20/10/2025
Elizabeth Duval cita el libro 'Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez' (Jekyll & Jill, 2018), ayer domingo en su artículo 'Dame pan y llámame tonto' sobre la polémica del último premio Planeta, en elDiario.es
Marcus, y con él Duval, son aquí meridianos. La auténtica élite literaria en la actualidad son los autores que se preocupan de no poner una palabra un poquitín rara en sus novelas, no vaya a ser que su lector menos listo no la entienda y el acto de pensar le provoque un ictus. Todo claro, todo rechupado, no sea que se nos pierda algún lector por el camino; trasladar a la literatura el Principio de la vulgarización de Goebbels («Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar»). Ahí está la élite. Y, recuerden: si publicar libros es hacer política (así lo creo); decidir leer este libro y no este otro, esta editorial y no esta otra, también.
Escribe Duval:
«[...] Es una cosa que deja por escrito Ben Marcus —en un texto excelentemente traducido, como todo lo que traduce, por Rubén Martín Giráldez—: "los verdaderos elitistas del mundo literario son aquellos a quienes irrita la ambición literaria de cualquier tipo, los que han deformado el mismísimo significado de la palabra 'ambición' de tal manera que ahora se percibe como un acto de desdén, una hostilidad hacia el pobre lector común, al que jamás deberíamos pedirle nada que pueda llevarlo a tensar un músculo. Los elitistas son aquellos que se ponen furiosos cuando insinúas que un libro con pocas ventas tal vez merece de verdad un premio".
Para los verdaderos elitistas, como la miel no está hecha para la boca del a**o, la clase obrera no puede entender los devaneos de la literatura experimental, y por ello hay que satisfacerla con novelitas comerciales, vergonzosas escenas de s**o, tosquedades varias. La ambición es pedante y capciosa: lo que los escritores tendrían que hacer, según los verdaderos elitistas, es entregarse, rendirse a la evidencia, escribir novelas como si fueran guiones televisivos, claudicar ante el entretenimiento y entretener mejor que enseñar. La mejor consideración ante los lectores es respetar su —vuestra, nuestra— inteligencia, cosa que, al establecer esas fronteras tan absolutistas, al querer reivindicarse tanto desde lo comercial-popular, hay quien no hace o evita. La clase obrera merece un mundo cultural que la respete; respetarla es no tratarla como gi******as, lo primero, y no medirla al peso, según cuánto compre, lo segundo. Lo contrario está recogido en el refranero español: dame pan y llámame tonto».
https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/dame-pan-llamame-tonto_129_12696471.html
Lo grave aquí es la idea que trasluce de que lo mismo son, tanto m***a, m***a tanto, la vocación popular y la vocación comercial. Cada vez que Juan del Val dice que su literatura es popular, se refiere a popular en un sentido cuantitativo, puramente numérico: busca más ventas