
15/08/2024
El 𝚁𝙴𝙶𝙰𝙻𝙾 𝙳𝙴𝙻 𝙳𝙸𝙵𝚄𝙽𝚃𝙾 📜🖊
Era el año 2013, un año que jamás olvidaré, ya que un episodio escalofriante sigue atormentándome cada vez que lo recuerdo. Soy sepulturero, o como muchos me llaman, panteonero. Un trabajo humilde, pero rodeado de misterios y fenómenos inexplicables que se manifiestan en el cementerio.
En ocasiones, nos ganamos un dinerito extra pintando tumbas, acarreando agua o haciendo cualquier favor que nos pida la gente que viene a visitar a sus mu***os. Era un día como cualquier otro cuando mi esposa enfermó gravemente, y yo no tenía suficiente dinero para comprar las medicinas necesarias. La desesperación me consumía.
Ese día, una mujer llegó al cementerio para visitar la tumba de su padre. Me acerqué a ella, ofreciéndole mis servicios, pero me rechazó. Volví a insistir, explicándole mi situación, la urgencia de mi esposa enferma y mi necesidad de conseguir dinero para sus medicinas. Finalmente, con un gesto comprensivo, me pidió que lavara la tumba.
Cuando terminé, le dije en tono de broma: "Ya quedó bien bañado su papá". Ella sonrió y sacó un billete de 200 pesos, diciéndome que lo usara para las medicinas. Luego me dio un consejo que jamás olvidaré: "Cuando tengas una necesidad fuerte, enciende una veladora a los difuntos. Te irá bien". Con un billete de 20 pesos me pidió que le pusiera una veladora al día siguiente en la tumba de su padre. Le dije que sí y nos despedimos.
Por un tiempo, seguí su consejo, encendiendo veladoras para los difuntos, y efectivamente, las cosas mejoraron. Sin embargo, con el tiempo dejé de hacerlo.
Mis hijos crecieron; uno tenía 7 años y el otro 4. El mayor comenzaba la primaria y el menor entraba al kínder. Les compré sus uniformes, mochilas y zapatos, pero me quedé sin dinero, aún faltaba comprar los útiles escolares y me hacían falta 400 pesos que no tenía.
Esa semana casi no vino nadie al cementerio, apenas una o dos personas, y nadie quiso los servicios adicionales que ofrecíamos. Recordé el consejo de la señora y, antes de entrar al panteón, compré una veladora y se la puse al papá de la señora, rezándole y suplicándole por la necesidad que tenía.
El día transcurrió sin novedades. Eran las 5:30 de la tarde, mi turno terminaba a las 6:00 pm, y aún no había conseguido nada. Me senté en una jardinera, desesperado, y pensé: "Lo de la veladora hoy no funcionó".
Miré el reloj y ya eran las 5:45 pm. Me levanté para irme cuando escuché el sonido de un motor acercándose. Una camioneta roja se detuvo frente a la entrada, y de ella bajó un joven, no mayor de 30 años. Su piel era pálida, su cabello oscuro y quebrado, vestía una camisa a cuadros de manga larga arremangada, jeans y botas vaqueras. Tenía una sonrisa que transmitía una amabilidad inquietante. Me acerqué y le pregunté:
"¿Le puedo ayudar en algo, joven?"
"Sí, ayúdame a bajar esto", me respondió. Juntos descargamos cuatro cajas de cerveza, botanas, una hielera y dos bolsas de hielo. El joven caminó hacia una tumba tipo mausoleo y, con una llave, abrió la reja. "Aquí ponga todo, mi buen amigo", dijo.
"¿Algo más, patrón? ¿Le traigo agua o algo que necesite?"
"No, gracias", respondió sacando su billetera. Me dio un billete de 500 pesos.
"Pero patrón, no tengo cambio", le dije. Nunca olvidaré su respuesta, dada con esa gran sonrisa: "Déjalo así, son para ti".
Le agradecí repetidamente y me retiré del lugar, contento y aliviado, pidiendo perdón por no haber creído en el consejo del padre de la señora.
A la mañana siguiente, el administrador del cementerio me llamó. Lo encontré junto a unas personas en la tumba donde el joven había estado el día anterior. Me preguntó por mi nombre: "¿Ayer tomaron cerveza aquí ustedes?"
"¡No, patrón! ¿Cómo cree?", respondí. "Ayer vino un joven en una camioneta..." Comencé a describirlo físicamente, cuando vi que una de las mujeres presentes se descomponía y necesitaba sentarse. No entendía lo que sucedía, pero insistí: "Yo no fui, patrón, ni dinero tenía hasta que el joven me dio 500 pesos, y con eso compraré los útiles de mis hijos".
Algunos comenzaron a llorar. Una joven, visiblemente afectada, sacó su celular y me mostró una foto. "¿Fue él?"
"¡Ándele, ese mero!", respondí. "Si quiere, llámele para que le pregunte. ¡Estoy seguro de que fue él!"
La joven, con una voz quebrada, me dijo: "Él es mi hermano... pero ya tiene dos años que falleció. Hoy vinimos a visitarlo porque es la fecha de su cumpleaños". Mi cabeza comenzó a dar vueltas, sentí un vértigo terrible y una profunda inquietud cuando saqué los botes vacíos de cerveza y la basura del interior de esa tumba.
Compartir esta historia es mi forma de desahogo, porque este acontecimiento dejó una huella imborrable en mi vida. No puedo evitar pensar que, de alguna manera, Dios le dio permiso a ese joven de festejar su cumpleaños... a su manera.