25/12/2025
¡YA NADA ES CÓMO ANTES! 😞
Hubo un tiempo, no hace tanto, en que felicitar la Navidad era un ritual de paciencia, caligrafía y esperanza. No era algo que se resolvía con un pulgar sobre una pantalla de cristal, sino una tarea que empezaba semanas antes de que el primer rastro de escarcha tocara las ventanas.
El ritual de la tinta y el sobre
Recuerdo perfectamente el olor de las librerías en diciembre: una mezcla de papel nuevo y tinta fresca. Comprar las "tarjetas de Navidad" era una decisión crítica. Buscábamos aquellas que reflejaran exactamente lo que sentíamos: un paisaje nevado para los tíos que vivían lejos, un pesebre clásico para los abuelos, o algo más colorido para los amigos de la infancia.
Escribir era el acto de amor verdadero. Nos sentábamos a la mesa del comedor, bajo la luz cálida de una lámpara, y dedicábamos minutos enteros a pensar en un mensaje personalizado. No había "copiar y pegar". Si te equivocabas en una palabra, tenías que usar corrector o empezar de nuevo. Cada letra trazada era un pedazo de tiempo regalado a la otra persona.
Luego venía el viaje al buzón. Caminar con los sobres bajo el brazo, sintiendo el frío en la cara, y escuchar el sonido sordo del papel cayendo en la ranura metálica. A partir de ahí, solo quedaba esperar. La incertidumbre de si la carta llegaría a tiempo, o si se cruzaría en el camino con la que ellos nos habían enviado a nosotros, formaba parte de la magia.
La odisea de la voz
Para los que estaban más lejos, la llamada telefónica era el tesoro del año. No existían las videollamadas gratuitas ni el roaming ilimitado. Llamar al extranjero o incluso a otra provincia era un lujo que se reservaba para el 24 o el 25 de diciembre.
Había que "pedir turno" con la operadora en algunos casos, o esperar a que la línea no estuviera saturada. Cuando por fin lograbas escuchar la voz del otro lado —muchas veces con ruido estático y un eco que nos obligaba a gritar—, el corazón daba un vuelco. No importaba la mala calidad del sonido; lo que importaba era que, por unos minutos, las distancias se borraban. Era una comunicación costosa en dinero, pero infinitamente valiosa en afecto.
El presente: La era de la inmediatez vacía
Hoy, la tecnología nos ha dado una facilidad asombrosa, pero parece habernos robado el alma del gesto. Tenemos fibra óptica, cámaras de alta definición y redes sociales que nos mantienen conectados las 24 horas, y sin embargo, el sentimiento parece haberse diluido.
* Los mensajes en cadena: Recibimos el mismo video genérico o la misma imagen brillante de "Feliz Navidad" que otras 50 personas enviaron al mismo grupo. Es un saludo procesado, sin nombre, sin calidez.
* La prisa: Respondemos con un emoji de árbol o un corazón rojo mientras miramos la televisión o cocinamos, sin detenernos realmente a pensar en quién está al otro lado.
* La paradoja de la conexión: Estamos más "cerca" que nunca, pero nos sentimos más lejos. La facilidad de enviar un WhatsApp ha hecho que el saludo pierda su valor de sacrificio. Ya no invertimos tiempo, solo datos.
Es triste ver cómo, teniendo las herramientas para expresar el cariño de formas espectaculares, nos hemos vuelto perezosos. La notificación de un teléfono nunca podrá sustituir el peso de un sobre en el buzón o la emoción de una voz que se quiebra por la emoción de ser escuchada tras meses de silencio.
A veces, para recuperar el espíritu de estas fechas, hace falta soltar un poco el móvil y volver a lo básico: llamar sin avisar, escribir una nota a mano o, simplemente, mirar a los ojos y decir "te quiero" sin que haya un filtro de por medio.
Fomentemos la lectura 🙏🙏
