron a firmar. A leer recetas, cartas, y hasta pasajes de la Biblia por sí mismas.

Y un día, una de ellas, Juana, se negó a firmar un contrato de trabajo donde la explotaban como sirvienta sin salario.

—Ahora sé lo que dice ese papel. Y no lo acepto —dijo firme, con la dignidad de quien aprende su valor letra por letra.

Pero no todos estaban contentos.

El párroco del pueblo dio un sermón:

—La mujer fue hecha para el hogar. Las letras son tentación. Ser sabio no es lo mismo que ser santo.

Y esa semana, le prendieron fuego a la casita donde Clara guardaba sus libros.

Ella lo supo. El mensaje era claro: Calla. Vuelve a tu sitio.

Pero no volvió.

En lugar de rendirse, convocó a todas sus alumnas en la plaza del pueblo. Llevaban letreros hechos a mano. En uno de ellos se leía:
“Escribir nuestro nombre es empezar a existir.”

Ese día nadie se rió. Nadie se burló. Algunos hombres bajaron la mirada. Otros se alejaron. Pero no hubo gritos. Solo un silencio incómodo. El de una verdad que ya no podía taparse.

Años después, Clara se convirtió en directora de una escuela. Y todas las niñas aprendían a escribir su nombre antes de los siete años.

La historia no salió en los periódicos. No hay placas ni estatuas. Pero en ese pueblo, desde entonces, ninguna mujer volvió a ser “la esposa de”, “la hija de” o “la sirvienta de”.
Fueron Clara, Tomasa, Juana…
Mujeres con nombre. Con voz. Con historia.

EL MONJE Y LAS CENIZASEn el monasterio de Sōgen-ji, los discípulos se dividían las tareas: unos copiaban sutras, otros e...
14/09/2025

EL MONJE Y LAS CENIZAS

En el monasterio de Sōgen-ji, los discípulos se dividían las tareas: unos copiaban sutras, otros enseñaban a los novicios, algunos atendían a los peregrinos. Todos querían oficios visibles, aquellos que mostraban disciplina y conocimiento.

Solo una tarea era evitada: limpiar las cenizas del brasero comunal. Cada mañana, al amanecer, alguien debía sacar las cenizas húmedas y ennegrecidas, cargarlas en un cubo y llevarlas hasta el río para arrojarlas. Nadie la quería porque ensuciaba las manos y no dejaba mérito alguno.

Un joven llamado Itsuro, recién llegado al templo, se ofreció voluntario.
—¿Por qué eliges eso? —preguntaron los demás—. No aprenderás nada barriendo cenizas.

Itsuro sonrió.
—Precisamente por eso.

Durante semanas, se levantaba antes que los demás, recogía las cenizas en silencio y caminaba al río. A veces, el viento le llenaba la cara de polvo. Otras, la lluvia lo empapaba. Pero nunca se quejaba.

Un día, el abad Ryūsei lo vio volver con las manos manchadas.
—¿Qué has aprendido de las cenizas? —preguntó.

Itsuro respondió:
—Que no importa cuánto brille el fuego de anoche, siempre acaba en ceniza. Y que incluso la ceniza, si se devuelve al río, nutre la tierra.

El maestro asintió, satisfecho.

Los otros discípulos empezaron a notar un cambio. Mientras ellos competían por destacar en las ceremonias, Itsuro irradiaba una calma distinta, como si cada ceniza que arrojaba al río hubiera limpiado también su corazón.

Un día, un visitante extranjero observó la rutina del monasterio y preguntó al abad:
—¿Cuál de sus discípulos es el más avanzado?

Ryūsei señaló a Itsuro, que en ese momento regresaba con su cubo vacío.
El visitante se sorprendió.
—¿Ese joven que solo limpia cenizas?

El maestro respondió:
—Sí. Porque comprendió lo que ustedes aún no: que ninguna tarea es pequeña si se hace con plena atención. El ego busca brillo, la sabiduría se oculta en lo humilde.

