17/11/2025
EL RUIDO DEL SILENCIO
Cuando el joven monje Yorin llegó al templo de piedra, buscaba respuestas.
Había pasado años intentando acallar su mente: meditaciones largas, retiros silenciosos, lecturas interminables… y aun así, el ruido interior siempre volvía.
El maestro Shorei lo recibió con una leve inclinación.
—Maestro —dijo Yorin—, necesito que me enseñe a controlar mis pensamientos. Son demasiado ruidosos. Me distraen, me empujan, me agotan.
Shorei lo observó con ojos tranquilos, como si aquel problema fuera tan común como el latido de un corazón.
—Acompáñame —dijo.
Caminaron hasta un pequeño estanque rodeado de bambú. El agua estaba turbia por la lluvia de la noche anterior.
—Mira el fondo del estanque —ordenó el maestro.
—No puedo —respondió Yorin—. El agua está removida.
Shorei tomó entonces una ramita y revolvió aún más la superficie.
El agua se volvió completamente opaca.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Menos aún —respondió Yorin, desconcertado.
El maestro dejó caer la rama y se sentó en silencio junto al borde del estanque. Pasaron unos minutos. Nada más. Ninguna enseñanza espectacular, ningún mantra secreto.
Solo silencio.
Poco a poco, el agua comenzó a asentarse. La superficie se calmó y el fondo apareció con una claridad casi milagrosa.
—El estanque no se aclara por esfuerzo —dijo Shorei—, sino por reposo.
Tus pensamientos son iguales. Quieres detenerlos empujándolos… Por eso se agitan más.
Yorin parpadeó.
—Entonces… ¿qué debo hacer?
El maestro tomó una hoja caída y la dejó flotar sobre el agua quieta.
—Aprende a sentarte contigo. No para controlar nada, sino para dejar que todo encuentre su lugar. La mente se calma cuando ya no la forzamos a hacerlo.
Aquel día, Yorin comprendió que la quietud no se conquista: se permite.