02/07/2025
# OLANCHO EL VIEJO....William Wells
La mayor parte de las familias olanchanas tienen su coyol cerca de la casa. El gasto del corte y de la preparación no va más allá de un real. Un árbol, por lo general, da de cinco a seis galones antes de agotarse. A veces se le combina con miel silvestre y se obsequia al visitante como una gran golosina. A diferencia del vino de corozo, el que se obtiene de esta palmera es benéfico para varias enfermedades y se le considera, en particular, eficaz contra las fiebres.
En San Roque siempre fuimos obsequiados con esta bebida. Al día siguiente, al mediodía, dejamos la hacienda y atravesamos una región ondulante y muy arbolada. Mu***os de sed, llegamos por la noche a la hacienda de La Herradura. Esta difiere poco de las otras principales de la región. Los edificios son pequeños y de mal aspecto. Allí residen unas treinta personas, y su dueño, don Ignacio Meza, un joven olanchano que hacía poco se había casado, salió a recibirnos, apresurando el paso al reconocer al padre Buenaventura.
Entramos a la casa y fuimos presentados a su señora, una muchacha que se ruborizó al saludarnos y nos recibió con cordialidad y una gracia natural. El pequeño arroyo de los Zopilotes corre cerca de la hacienda y desagua, según nos dijeron, en el Guayape, a unas diez millas al este. Durante buena parte del año, este arroyo permanece seco.
Entre las leyendas de Olancho está la del origen del nombre de esta hacienda. En cuanto a su veracidad, eso se lo dejamos al lector. Don Ignacio relató que, en tiempos de sus antepasados, el oro quizá era más abundante que el hierro. Prueba de ello es que se halló una herradura de oro en la hacienda y, en consecuencia —dijo él—, “ha de haber sido más barato en aquellos días usar oro que hierro”.
—¿Y qué fue de la herradura, señor? —le pregunté—. ¿Por qué fue esa la única que se encontró? Me parece que más de un caballo debió haber botado una herradura.
—¡Ah! Es que nuestros libertinos antepasados probablemente hicieron que se fundieran las herraduras de oro para monedas, después de la destrucción de Olancho Viejo. Pero eso no es todo. Usted sabe que el oro es muy pesado.
—Sí, señor, ¿qué hay de ello?
—Bien, en los primeros días de Olancho, los pescadores ponían pepitas de oro en sus redes para que se hundieran mejor en los ríos. Estas piezas han sido encontradas en los lechos de los ríos con agujeros hechos a propósito para insertar las redes.
—¿Dónde se encontraron esas piezas, señor?
—En Alemán, en El Murciélago y en otros lugares río arriba, cerca de las propiedades de los Zelaya.
El padre corroboró esta declaración y dijo que recordaba bien cuando circulaban historias sobre tales descubrimientos. Temeroso de cortar estos detalles al mostrar escepticismo, continué:
—¿Qué más recuerda usted, don Ignacio, de las viejas crónicas? ¿Ha oído hablar del testamento de la señora... de Manto?
Yo ya había oído sobre ese documento en Juticalpa, pero deseaba que mi anfitrión repitiera la narración, que era, en resumen, la siguiente:
"Hace más de doscientos años, el oro fue descubierto en Olancho y todo el mundo lo acaparaba tanto como podía cuidarlo. Era tal la abundancia, que con una vara se podía extraer hasta una libra diaria".
—¿Una libra, señor? —dije, incrédulo.
—Sí, señor, y más de una libra. El antepasado del señor Ayala, en Juticalpa, tuvo en una ocasión cincuenta libras de oro, que obtuvo comprándolas a los indios.
—Es verdad —agregó el padre—. Él fue uno de los hombres más ricos. Pero eso no sorprende. Si usted examina los escritos de los viejos autores españoles, podrá leer sobre las célebres montañas de oro de San Andrés, en el departamento de Comayagua; allí se encontraron cantidades semejantes.