Esa noche, mientras el viento esparcía el aroma de los pinos, Ryūsei reunió a los discípulos y dijo:
—El que acepta con gratitud hasta la labor más baja, ya camina en la cima de la montaña.

Desde entonces, nadie volvió a despreciar las cenizas. Y cada vez que un nuevo novicio llegaba al monasterio, Itsuro le ofrecía acompañarlo al río al amanecer. Allí, con las manos manchadas y el corazón limpio, enseñaba en silencio la lección que no cabía en ningún sutra:

“La humildad no es hacer menos, es hacer con total presencia, incluso lo que nadie ve.”

¿Qué planes tienen para el domingo?
14/09/2025

¿Qué planes tienen para el domingo?

LA PRIMERA CITA Y EL PELIGRO INTESTINALTenía una cita.La primera en meses. O años. No quiero contar.Su nombre: Lucía.Psi...
14/09/2025

LA PRIMERA CITA Y EL PELIGRO INTESTINAL

Tenía una cita.

La primera en meses. O años. No quiero contar.

Su nombre: Lucía.
Psicóloga, divertida, guapísima. La conocí en una librería cuando se me cayó un libro encima… y también mi dignidad.

—¿Te dolió? —me dijo mientras me ayudaba a levantarme.

—Solo el orgullo —respondí, con voz nasal porque el libro me había aplastado la cara.

Nos reímos. Me dio su número. Y yo pensé: ya está. Este es el destino. O una broma muy elaborada de Dios.

Una semana después, estábamos sentados en un restaurante de moda. Todo iba bien… hasta el hummus.

Nunca confíes en el hummus.
Menos si tiene comino. Menos si eres intolerante al comino. Menos si tú, como yo, tienes un estómago traicionero con vocación de trompeta.

Pero claro, uno quiere quedar bien. Así que fingí estar bien.

—¿Te gusta la comida exótica? —me preguntó Lucía.

—¡Me encanta! —dije mientras mi abdomen gritaba en arameo.

De pronto, una punzada.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí, sí. Es solo… emoción. Por la cita. O el hummus que me está dando abrazos internos.

Entonces, llegó el momento fatal: Lucía dijo la frase más peligrosa de la noche:

—¿Quieres venir a mi casa a tomar un té?

En cualquier otra situación, habría dicho “¡sí!” sin pensarlo. Pero en ese momento, lo único que quería era ir al baño más cercano, despedirme de la vida y dejar un testamento firmado por mis intestinos.

Pero dije que sí. Porque soy un id**ta romántico.

Subimos a su piso. Piso pequeño. Piso silencioso. Piso con acústica de catedral.

—¿Te apetece un té de menta? —preguntó.

—Mejor uno de anís… por… motivos personales.

Nos sentamos en el sofá. Todo era perfecto. Todo, excepto el monstruo que crecía dentro de mí. Una criatura gaseosa, rebelde, lista para salir en cadena nacional.

Hablábamos de libros, de cine, de nuestras infancias… y de repente, SILENCIO.
Ese silencio donde el universo te da dos opciones: liberar el alma… o morir por dentro.

Y entonces pasó.

Un mini estallido.
Sutil.
Pero audible.

Yo congelado. Lucía… también.

—¿Eso fue…?

—¡La silla! —grité antes de que pudiera terminar la frase—. Estas sillas modernas hacen ruidos muy raros.

—Ah… —dijo ella, incómoda.

Diez segundos después… otro.
Este más claro. Más honesto. Más traicionero.

—Ok… eso ya no fue la silla.

—Mira… tengo que confesarte algo —dije con cara de mártir—. Mi estómago y el comino tienen una historia complicada. Una especie de guerra civil.

Lucía me miró. Seria. Profunda.
Y luego… estalló en carcajadas.

—¡Pensé que eras tú! —dijo—. ¡Pero no quería preguntar! ¡YO también estoy a punto de explotar!

—¿Tú también comiste hummus?

—¡Sí! ¡Y también soy intolerante al comino! ¡Estamos hechos el uno para el otro… y para vivir separados del resto de la sociedad!

Acabamos los dos llorando de risa en el suelo del salón, soltando gases como si estuviéramos en un ritual ancestral.

