08/09/2025
Me llamo Sofía Gómez, tengo 49 años y he vivido toda mi vida en San Juan, al pie de la cordillera. Enseño literatura en una escuela secundaria, una de esas con patios de cemento agrietado y aulas que huelen a humedad. Siempre he creído que los cuentos esconden verdades, aunque nadie los tome en serio. A veces pienso que por eso me tocó vivir lo que viví. Todo empezó con algo que parecía insignificante: una alumna, Abril, dejó de venir sin avisar. No era raro, pero algo me hizo sentir incómoda. La última vez que la vi, me miró con una cara que no era la suya: vacía, como si la estuviera viendo desde muy lejos. No sabía que esa noche cambiaría todo.
Mi rutina era simple: llegar temprano, corregir exámenes, dar clase, volver a casa, cenar sola. En el aula solía hablar más de lo que debía, mezclando poesía con supersticiones. Esa semana algo cambió. Abril no fue la única en desaparecer: también faltaron Tomás, Celeste y Alan. Al principio creí que era coincidencia, una gripe. Pero los otros profesores también lo notaron. Una tarde, mientras caminaba por el pasillo, vi una luz verde parpadeando por la ventana del aula vacía. Pensé que era un reflejo. Me acerqué, pero no había nada. Esa noche soñé con un zumbido, como de abejas dentro del cráneo. Me desperté sudando, con la sensación de que algo me observaba desde el patio.
A la mañana siguiente, la directora nos pidió no hablar del tema con los alumnos. Nadie quería alarmar. Pero los murmullos crecían: “una luz en el cerro”, “los chicos fueron llevados”, “la policía no dice nada”. Esa tarde, al cerrar el aula, sentí un escalofrío. La tiza se me resbaló de la mano. Me di vuelta y, por un instante, vi una figura alta, delgada, oscura, parada en la puerta del baño. No sé cómo describirla: no tenía cara, pero sabía que me miraba. Parpadeé y ya no estaba. Quise contárselo a alguien, pero me detuve. ¿Quién me iba a creer? Empecé a quedarme más horas en la escuela, como si buscar respuestas ahí fuera más lógico que en mi propia casa.
Empezaron a llegar notas anónimas pegadas en las carpetas de los alumnos. Frases sin sentido: “ya se fueron”, “el portal se abrió”, “no mires arriba del árbol muerto”. Una de esas frases estaba en mi escritorio. Creí que era una broma cruel. Pero esa noche, al volver caminando, pasé por el árbol seco frente al colegio. Miré hacia arriba. Había algo colgando, algo que parecía moverse aunque no había viento. Un bulto. No distinguí qué era, pero olía a azufre, a fierro viejo. El zumbido volvió, esta vez con un silbido agudo, insoportable. Corrí sin mirar atrás. Al día siguiente, alguien más desapareció.
Era la hija de una colega, una niña de 8 años que ni siquiera iba a nuestro colegio. La policía finalmente admitió que había varias denuncias de luces verdes en la zona. Pero el gobierno local pidió silencio “para no causar pánico”. Yo sabía que no era histeria. Una tarde de tormenta, fui al cerro. Caminé entre las piedras hasta que el cielo se abrió con un rayo. En ese instante vi, con claridad brutal, una estructura metálica entre las rocas, como una cúpula oxidada. Y una sombra salió de ella. Sentí que el tiempo se detenía. La sombra se acercó sin mover las piernas. Me habló sin sonido: "te eligieron porque crees". Caí al suelo, con la boca llena de tierra. No recuerdo cómo volví.
Me despidieron de la escuela. Dijeron que necesitaba ayuda psicológica. Me llamaron loca. Nadie quiso escucharme. Pero la directora también dejó de venir. Y su auto apareció quemado en un descampado. Fui a ver a un sacerdote, pero no quiso recibirme. "Estás jugando con fuerzas que no entiendes", me dijeron. Recordé que mi abuela hablaba de luces malas en el monte, de duendes que no eran duendes. Me encerré en casa. Las paredes vibraban de noche. Empecé a escribir todo. Cada símbolo, cada frase. Lo encontré tatuado en la espalda una mañana: un espiral con un ojo en el centro. Yo no lo hice. No sé quién lo hizo.
Una noche el cielo se volvió completamente verde. No era la aurora. Era algo más denso, como si el aire se hubiera vuelto vidrio coloreado. Salí al patio. El suelo temblaba. Vi figuras flotando sobre las casas, como si buscaran algo. Mi nombre se escuchaba en el viento. Sofía, Sofía, repetido mil veces. Me tapé los oídos y grité, pero no tenía voz. Una figura bajó frente a mí. No caminaba, no respiraba. Su presencia era... absoluta. Me mostró algo: una escuela, niños, luz, oscuridad. Y luego nada. Desperté tirada entre los escombros de mi propia casa, como si algo hubiera explotado desde dentro.
No volví a ver a ninguno de los chicos. Pero a veces escucho sus voces desde el viejo árbol seco. No sé si están vivos o si pasaron a otro lado. La cúpula sigue en el cerro, nadie más la ve. O no quieren verla. Yo ya no soy la misma. Algo me habita. Algo observa a través de mis ojos. ¿Tú me creerías si te contara esto?