
28/09/2025
Se repite hasta la saciedad que España fue la gran culpable de todos los males de América, pero cuando uno repasa con serenidad los hechos históricos, la realidad se torna muy distinta. Al marcharse, España dejó en México un territorio con un nivel de riqueza sin parangón en el continente. La Nueva España fue uno de los virreinatos más prósperos del mundo: su minería de plata llegó a representar más de la mitad de la producción mundial en determinados periodos, y el comercio del Galeón de Manila la integró en la primera globalización económica de la historia, conectando Acapulco con Asia y Europa. No hablamos de una tierra atrasada o marginada, sino de un centro neurálgico de riqueza y cultura, dotado de universidades, imprentas, hospitales y una red administrativa que, con todos sus defectos, sentaba las bases de un Estado moderno. Difícilmente puede sostenerse que España abandonara una nación pobre; lo que dejó fue un territorio lleno de potencial que, por desgracia, quedó atrapado en las convulsiones del siglo XIX.
Tras la independencia, no fue España quien encadenó a México, sino Inglaterra. Los británicos, dueños de la banca mundial, aprovecharon la debilidad de la joven república para imponer préstamos en condiciones gravosísimas. Entre 1824 y 1825 se contrataron créditos millonarios en Londres que, lejos de consolidar la economía, la hundieron en un círculo de intereses impagables y moratorias constantes. Se decía en la época que por cada peso recibido se acabarían pagando siete: una imagen que, aunque no literal en términos contractuales, refleja con crudeza lo que significó la dependencia financiera de Inglaterra. No fue la herencia española la que hipotecó a México, sino la voracidad de las potencias financieras que vieron en las nuevas repúblicas un terreno fértil para el saqueo disfrazado de préstamos.
A esto se sumó la intervención francesa de 1862. Francia, bajo Napoleón III, desembarcó tropas en Veracruz con el pretexto de cobrar deudas y acabó lanzando una invasión para imponer un imperio extranjero en tierras mexicanas. El 5 de mayo de ese año, en Puebla, el ejército de Ignacio Zaragoza demostró que México sabía resistir, derrotando a una de las potencias militares más poderosas del momento. Pero después vino la ocupación, la guerra, la violencia, los saqueos y la imposición del efímero Imperio de Maximiliano. Fue Francia, no España, quien asoló entonces el suelo mexicano, intentando arrancar de raíz su soberanía.
Y como si esto fuera poco, Estados Unidos consumó la mayor amputación territorial de la historia de México. La guerra de 1846–1848 terminó con el Tratado de Guadalupe Hidalgo, que obligó a ceder más de la mitad del territorio nacional: California, Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah, Colorado… regiones ricas en recursos que hoy constituyen buena parte de la potencia estadounidense. Quince millones de dólares fue la compensación pactada, una cifra irrisoria frente a lo perdido. No es extraño que en la memoria popular se hable de robo: porque lo fue, disfrazado de tratado internacional bajo la presión de la derrota militar.
Así pues, cuando se repite el mantra de que “los malos son los españoles”, conviene recordar estas realidades. España no despojó a México de la mitad de su territorio; tampoco lo sometió a deudas usureras tras su independencia; no fue España quien envió tropas en 1862 para saquear Puebla ni Veracruz. España, con luces y sombras, dejó un legado inmenso de cultura, instituciones, religión, lengua, derecho y desarrollo urbano que sigue vivo hoy en México y en toda Hispanoamérica. Fueron otras potencias, las que presumían de civilización y progreso, quienes aprovecharon la debilidad del siglo XIX para asfixiar, invadir y desgajar a una nación hermana.
Defender esta verdad no es negar la historia, sino contarla entera. Porque si se trata de buscar culpables, conviene mirar más allá de los tópicos y reconocer que la leyenda negra sigue viva solo porque lo hemos permitido.