Esa noche no hubo beso.

Hubo aire.

Pero también conexión.

Y una promesa:
La próxima cita… será en un restaurante sin legumbres.

EL HELADO PARA ALIVIAR EL SILENCIOLa tarde en Velsen-Noord, un tranquilo municipio al norte de Ámsterdam, estaba teñida ...
14/09/2025

EL HELADO PARA ALIVIAR EL SILENCIO

La tarde en Velsen-Noord, un tranquilo municipio al norte de Ámsterdam, estaba teñida de grises nubes de otoño cuando el rumor empezó a recorrer en susurros. En un pequeño hospital local, las visitas habían caído: la gente temía verse atrapada en largas esperas o sentirse vulnerable en esas salas silenciosas. Pero algo inesperado cambió el viento.

Marijke, enfermera del turno de la tarde, salió al pasillo sosteniendo una bandeja con conos de helado. Las cámaras del hospital, amparando la escena, captaron los primeros murmullos cuando los pacientes vieron el gesto.

—¿De dónde viene esto? —preguntó Sven, un abuelo de sonrisa tímida, que llevaba días sin poder ver a su familia.

—Es un regalo de la heladería de calle Jisperdyk —respondió Marijke con ternura—. Dijeron que los días aquí eran demasiado grises, y pensaron que un poco de dulce podría ayudar.

Sven se frotó los ojos. “Un helado”, dijo más para sí que para los demás. Y luego exhaló un suspiro de alivio.

En cuestión de minutos, la sala se transformó. Niños con sondas, ancianos con mascarillas de oxígeno, médicos agobiados: todos sonrieron. Aquello no era solo un postre, era una chispa de humanidad en medio de la enfermería.

Poco después, el dueño de la heladería, Bram, entró al hospital con cajas de helado. Llevaba una chaqueta blanca empolvada con azúcar de vainilla.

—Pensamos que una cucharada de alegría podía hacer más por la recuperación que cualquier medicina —explicó, mientras los pacientes lo miraban con gratitud.

En ese momento, una enfermera joven, Noor, deslizó una cuchara frente a una niña asustada.

—Aquí tienes —susurró con suavidad—. Hoy no duele tanto.

La niña asintió, probó el helado y su cara se iluminó por un instante. La habitación entera se llenó de esa luz.

Al terminar el turno, Marijke y Noor se sentaron en un banco fuera del hospital.

—Nunca imaginé que un helado pudiera cambiar tanto —dijo Marijke, mirando hacia las ventanas iluminadas desde dentro.

Noor sonrió. —Eso pasó porque alguien pensó en hacerlo. No es solo un cono, es un gesto: cercanía en un lugar que suele estar lleno de distancias.

Al día siguiente, medios locales publicaron pequeñas historias del “helado que curó el alma”. Vecinos hablaron del impulso que sintieron por enviar flores, cartas, o simplemente, sonreír. La iniciativa se replicó en otros hospitales de la región.

—Hoy fui al café de la esquina y me dieron un café gratis con la frase “sonríe” —contó un visitante mientras salía del hospital—. Dicen que todo empezó por aquel helado.

Marijke y Noor revisaron una tarjeta telefónica enviada por un paciente:

“Gracias por recordarme lo que significa vivir”.

Y comprendieron que la sociedad no solo necesita médicos y alivio físico, sino escenas pequeñas, humanas, que reconectan con algo perdido: la ternura.

Una semana después, el alcalde vino al hospital. Miró las bandejas usadas, los conos vacíos olvidados en una papelera, los pacientes conversando con ternura.

—Esto es sociedad —dijo en voz baja—. No grandes discursos, sino momentos que dejan huella.

Cuando el alcalde se retiró, Marijke recogió un cartel pintado a mano por un niño: “Gracias por lo dulce.” Lo colocó en la pared. Era un recordatorio: el cuidado también se da con pueblo, con helado, con calor compartido.

Y así, en medio del hospital gris, un postre venció el silencio, recordando que lo pequeño puede cambiarlo todo.