—Bien —continuó don Ignacio—, en aquellos tiempos, señor, había demasiado oro. Buques cargados de oro —millones— iban a España a engrosar el tesoro del rey, que tenía derecho al quinto de todo lo que se extrajera. En esa época, una señora anciana, que por mucho tiempo había estado ausente de Olancho, murió y dejó por testamento siete cabezas de ganado, cinco caballos y medio celemín (un gran montón) de chispas, pepitas y polvo de oro. Pero con la condición de que, aunque los herederos podían disponer libremente del oro, debían conservar el ganado y los caballos en la familia.
—¿Y por qué eso?
—Sencillamente porque, en aquellos días, la crianza de ganado apenas comenzaba; era escaso y de mucho valor, pero el oro lo podía obtener cualquiera con solo proponérselo.
—Pero cuénteme de Olancho Viejo, señor, que lo mencionó.
Aquí el padre Buenaventura retomó la conversación:
—Usted me ha oído hablar antes de esa ciudad maldita, amigo mío. Es un tema que los olanchanos evitan, pero le diré que fue designio de Dios destruirla como castigo a gentes perversas y sacrilegas
Era evidente que el padre no tenía deseos de hablar sobre Olancho Viejo en presencia de nuestro anfitrión, pero ya había oído lo suficiente para que mi curiosidad se encendiera. Me hice el propósito de visitar las ruinas en mi trayecto.
El testamento arriba mencionado, se dijo, había sido depositado en el viejo archivo parroquial de Manto, a unas cuarenta millas de Juticalpa, que antiguamente fue la capital del departamento, antes de la destrucción de Olancho Viejo. Juticalpa la reemplazó debido a su localización más conveniente.
Temprano a la mañana siguiente, don Ignacio nos preparó un suculento desayuno. Luego de varios "adioses" y del insistente ofrecimiento de que pasáramos otra noche allí, me despedí con una inclinación a la niña Benita, y nuestra pequeña cabalgata partió rápidamente de la hacienda.
A unas diez o doce millas del camino, en la cordillera de montañas, se alzaba el pico más elevado, conocido como El Boquerón, que, según la tradición, había hecho erupción destruyendo la antigua capital. Era visible una grieta semejante al lugar de un derrumbe, y cuando el claro del espeso bosque lo permitía, podían verse inmensas rocas arrojadas en horrenda confusión, como por una gran convulsión de la naturaleza.
El misterio que siempre ha rodeado al lugar, y la superstición de los nativos de que esta fue la causa probable de la destrucción, aumentaron mi deseo de visitarlo. Por primera vez, le confié al padre mi intención de ver las ruinas de Olancho Viejo.
—Ese es un lugar del cual huyen las personas virtuosas y de ánimo recto, mi amigo —me dijo—, y yo no tengo el menor deseo de sufrir la suerte de tantas personas que, según se dice, han perecido llevadas por una curiosidad malsana. Permítame, hijo, informarle que seguiremos directamente a Catacamas, y que no inquietaremos nuestra mente pensando en ese lugar ma***to. Además, los criados no le acompañarán por ningún motivo.
Todas mis súplicas fueron en vano, y como ya habíamos llegado a un punto donde seguir hacia el este implicaba alejarnos mucho del camino, detuve mi caballo y de nuevo le rogué al padre que me acompañara. Pero, sea por superstición o por terquedad, rehusó terminantemente.
Al ver que yo insistía, le aseguró a Víctor que no había peligro y que debía acompañarme en la excursión. Alentado con esto, mi muchacho, aunque a regañadientes, se preparó para acompañarme.
—Mientras tanto —concluyó el padre— yo seguiré para El Real, que está como a veinte millas por camino plano, y usted me alcanzará mañana. La hacienda de Punuare está apenas a unas pocas millas al este de la falda de las colinas, y la encontrará fácilmente por el rastro que dejan los ganados. Puesto que usted ha decidido ver las ruinas, anote toda cosa de importancia y me la hace saber. Adiós, amigo.
Y el buen cura espoleó su caballo y siguió con su sirviente por el camino hacia El Real, hasta que ambos se perdieron de vista.
