26/05/2025
“No estás deprimido… estás distraído.
Así comienza una de las frases más poderosas que nos dejó Facundo Cabral, ese trovador del alma, ese filósofo con guitarra, ese loco cuerdo que nos enseñó a mirar la vida con los ojos del corazón.
Un 9 de julio de 2011, a las 5:20 de la mañana, Cabral se dirigía al aeropuerto La Aurora, en Guatemala, tras haber dado un concierto. Pero nunca llegó. Una ráfaga de disparos alcanzó su camioneta. Murió en el acto. Tenía 74 años.
Iba sin escoltas. Sin miedo. Con la misma sencillez con la que vivió.
Y aunque se lo llevaron, nadie ha podido callar su voz.
Rodolfo Enrique Cabral Camiñas nació el 22 de mayo de 1937 en La Plata, Argentina, pero fue registrado días después en Tandil, el pueblo donde creció con su madre y seis hermanos. Su padre los abandonó antes de que él naciera. La pobreza, el abandono y el frío fueron sus primeros maestros. A los 9 años no sabía leer ni escribir. A los 12 escapó de casa. A los 14, fue arrestado por vagancia.
Y sin embargo, decía:
"No soy de aquí ni soy de allá, no tengo edad ni porvenir..."
Porque más que un hombre, Facundo fue un camino. Un viaje. Un despertar.
Aprendió a leer solo, escuchando las voces de los sabios: Tolstoi, Gibran, Borges, Teresa de Calcuta, Jesús. Cada palabra se volvió semilla. Cada frase, un refugio. A los 21 años, tomó una guitarra por primera vez. Y con ella, encontró la libertad.
En los años 60 cantaba en hoteles de Mar del Plata. No lo hacía por fama ni por dinero, sino por necesidad de hablar, de compartir lo que ardía en su interior. En 1970 escribió su canción más icónica:
“No soy de aquí, ni soy de allá”,
una melodía que rompió fronteras y lo llevó a cantar en más de 160 países.
Pero Facundo no era un cantante común. No usaba coros, ni luces, ni trajes. Subía al escenario con una silla, su guitarra, y una voz que parecía venir del alma del mundo.
Contaba cuentos como plegarias.
Decía verdades como si fueran historias.
Criticaba la guerra, la avaricia, la corrupción, el ego…
Y al mismo tiempo, celebraba lo más sencillo:
un pan con café, un perro callejero, una madre cocinando.
Durante la dictadura militar en Argentina, fue declarado persona no grata. Tuvo que exiliarse. Vivió en México, Estados Unidos, España, Costa Rica, y otros países. Fue ciudadano del mundo.
Y del dolor.
Perdió a su esposa y a su hija en un trágico accidente aéreo.
Y aun así, siguió cantando.
> “La vida no me debe nada”, dijo una vez.
“Al contrario… yo le debo todo.”
En los 90 volvió a Argentina. El país que lo había desterrado, ahora lo recibía con los brazos abiertos. Llenaba teatros, plazas y auditorios. Pero él seguía igual: humilde, ligero de equipaje, viajando con lo justo. Nunca buscó lujos, buscaba historias.
En una de sus últimas entrevistas, dijo:
> “Yo no soy un hombre de éxito. Soy un hombre de paz. Vine a cantar… y eso es lo que hice.”
Y lo hizo. Hasta el último día. Con una guitarra, una silla… y una sonrisa triste.
Cuando se fue, las redes sociales, las radios, las plazas, se llenaron de silencio. De frases. De canciones.
No por su partida, sino porque todos sentimos que su voz no volvería a sonar igual.
Y sin embargo…
Facundo nunca se fue.
Porque mientras exista alguien que escuche con el alma,
que busque respuestas en la poesía,
que cante para sanar, y no para entretener,
Facundo estará ahí.
Como el amigo que te susurra al oído:
> “No estás deprimido…
estás distraído.
Distraído de la vida que te habita.
Distraído de la belleza que te rodea.
Distraído del milagro de cada día…”
Gracias, Facundo.
Gracias por recordarnos que la vida no es tener, sino ser.
Que no se trata de llegar, sino de andar.
Y que, a veces, solo se necesita una guitarra y un corazón valiente para cambiar el mundo.
Tomado de la red, con el alma puesta en cada palabra.