LA GUERRA DE LOS TICKETS EN LA CAJA 4Yo solo quería comprar champú.Nada más.Entré al supermercado confiado, con mi lista...
14/09/2025

LA GUERRA DE LOS TICKETS EN LA CAJA 4

Yo solo quería comprar champú.

Nada más.

Entré al supermercado confiado, con mi lista en el móvil, mis auriculares puestos y esa energía de “solo tardo cinco minutos”.

Spoiler: salí 47 minutos después, con trauma, sudor y el ticket más largo de la historia.

Todo empezó en la Caja 4.

Había dos personas delante. Una señora con veinte cupones y un señor que parecía estar pagando con monedas de la Edad Media.

—¿Tanto vas a tardar? —le dijo la cajera al hombre, con una sonrisa que escondía homicidios.

—Es que esta moneda de 5 pesetas me la aceptaron en 1987…

—Señor, ni siquiera tenemos esa caja registradora.

Finalmente me tocó a mí. Coloqué mi champú, una bolsa de arroz y un desodorante.

—¿Tiene tarjeta del club?

—No.

—¿Desea hacerse?

—No, gracias.

—¿Seguro? Le damos 1 punto por cada euro y al llegar a 1.000 puntos le regalamos un… llavero.

—Tentador… pero no.

Pagué. Todo bien.

O eso creí.

—Perdón —me dijo la cajera—, la impresora se ha atascado. No sale el ticket.

—No pasa nada. No necesito ticket.

—No, no… el sistema no me deja pasar al siguiente cliente si no imprime el ticket.

—¿Y si lo imaginamos?

—No funciona así.

La impresora hacía un ruido raro. Como si estuviera masticando papel y maldiciendo en lenguas antiguas.

—Voy a llamar a mantenimiento —dijo la cajera, pulsando un botón rojo que hizo un ruido tipo alarma nuclear.

En eso apareció Luis, el técnico del supermercado.

—¿Otra vez tú? —le dijo la impresora.

—¿Está hablando?

—No, eso fui yo —dijo Luis—. Es que siento que me insulta en silencio.

Luis abrió la impresora. Sacó una bola de papel tamaño sandía. Dentro, había:
– Un ticket de 2014
– Un caramelo pegado
– Y una carta de amor escrita en boli azul que decía: “Te devuelvo el tupper, pero no mi corazón”.

—Esto está… complicado —dijo Luis.

Mientras tanto, la cola crecía. Ya había una señora suspirando fuerte, un niño lanzando uvas como proyectiles, y un tipo con 12 cajas de cerveza tarareando “Titanic” con mirada perdida.

—¿No pueden pasar al siguiente mientras tanto? —pregunté.

—Lo prohíbe el sistema —respondió la cajera—. Y además, ya emitió el ticket. Pero se atascó a la mitad. Está… como a medio imprimir.

Luis sacó el papel… y lo leímos:

“Cliente: IDI…”

—¿Eso iba a decir “IDIOMA” o “IDIOTA”? —pregunté.

—Depende de cómo te portes —dijo la impresora (o Luis, ya ni sé).

Finalmente, tras 20 minutos, Luis logró imprimir un ticket… ¡de dos metros!

Parecía una bufanda. Lo enrollamos. Me lo dio como quien entrega un diploma de Harvard.

—¿Desea bolsa? —preguntó la cajera.

—Sí. Para esconderme del mundo.

Salí del súper con el ticket colgando como bufanda y la dignidad arrastrando los pies.

Dos adolescentes me señalaron:

—¡Mira, es el chico del TikTok del ticket eterno!

Y yo, resignado, les sonreí:

—Sí… y todavía no he llegado a leer el final.

14/09/2025
EL MAESTRO QUE SE REÍA DEL VIENTOEn el monasterio de Hida reinaba el silencio. Los monjes caminaban en fila, hablaban po...
14/09/2025

EL MAESTRO QUE SE REÍA DEL VIENTO

En el monasterio de Hida reinaba el silencio. Los monjes caminaban en fila, hablaban poco y se inclinaban ante el maestro Daikaku, un hombre de mirada profunda y gestos austeros. Nadie lo había visto reír jamás, y eso hacía que los discípulos lo respetaran… y lo temieran.

