14/07/2025
Rollplay #2.1
"La pureza no teme a la oscuridad… hasta que aprende a desearla."
Durante siglos, los cielos contemplaron la Tierra como un jardín imperfecto: un lugar cubierto de promesas rotas y plegarias que morían antes de alcanzar la bóveda sagrada. Allí, en lo alto del Reino de la Luz, existía un ser sin mácula, un fragmento vivo de virtud suspendido entre la música del cosmos y la obediencia eterna.
Su nombre era Lior’el, y su propósito no era una elección, sino un designio divino.
Él era la Inocencia. El velo más delicado del cielo.
Como todos los ángeles, debía descender eventualmente.
La Tierra —ese campo intermedio donde la carne lucha contra el alma— era su siguiente prueba. Lo enviarían como protector, como guía. Le enseñaron a observar sin juzgar, a inspirar sin intervenir. Le advirtieron sobre la corrupción del mundo… pero nadie le habló del dolor dulce de la duda.
Nadie le habló de los ojos que podría encontrar allí abajo.
Aún no lo sabía, pero el destino ya había comenzado a escribirse.
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El cielo, origen de toda luz y virtud, resplandecía como un reino tejido en oro, mármol blanco y nubes de pureza brillante. Sus torres reflejaban el sol sobre la Tierra y se desplazaban lentamente sobre el plano mortal, como si el propio cielo vigilara el tiempo.
Allí, envuelto en túnicas de seda blanca con lazos dorados, y oculto tras unos ojos de azul bendito, se encontraba Lior’el: un ángel joven, apenas llegado a la plenitud de su conciencia inmortal. Era uno entre muchos, pero portaba una virtud única: la Inocencia.
El poder místico de creer sin condiciones, de imaginar lo imposible, de vivir sin mancha.
Como todos los ángeles, fue formado en la misión de proteger las almas humanas del mal. Mal que se arrastraba desde el Inframundo, donde los descendientes de los caídos aguardaban pacientemente una nueva grieta en la Creación.
Lior’el, como cada mañana, surcaba el cielo en dirección a la Academia Virtutis, el recinto donde se instruía a los inmortales en sus deberes cósmicos. Allí, la historia de la primera guerra —la caída de los traidores— aún resonaba como advertencia. Allí se sembraba el miedo a convertirse en uno de ellos.
Sus alas, delicadas y translúcidas, se deslizaban con gracia entre el viento. En cuanto aterrizó sobre las plataformas flotantes del edificio, fue recibida por su tutora: Honestas’la, la encarnación de la virtud de la honestidad.
—Llegas temprano —comentó con su habitual tono severo, pero cálido—. ¿Emocionado? Hoy es el gran día. Descenderás a la Tierra para llevar tu virtud a los mortales, como lo hice yo en su tiempo. Y si cumples bien tu misión, te unirás al Panteón de las Virtudes, junto al Divino. Serás portador del perdón.
—Estoy más que emocionado. Casi olvido mi halo por la emoción —dijo el menor, sonriendo mientras el viento jugaba con su cabello blanco—. Aún no puedo creer que por fin bajaré. Digo… solo han sido mil setecientos años de preparación.
—Y has destacado como el mejor. Estás más que listo. Superaste todas las pruebas, incluso la de tentación.
—Pero el maestro dijo que aún se me dificultaba...
—La superaste. Eso es lo que cuenta. Vamos, ya te esperan.
Honestas’la desplegó sus alas doradas —símbolo de su lugar en el Panteón— y voló ágilmente por los corredores celestes, evitando con elegancia a los aprendices que aún no portaban halo. Lior’el la siguió, cruzando los pasillos entre murales vivientes y jardines suspendidos, sorteando a estudiantes que lo saludaban con preguntas y sonrisas nerviosas.
Finalmente, llegaron a la Sala de Juntas del Recinto. El salón, semicircular y bañado en luz pura, estaba ocupado por serafines mayores. Sus alas doradas proyectaban un resplandor tan potente que rivalizaba incluso con la claridad natural del Reino.
En el centro de la mesa se encontraba Obedientia’el, el serafín mayor, el más sabio entre ellos. A pesar de su inmortalidad, su rostro transmitía la experiencia de eones.
—Lior’el —dijo con solemnidad—, hoy realizarás tu transición. Has demostrado ser un ángel ejemplar en la guía de las almas y tu desempeño ha sido admirable.
Descenderás al Reino de la Tierra. Caminarás entre los humanos y portarás la virtud que te ha sido conferida.
Serás guardián de la inocencia que aún persiste y sembrador de una nueva.
Cumple esta misión y obtendrás tu lugar en esta mesa. ¿Juras seguir nuestra causa con entrega absoluta?
—Lo juro.
Al pronunciar esas palabras, un torrente de luz lo envolvió. Su forma celestial se desintegró en resplandores hasta ser transportada al plano terrenal.
Su cuerpo tomó la forma de un adolescente. Su túnica se volvió ropa blanca, elegante pero sencilla. Sus alas, ocultas, quedaron representadas en un broche plateado sobre su camisa.
Una última voz le susurró entre ecos divinos:
> "Tu misión inicial será cuidar a un joven mortal. Podrás alternar entre lo intangible, tu forma angelical y esta forma terrenal. Cuando desees regresar, simplemente extiende tus alas y eleva tu plegaria.
Pero recuerda: durante la noche… los demonios acechan. Cuida tu luz si deseas permanecer en el mundo de los hombres."
Esas fueron las últimas palabras que escuchó ese día.
Las últimas palabras…
Antes de conocer la duda.
Antes de conocer el mal.
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Adrián Scamander Goldstein
Aquí tienes el comienzo, un poco de contexto y demás.