29/06/2025
Lecturas de la Solemnidad de san Pedro y san Pablo, apóstoles
Primera Lectura Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (12, 1-11) En aquellos días, el rey Herodes mandó apresar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan, y viendo que eso agradaba a los judíos, también hizo apresar a Pedro. Esto sucedió durante los días de la fiesta de los panes Azimos. Después de apresarlo, lo hizo encarcelar y lo puso bajo la vigilancia de cuatro turnos de guardia, de cuatro soldados cada turno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo después de la Pascua. Mientras Pedro estaba en la cárcel, la comunidad no cesaba de orar a Dios por él.
La noche anterior al día en que Herodes iba a hacerlo comparecer ante el pueblo, Pedro estaba durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas y los centinelas cuidaban la puerta de la prisión. De pronto apareció el ángel del Señor y el calabozo se llenó de luz. El ángel tocó a Pedro en el costado, lo despertó y le dijo: “Levántate pronto”.
Entonces las cadenas que le sujetaban las manos se le cayeron. El ángel le dijo: “Cíñete la túnica y ponte las sandalias”, y Pedro obedeció. Después le dijo: “Ponte el manto y sígueme”. Pedro salió detrás de él, sin saber si era verdad o no lo que el ángel hacía, y le parecía más bien que estaba soñando. Pasaron el primero y el segundo puesto de guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la calle. La puerta se abrió sola delante de ellos. Salieron y caminaron hasta la esquina de la calle y de pronto el ángel desapareció.
Entonces, Pedro se dio cuenta de lo que pasaba y dijo: “Ahora sí estoy seguro de que el Señor envió a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de todo cuanto el pueblo judío esperaba que me hicieran”.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.
Salmo Responsorial Salmo 33 El
Señor me libró de todos mis temores.
Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo.
El Señor me libró de todos mis temores.
Proclamemos la grandeza del Señor y alabemos todos juntos su poder. Cuando acudí al Señor, me hizo caso y me libró de todos mis temores.
El Señor me libró de todos mis temores.
Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias.
El Señor me libró de todos mis temores.
Junto a aquellos que temen al Señor el ángel del Señor acampa y los protege. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Dichoso el hombre que se refugia en él.
El Señor me libró de todos mis temores.
Segunda Lectura
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4, 6-8. 17-18)
Querido hermano: Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento.
Cuando todos me abandonaron, el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de las fauces del león. El Señor me seguirá librando de todos los peligros y me llevará sano y salvo a su Reino celestial.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.
Evangelio
† Lectura del santo Evangelio según san Mateo (16, 13-19)
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Luego les preguntó:
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Jesús le dijo entonces: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del in****no no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
Hoy celebramos la solemnidad de San Pedro y San Pablo, los cuales fueron fundamentos de la Iglesia primitiva y, por tanto, de nuestra fe cristiana. Apóstoles del Señor, testigos de la primera hora, vivieron aquellos momentos iniciales de expansión de la Iglesia y sellaron con su sangre la fidelidad a Jesús. Ojalá que nosotros, cristianos del siglo XXI, sepamos ser testigos creíbles del amor de Dios en medio de los hombres tal como lo fueron los dos Apóstoles y como lo han sido tantos y tantos de nuestros conciudadanos.
En una de las primeras intervenciones del Papa Francisco, dirigiéndose a los cardenales, les dijo que hemos de «caminar, edificar y confesar». Es decir, hemos de avanzar en nuestro camino de la vida, edificando a la Iglesia y confesando al Señor. El Papa advirtió: «Podemos caminar tanto como queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, alguna cosa no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, esposa del Señor».
Hemos escuchado en el Evangelio de la misa un hecho central para la vida de Pedro y de la Iglesia. Jesús pide a aquel pescador de Galilea un acto de fe en su condición divina y Pedro no duda en afirmar: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Inmediatamente, Jesús instituye el Primado, diciendo a Pedro que será la roca firme sobre la cual se edificará la Iglesia a lo largo de los tiempos (cf. Mt 16,18) y dándole el poder de las llaves, la potestad suprema.
Aunque Pedro y sus sucesores están asistidos por la fuerza del Espíritu Santo, necesitan igualmente de nuestra oración, porque la misión que tienen es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia: han de ser fundamento seguro para todos los cristianos a lo largo de los tiempos; por tanto, cada día nosotros hemos de rezar también por el Santo Padre, por su persona y por sus intenciones.
Hoy es un día consagrado por el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. «Pedro, primer predicador de la fe; Pablo, maestro esclarecido de la verdad» (Prefacio). Hoy es un día para agradecer la fe apostólica, que es también la nuestra, proclamada por estas dos columnas con su predicación. Es la fe que vence al mundo, porque cree y anuncia que Jesús es el Hijo de Dios: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Las otras fiestas de los apóstoles san Pedro y san Pablo miran a otros aspectos, pero hoy contemplamos aquello que permite nombrarlos como «primeros predicadores del Evangelio» (Colecta): con su martirio confirmaron su testimonio.
Su fe, y la fuerza para el martirio, no les vinieron de su capacidad humana. No fue ningún hombre de carne y sangre quien enseñó a Pedro quién era Jesús, sino la revelación del Padre de los cielos (cf. Mt 16,17). Igualmente, el reconocimiento “de aquel que él perseguía” como Jesús el Señor fue claramente, para Saulo, obra de la gracia de Dios. En ambos casos, la libertad humana que pide el acto de fe se apoya en la acción del Espíritu.
La fe de los apóstoles es la fe de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, «cada día, en la Iglesia, Pedro continúa diciendo: ‘¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!’» (San León Magno). Desde entonces hasta nuestros días, una multitud de cristianos de todas las épocas, edades, culturas, y de cualquier otra cosa que pueda establecer diferencias entre los hombres, ha proclamado unánimemente la misma fe victoriosa.
Por el bautismo y la confirmación estamos puestos en el camino del testimonio, esto es, del martirio. Es necesario que estemos atentos al “laboratorio de la fe” que el Espíritu realiza en nosotros (San Juan Pablo II), y que pidamos con humildad poder experimentar la alegría de la fe de la Iglesia.