Un día, mientras meditaban en el patio, una ráfaga de viento levantó las túnicas de varios monjes, dejando las piernas al descubierto. Los más jóvenes trataron de contener la risa, pero uno no aguantó y soltó una carcajada.

El silencio se quebró. Todos esperaban un castigo. Pero para sorpresa de todos, el maestro Daikaku también rió. Una risa profunda, sonora, que resonó entre los muros del templo.

Los discípulos lo miraron atónitos.
—Maestro —preguntó uno—, ¿por qué ríes?

Daikaku respondió:
—Porque el viento me recordó que nos tomamos demasiado en serio. La iluminación no se alcanza con un rostro severo, sino con un corazón ligero.

Desde ese día, el templo cambió. Durante las tareas, los discípulos se permitían bromear entre ellos. La risa no rompía la disciplina: la volvía más humana.

Una mañana, un visitante extranjero llegó al monasterio buscando instrucción. Vio a los monjes riendo mientras cargaban cubos de agua y dijo con desdén:
—Esto no parece un templo. Aquí no hay solemnidad.

El maestro Daikaku lo llevó al río. Allí, el agua corría entre las piedras, saltando y haciendo espuma como si riera.
—¿Dirías que el río no es sagrado porque hace ruido alegre? —preguntó.

El visitante guardó silencio.

Daikaku concluyó:
—El universo no es un funeral. Es una celebración. La risa es también un koan: nos muestra que lo divino no está solo en la seriedad, sino también en el juego.

Con el tiempo, el monasterio de Hida se hizo famoso no solo por sus meditaciones, sino también por sus carcajadas. Los peregrinos que lo visitaban decían que allí aprendían a respirar, a callar… y también a reír como niños.

Una vez, un discípulo le preguntó al maestro:
—¿Cuál es el sonido de una mano aplaudiendo?

Y Daikaku, en lugar de responder, se dobló de risa. Todos lo siguieron. En medio de la carcajada colectiva, el discípulo entendió la lección sin necesidad de palabras.

Así, el maestro Daikaku dejó un legado peculiar: enseñó que la risa, lejos de distraer del camino espiritual, puede ser un atajo hacia él. Porque cuando el ego se rompe en carcajadas, lo que queda es pura presencia.

EL MURAL DE LAS VOCES CALLADASMarina tenía 27 años y un talento innato para la pintura. Vivía en un barrio periférico de...
14/09/2025

EL MURAL DE LAS VOCES CALLADAS

Marina tenía 27 años y un talento innato para la pintura. Vivía en un barrio periférico de Buenos Aires, donde las casas eran de ladrillo a la vista, los cables colgaban como telarañas y los sueños, muchas veces, morían jóvenes. Pero ella no había dejado que el entorno apagara su fuego. Su lienzo favorito eran las paredes.

Una tarde, mientras caminaba de regreso a su casa, vio a un grupo de niños jugando junto a un muro gris y agrietado. Le pareció el lugar perfecto para algo distinto. Algo que despertara conciencia.

—Mamá —dijo esa noche mientras cenaban—, quiero pintar un mural en esa pared abandonada, la de la calle Sáenz. Algo que hable de lo que no se quiere hablar.

—¿De qué estás hablando, hija?

—De los que no tienen voz. De los chicos que trabajan cuando deberían estar en la escuela, de las mujeres que desaparecen, de los abuelos que comen pan duro porque no les alcanza para el mes.

La madre la miró en silencio. No dijo ni que sí, ni que no. Solo le sirvió más sopa.

Al día siguiente, Marina fue al almacén, compró unos tarros de pintura y volvió al muro. Lo limpió, lo rasqueteó, y empezó a pintar sin permiso, sin boceto, sin miedo. La primera figura fue la de una mujer con los ojos tapados por un billete. Luego, un niño con las manos llenas de tierra y libros rotos. Después, un anciano solo, sentado frente a una televisión apagada.