Víctor cargó mis mantas sobre su caballo y me precedió en la ruta hacia las ruinas. De su relato, obtenido de otras personas, se desprende que, exceptuando algunos vaqueros que ocasionalmente se aventuran por ahí en busca de ganado o mulas extraviadas, pocas personas han tenido la audacia de aproximarse al sitio de la ciudad que fue destruida por algún cataclismo natural.
La historia que me relató era la misma que ya había oído antes, acorde con la superstición natural de un pueblo católico, aislado y primitivo. La gran riqueza de Olancho, en la antigüedad, se había concentrado en esta población, que otrora fue una especie de emporio local de la moda y el lujo. Los dueños de las haciendas residían en ella y acaparaban un inmenso tesoro, producto del laboreo de las minas del alto Guayape y de la compra de oro a los indios.
Los habitantes, sin embargo, eran avaros, y aunque poseían grandes cantidades de oro —tanto que las mujeres usaban polvo de oro en el cabello—, escondían sus tesoros incluso de la Iglesia. En consecuencia, fueron castigados por la cólera divina.
La autoridad eclesiástica encargó una estatua de la Virgen en oro para una de las iglesias. El cuerpo de la imagen fue terminado, pero la gente se negó a aportar el oro para la corona. Así, las sienes santas fueron adornadas con una corona de cuero.
El cura protestó, pero los miserables, cegados por su soberbia y desprecio, chasquearon los dedos en el rostro del sacerdote. La infame profanación fue rápidamente vengada. Mientras el pueblo se congregaba en la iglesia, la montaña estalló con un terrible cataclismo, y en una hora toda la población fue destruida por una lluvia de rocas, piedras y cenizas. Muchos perecieron y los sobrevivientes huyeron aterrorizados.
Después de la destrucción, algunas personas se aventuraron a regresar, pero fueron víctimas de enfermedades súbitas y murieron casi al instante. Los que lograron escapar tomaron rumbo al norte y viajaron hasta la costa en busca de un nuevo asentamiento. Llevaban consigo la corona de cuero, lo único que pudo salvarse de la destrucción total. Acamparon en el sitio que hoy se llama Olanchito, la principal ciudad del departamento de Yoro, después de Trujillo. Allí erigieron una iglesia en la que, según la leyenda, aún puede verse la auténtica corona de cuero descansando a los pies de la Virgen, como símbolo de la cólera divina y del castigo por la impiedad.
Esta narración, por muy católica que parezca, no concuerda con la de Juarros, quien dice que el fundador de San Jorge de Olanchito fue Diego de Alvarado, en 1630. Pero los propósitos de la Iglesia se cumplieron, y como ocurre con algunas de las viejas crónicas, la verdad histórica pasa a segundo plano frente al poder de la fe.
Comparando todas las aseveraciones —tradicionales y no tradicionales— me encontraba indeciso respecto a si Olancho Viejo había sido destruido por una erupción volcánica o por un derrumbe. Y aunque no hay pruebas de erupciones volcánicas en la región atlántica de Honduras, yo me inclino por la primera opción, habiendo observado desde las colinas cercanas a Juticalpa los arrecifes de la montaña próximos al lugar, y habiendo percibido claramente, en días despejados, una grieta que podría indicar un antiguo cráter.
A una milla de las ruinas llegamos a una maraña interrumpida por huecos profundos, árboles caídos y parásitas trepadoras. Cruzando con esfuerzo, finalmente alcanzamos el objetivo de mi búsqueda. La ciudad nunca pudo haber sido de gran tamaño; probablemente no contuvo más de tres o cuatro mil habitantes. No puedo imaginarme un punto más desolado que este.
No había ruinas imponentes o notables, ni columnas derribadas, ni estatuas, ni monumentos artísticos. El viento soplaba ominosamente entre las hojas, como murmurando leyendas antiguas. El ambiente era agreste, solemne, ideal para imponer miedo reverente en las mentes supersticiosas.
Solo se percibían restos dispersos de casas de adobe, antes agrupadas en vecindad. Unas pocas piedras cuadradas —como las usadas en hogares— sugerían pensamientos tristes sobre deudos dispersos y hogares rotos. Una vegetación escasa crecía entre las ruinas. Víctor las atravesó persignándose y diciendo con voz temblorosa: “¡Caramba!”
