12/08/2025
LA OLANCHANA
Esta es la baronesa “La Olanchana”, su propietario era Juliancito Cruz, originario de Minas de Oro. Fue el primer automóvil para transporte de pasajeros y carga que se estableció entre Juticalpa y Tegucigalpa. Poco tiempo más tarde se sumaría la de don Domingo Trimarchi, de características muy similares. Mucho antes de este acontecimiento, nuestra Juticalpa ya había visto rodar por sus calles dos automóviles particulares, el primero de ellos fue el famoso Modelo “T” de las Henríquez y, más tarde, el descapotable de don Chema Muñoz, al que apodaron “Turú-Turú” en honor al original sonido que hacía su bocina.
A pesar de que la carretera no estaba ni medianamente terminada, las baronesas empezaron sus operaciones a mediados de la década de los 40 del siglo XX. El viaje entre Juticalpa y Tegucigalpa duraba entre 4 días y una semana, dependiendo de lo rápido que pudieran salvarse ríos y “pegaderos”.
Los peligros de sufrir graves accidentes durante el azaroso viaje, eran una constante; tanto por lo estrecho de la vía, lo empinado de las cuestas, como por las bruscas curvas. Uno de los pasos que hacía sacar los rosarios a las señoras mayores, era la temible cuesta de El Salto, por su fuerte pendiente y el hondo abismo a su lado; las baronesas la subían en primera y a vuelta de rueda… y los pasajeros con los ojos cerrados.
Durante el viaje, las baronesas también recogían pasajeros a lo largo del trayecto, transportándolos de uno a otro de los muchos poblados intermedios. Estos viajeros transitorios casi siempre llevaban consigo, además de sus maletas, animales domésticos tales como: gallinas, cerdos, jolotes, etc., los dichosos animalitos no tardaban en convertirse en amos y señores de la cabina, imponiendo su señorío al impregnar el aire que se respiraba en el interior del vehículo con el nada afable aroma de sus eyecciones, como para que se reconociera que ser el amo, es cuestión de circunstancias. Cuando los dueños de los benditos animales llegaban a su destino, aliviados de la tortura olfatoria que habían sufrido, los viajeros daban gracias al Altísimo.
Los pasajeros, por su parte, durante tan largo viaje, se veían obligados a hacer sus necesidades a campo traviesa, acción para la cual el chofer debía detener el bus por el tiempo que necesitara el natural ejercicio fisiológico, algo que el conductor no hacía de muy buen agrado; su mayor éxito lo alcanzaba cuando conseguía de sus pasajeros unanimidad digestiva, logrando que todos hicieran sus evacuaciones de una vez, en una sola parada.
Por lo general, antes de alcanzar Tegucigalpa, se había pernoctado al menos en tres poblaciones, Campamento, Guaimaca y Talanga.
Al llegar a la capital, irreconocible hasta para su familia, con el cuerpo bien “jamaqueado” y cubierto de polvo de pies a cabeza, después de la inolvidable hazaña, el pasajero exclamaba: ¡Gracias a Dios que llegamos con bien! Sintiéndose salvados, como el Almirante mil quinientos años antes. cortesia