En menos de tres días, el mural empezó a llamar la atención. Algunos se detenían a mirar. Otros murmuraban. Un hombre le gritó desde un coche: “¡Dejá de ensuciar las paredes, zurdita!”

Pero ella no paró.

Una tarde, un concejal del distrito se presentó.

—Señorita, esto que hace es vandalismo. Necesita autorización para intervenir un espacio público.

—¿Espacio público? —respondió Marina sin dejar de pintar—. ¿No ve que la gente ya lo había convertido en basurero? ¿A quién le molestaba antes?

—Nos molesta que incite al odio con estas imágenes.

Ella lo miró a los ojos.

—Lo que molesta no es la pintura. Es el reflejo.

Al día siguiente, alguien lanzó pintura negra sobre el mural durante la noche. Lo arruinaron. Taparon los ojos de la mujer, borraron al niño y al anciano.

Marina llegó por la mañana, vio el desastre, y respiró hondo.

Se sentó frente al muro, sin decir una palabra.

Minutos después, se acercaron unos vecinos. Luego, unos chicos. Una madre le trajo café.

—¿Vas a volver a pintarlo? —preguntó una adolescente.

—Sí. Pero no sola esta vez.

Y así fue. Cada tarde, alguien se sumaba. Un joven rapero le pintó palabras. Una señora trajo brochas. Un chico de 10 años dibujó unas manos que se tomaban.

En una semana, el mural volvió a nacer. Esta vez, más grande. Más colorido. Más incómodo. Más poderoso.

Un periodista local vino a hacerle una nota.

—¿Por qué lo hiciste, Marina?

Ella sonrió.

—Porque hay cosas que nadie quiere ver. Y alguien tiene que dibujarlas en grande para que no puedan seguir ignorándolas.

Hoy, el mural sigue ahí. Y si pasás por esa esquina, verás escrito, en letras pequeñas en la esquina inferior izquierda:

“No pinto para agradar. Pinto para despertar.”

EL LATIDO QUE SALVA A OTROS: LA VIDA DE HARIET UNZIACuando Harriet Unzia volvió a Uganda después de huir siendo niña, so...
14/09/2025

EL LATIDO QUE SALVA A OTROS: LA VIDA DE HARIET UNZIA

Cuando Harriet Unzia volvió a Uganda después de huir siendo niña, solo sabía una cosa: quedaba mucho por reconstruir. Y lo hizo consigo misma… y luego con los demás.

Era 2002 cuando arrojaron a Harriet y su familia desde el norte entre el terror de los grupos armados. Tenía solo 10 años, y lo que siguió fue una huida hacia el sur, hacia Sudán del Sur, junto a su madre y hermanos. Pasaron hambre, frío, noches sin contar. Tres años sin escuela, sin hogar, sin certezas. 

—Yo solía soñar con los lápices —me dijo en aquella entrevista que no olvidaré—. Lápices, cuadernos… y una escuela.

Volvieron finalmente a Uganda, y aunque el país era el mismo nombre, sus calles eran extrañas. Su mente también. Quedó atrás una niña rota. Y aunque volvió a la escuela, le costó cantar el alfabeto con los demás. Pero le dio tregua por un abrazo silencioso que le dio una maestra: “Aquí estás segura”.

Fue la chispa. Empezó a estudiar con voluntad, no con gusto. Terminó primaria, luego secundaria. Solo el 16 % de las niñas en Uganda lo logra… y mucho menos mujeres en contexto de refugiadas. 

Una tarde, en la escuela comunitaria de Adjumani, Harriet se sentó a ayudar a otros niños como antes la ayudaron a ella: con paciencia, con mirada cálida, con escucha. Y fue ahí donde surgió su voz como docente.

—Cuando veo a un niño asustado, bajando notas… me da ganas de ser como la maestra que tuvo compasión conmigo —me compartió—. Quiero ser eso.

Empezó como voluntaria, luego como profesora. Manejar más de 200 niños en aula no era tarea fácil. Muchos sin papeles, algunos desplazados, otros con traumas físicos o emocionales. El teclado de su computadora dejó de ser sueño; se convirtió en herramienta para crear juegos, actividades, espacios seguros. 