Atamos los animales a un árbol y penetramos a pie hacia lo que parecía haber sido la plaza. Un montón de adobes señalaba el sitio donde estuvo la iglesia.
—Bueno, Víctor —le dije—, aquí está el castigo a los sacrílegos; pero como nosotros somos buenos cristianos, no hay por qué temer.
—No sé, don Guillermo —repuso—, pero a mí no me gusta mucho ver estas cosas. Vámonos ya a la casa del señor Ordóñez, que está al otro lado del río.
Yo, sin embargo, aún no estaba satisfecho, y proseguimos hacia el pie de la montaña. A medida que avanzábamos, el misterio del paisaje aumentaba. Por doquier crecían jicarales y calabaceras, ofreciendo inútilmente sus frutos. Una majestuosa ceiba, cubierta de flores blancas y rojas, permanecía como una reina triste entre la desolación. Los demás árboles, flacos y deformes, parecían mirar con recelo. En una rama desnuda se veía un viejo mono, solitario errante de la montaña, que nos observaba con cómica insistencia.
No había señales de escoria ni de sustancias volcánicas. Si las hubo, estaban cubiertas por la arcilla de hojas muertas y deslaves. Las faldas empinadas de la montaña, sin rastros de camino, impedían el ascenso. Desde abajo, parecía evidente un derrumbe repentino. La grieta en la cima dejaba entrever la posibilidad de un cráter antiguo. Las cenizas mencionadas tantas veces quizá eran, en realidad, el polvo levantado por el desmoronamiento de los adobes.
Cómo fue destruida Olancho Viejo sigue siendo materia de conjetura. Pero que aquí existió una ciudad bien situada y activa, de eso no hay duda. Se cree, generalmente, que hay mucho oro enterrado bajo las ruinas, pero nadie tiene el valor suficiente para ir a buscarlo. El olvido ha tendido su manto sobre este lugar, y sólo quedan las exageradas leyendas monásticas que hablan de su antigua existencia.
El sol ya descendía hacia el oeste cuando montamos de nuevo y dejamos los precintos prohibidos de Olancho Viejo. La hacienda más cercana era la de Punuare, y para llegar hasta allí fue necesario cruzar el Río de Olancho (nombrado así, supongo, por la vieja ciudad) y recorrer unas diez millas entre montes tupidos, por un camino incierto, con la posibilidad de pasar la noche a cielo abierto.
Agradecí entonces a Víctor por haber empacado las mantas. El Río de Olancho serpentea románticamente alrededor de la base de El Boquerón, nace por la zona de Manió y desemboca en el Guayape, a medio camino entre Catacamas y Juticalpa. Lo vadeamos sin dificultad y entramos por la montaña, siguiendo lo que parecía un trillo de ganado. La oscuridad nos envolvió completamente, salvo por la tenue luz que se colaba entre el follaje.
Imaginé que ese lugar sería una guarida conveniente para el tigre merodeador. Más tarde, sabríamos que, en esos bosques, varias cabezas de ganado habían sido destruidas recientemente por ese animal. Antes de regresar, tendríamos una demostración ocular de su existencia.
Ya era de noche cuando el resplandor de una antorcha lejana y el ladrido de un perro nos indicaron que habíamos seguido el camino correcto.
Punuare es propiedad de los herederos del señor Jesús Ordóñez, de Santa María del Real —o El Real, como se le llama comúnmente— cabecera del municipio del mismo nombre. Los tres hermanos residían en la hacienda y nos brindaron la acogida habitual. Yo era el primer norteamericano que habían visto, y me observaban con gran curiosidad.
Allí encontramos nuevamente al padre Buenaventura, quien había abandonado su plan de llegar hasta El Real, y se deleitaba con una buena taza de café y un cigarro. Después de relatar nuestras aventuras en Olancho Viejo —nombre que provocaba que los hermanos se persignaran apenas lo oían—, nos metimos en nuestras hamacas y despertamos al canto de los hermosos gallos de lidia, que, para protegerlos de los gatos monteses, se guardaban adentro, en una esquina, sobre perchas. (cortesia