—¡Miss Harriet, Miss Harriet! —le pedían los niños cada mañana—. ¿Cuándo va a empezar?

—Cuando me digan “sí” con esa voz—respondió ella con una sonrisa.

Recibió formación adicional a través de Right to Play, perfeccionando su técnica pedagógica con el juego como herramienta de justicia. Fue premiada como mejor estudiante del programa. 

—En mis clases no enseñamos a hacer exámenes —me contaba—. Enseñamos a levantar el ánimo, a sentir que pertenecer es un derecho.

Hoy, Harriet sigue enseñando, y sigue siendo estudiante de la vida. Acompaña a niños que quizá nunca entiendan del todo lo que vivió… pero, gracias a ella, sabrán que el mundo se puede reconstruir desde una palabra amiga.

Ella misma lo dice:

—Fui una niña rota, sin futuro. Pero alguien me vio. Alguien apostó por mí. ¿Cómo no volver y ser esa mano, esa luz, ese colegio ambulante?

EL GATO QUE VOLVÍA AL TEMPLO CADA ATARDECERKyoto, 2021.Entre cerezos centenarios y muros de piedra silenciosa, se alza u...
14/09/2025

EL GATO QUE VOLVÍA AL TEMPLO CADA ATARDECER

Kyoto, 2021.
Entre cerezos centenarios y muros de piedra silenciosa, se alza un pequeño templo budista olvidado por el turismo. Allí vivía Haru, un monje anciano, de andar lento y voz susurrante, cuya única compañía era un gato callejero de pelaje negro y ojos verdes como jade.

Lo llamó Sora.

—No es mío —decía—. Solo compartimos la misma quietud.

Sora apareció una mañana de lluvia. Estaba empapado, herido, con una oreja rota. Haru lo envolvió en un paño tibio y lo dejó dormir junto al altar, donde el incienso ardía sin prisa.

Desde entonces, Sora nunca faltó a la ceremonia de la tarde. Mientras Haru entonaba los sutras, el gato se sentaba erguido, inmóvil, como si comprendiera cada palabra. No maullaba. No se movía. Solo respiraba al compás del silencio.

Los vecinos comenzaron a dejarle ofrendas: arroz, pececillos secos, pequeños collares.

—Dicen que los gatos ven el alma de las personas —comentaba una anciana—. Este cuida la del monje.

Pasaron los años. Haru envejecía. Sora también.

Y una tarde de otoño, mientras las hojas caían como oraciones desde los árboles, Haru no salió a hacer su ceremonia.

Sora esperó. Sentado, como siempre. Mirando la puerta.

No salió esa tarde. Ni al día siguiente.

El cuerpo de Haru fue encontrado en su futón, con una leve sonrisa y las manos en posición de oración. Murió en paz, como vivió.

Pero Sora no se fue.

Cada atardecer, se sentaba frente al altar. No se movía. No comía. Solo esperaba. Como si el alma del monje aún recitara en el viento, y él quisiera escucharlo una vez más.

—Quizás fue su discípulo —dijo otro monje—. Su último alumno.

Pasaron semanas. Sora seguía regresando.

Y un día, como si hubiera recibido una señal que los humanos no pueden oír, no volvió más.

Lo buscaron. Lo llamaron. Lo esperaron. Pero nunca más se supo de él.

Los monjes del templo colocaron una pequeña figura de cerámica negra en su rincón. Y encendieron una vela cada tarde.

No en su honor. Sino como continuación.

Porque a veces, la devoción no se enseña. Se acompaña en silencio… hasta el final.

Y los que visitan el templo, al ver la figura del gato y las flores secas a su alrededor, sienten una calma extraña. Como si alguien invisible aún velara por la paz del lugar.

“EL HOMBRE QUE GUARDABA LLAVES”Nadie sabía exactamente a qué se dedicaba Marcos.Vivía en una casa antigua, rodeada de pl...
14/09/2025

“EL HOMBRE QUE GUARDABA LLAVES”

Nadie sabía exactamente a qué se dedicaba Marcos.
Vivía en una casa antigua, rodeada de plantas secas, ventanas cubiertas de cortinas pesadas y una puerta que parecía no haberse abierto en años. Pero lo que más llamaba la atención eran las llaves.

Colgadas en la entrada, decenas, tal vez cientos. De todos los tamaños, formas, épocas. Algunas oxidadas, otras brillantes como si acabaran de salir de una joyería. Llavines, candados, llaves maestras, incluso antiguas llaves de reloj o de caja fuerte.

Los niños del barrio decían que era un brujo. Los adultos, que estaba loco.
Pero Clara, la vecina de enfrente, una mujer viuda de 74 años, pensaba diferente.

Un día, se atrevió a cruzar la calle.

—¿Por qué guarda tantas llaves, don Marcos?

Él sonrió con una melancolía que solo tienen los que han vivido mucho.

—Porque cada una abre algo que alguna vez se cerró.

Así comenzó una extraña amistad.

Clara iba todos los martes con una tarta o una sopa.
Él hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras parecían colarse entre los pliegues del alma.

—Cada llave tiene una historia —le explicó una tarde—. Esta, por ejemplo, la encontré cuando perdí la fe. La llevé durante años sin saber qué abría, hasta que comprendí que era la puerta a mi propia esperanza.

—¿Y esta tan pequeña? —preguntó ella, señalando una dorada como de juguete.

—Esa me la dio un niño que nunca volvió a hablar, después de perder a su padre. Me dijo: “Tenga, señor, para cuando quiera volver a entrar al mundo”.

Pasaron los meses. La casa de Marcos se volvió un santuario de memorias compartidas.
Llegaba gente que no conocía: una joven con ansiedad, un hombre sin hogar, una profesora jubilada.
No iban por caridad. Iban por una llave.

Y él, después de escucharlos en silencio, les entregaba una.

—No todas abren puertas reales —decía—. Algunas solo te permiten respirar de nuevo.

Una tarde de otoño, Clara llegó como siempre, pero la puerta no se abrió.

Esperó. Tocó. Llamó.
Nada.

Los vecinos comenzaron a murmurar.
La policía entró.

Marcos había mu**to esa madrugada, tranquilo, en su sillón, rodeado de sus llaves.
No dejó testamento. Ni hijos. Ni fortuna.

Solo una caja para Clara, con una carta que decía:

“A veces, solo necesitamos sentir que algo puede abrirse.
Gracias por ver mis llaves y no mi locura.
Te dejo la más importante.
La que no abre puertas… sino corazones.”

Clara no lloró.
Sonrió, como si entendiera por fin algo que llevaba años buscando.

Desde ese día, colgó esa llave dorada junto a la puerta de su casa.
Y, cada martes, preparaba tarta, por si alguien llegaba buscando la suya.

Porque algunos coleccionan cosas.
Otros coleccionan heridas.
Pero Marcos…
coleccionaba llaves para que otros encontraran la salida.

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TESTIMONIOS

Conoce los testimonios que han tenido una sesión online conmigo o curso online.

Javier.C (Curso online » 21 preguntas que pueden cambiar tu vida»: «En el curso Ankor nos invita a reflexionar sobre 21 aspectos que solemos pasar por alto en nuestro día a día y nos abre los ojos a muchas cosas fundamentales para lograr una vida plena y feliz. Un buen punto de partida como primer diagnóstico de uno mismo, desde luego lo recomendaría a cualquiera que quisiera dar un cambio en su vida»

Eva Maria M (Cuso online «21 preguntas que pueden cambiar tu vida»): Para mí también ha sido un formato nuevo, muy fácil de llevar con la escasez de tiempo que andamos. Las preguntas y audios muy interesantes para la reflexión. A tod@s gracias por compartir vuestras emociones y pensamientos

Lucía M (Cuso online «21 preguntas que pueden cambiar tu vida»): El curso me ha parecido perfecto en la forma. La primera vez que hago algo en este formato, pero me ha generado cosas dentro de mi. Y bastante generoso por tu parte por responder. Gracias