02/11/2025
DIÓCESIS DE SAN ANDRÉS TUXTLA
SAN ANDRÉS TUXTLA, VERACRUZ
Conmemoración de los fieles difuntos
2 de noviembre
HOMILÍA
MONS. JOSÉ LUIS CANTO SOSA
Espero ver la bondad del Señor
Desde los inicios del cristianismo, siguiendo las tradiciones veterotestamentarias (cfr. 2 Macabeos 12, 43-46), las súplicas y oraciones por los difuntos han estado presentes en la comunidad eclesial. Tertuliano, a quien debemos el más antiguo testimonio de la celebración eucarística por los difuntos, recomendaba la oración y la Eucaristía por los difuntos cristianos. (cfr. TERTULIANO, De corona 3; De monogamia 102). Así mismo, en las catacumbas romanas podemos encontrar inscripciones funerarias que testimonian expresiones de fe en la resurrección y en la intercesión por los difuntos.
El paso decisivo ocurrió en el monacato benedictino, particularmente en la Abadía de Cluny, bajo la dirección de san Odilón. En el año 998, el abad dispuso que el día 2 de noviembre, inmediatamente después de la solemnidad de Todos los Santos, se celebrara en todos los monasterios dependientes de Cluny una conmemoración general por todos los fieles difuntos, con el fin de unir la esperanza escatológica de la comunión de los santos con la oración por las almas del purgatorio. Esta iniciativa se difundió rápidamente por toda Europa gracias a la influencia cluniacense.
Hacia finales del siglo XII, dicha conmemoración se hallaba ya incorporada en el calendario litúrgico de la tradición urbana romana, marcando así su difusión y aceptación en el ámbito eclesial más amplio.
Recuerda que eres polvo.
El acto de recordar a los difuntos se remonta a los albores de la historia de la humanidad. El tenerlos siempre presentes se aprecia en muchos pueblos antiguos. Es un común denominador en varias culturas. Cuando se recorren las antiguas «carreteras» romanas (vías) que comunicaban las provincias con la capital, en las orillas de estos caminos vemos monumentos fúnebres para los seres queridos construidos para que los transeúntes los recordaran.
En la Iglesia Católica la Conmemoración de todos los fieles difuntos es una celebración que tiene un valor humano y teológico, abarca todo el arco de nuestra existencia, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para «examinarnos sobre el mandamiento de la caridad» (Catecismo de la Iglesia Católica numeral 1020-1022).
En la casa de mi Padre hay muchas mansiones. La muerte física es un hecho natural del cual nadie escapa. Nuestra experiencia nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente el momento de la muerte. En nuestra fe católica este evento natural nos habla de otro tipo de vida en donde la muerte no existe; esto lo reveló Jesús con toda claridad. La voluntad de Dios es que todos sus hijos participen en abundancia de su propia vida divina (Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado. Pero Dios no quiere, de ninguna manera, que permanezcamos en esa muerte espiritual, y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, los ha hecho morir en su misterio pascual («Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» Rm 8,2). Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria.
La Liturgia da relieve a esta Conmemoración de todos los fieles difuntos por varias razones. Primera, porque los fieles difuntos también son Iglesia o cuerpo espiritual de Jesucristo que han entrado ya en ese mundo sin dolor ni muerte; de ese mismo cuerpo son ellos y nosotros; seguimos unidos. Segunda, porque los fieles ya difuntos cuando caminaron en este mundo sembraron en favor nuestro lo mejor que tenían, y es natural que demos gracias por su vida en la tierra y celebremos nuestra confianza en que, por la misericordia de Dios, hayan vencido a la muerte. Tercera, porque nos recuerdan nuestra vocación cristiana: en el agua del bautismo fuimos simbólicamente sepultados para resucitar a una vida nueva donde han entrado ya definitivamente nuestros hermanos difuntos. Debemos caminar en esa vida nueva.
En el calendario litúrgico para esta Conmemoración de todos los fieles difuntos se dan varias opciones en la elección de Lecturas. En todas ellas hay como tres claves fundamentales: morimos insertos en el misterio pascual de Jesucristo que muere por amor venciendo a la muerte; cuando termina nuestra vida en la tierra, Dios misericordioso nos acompaña; todo lo bueno que hemos intentado sembrar en este mundo, ya no cae en el vacío.
“La muerte no podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Nuestro Señor”.
En Jesucristo hemos percibido que Dios es presencia de amor; nos fundamenta y nos sostiene. En esa Presencia existimos y nos movemos. Si por otro lado Dios es dueño y fuente de la vida, no es posible cue nos abandone en la muerte, ese momento decisivo en nuestra existencia “Ninguno de nosotros vive para sí y ninguno muere para sí mismo; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos, ya muramos, somos del Señor”. Es la verdad que confesamos los cristianos sobre la realidad y desenlace de la vida humana.
“Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte. Si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya”.
Confesamos que la encarnación de Dios, presencia de amor, ha tenido lugar de modo definitivo en Jesucristo. Y que la encarnación continúa de algún modo en todo ser humano. Es lo que real y simbólicamente los cristianos celebramos en el bautismo: sepultados en el agua salimos con una vida nueva; y toda nuestra existencia será bautismal, dejar las obras de muerte para respirar y dar vida. Es la realidad simbolizada en el bautismo: una peregrinación siguiendo a Jesucristo que pasó por el mundo haciendo el bien, y entregando su vida por amor a los demás, ha vencido a la muerte y hoy no dice: “Yo soy el camino”.
“También nosotros andemos en una vida nueva”.
No faltan cristianos con cara de Cuaresma pensando en un juicio final. Olvidan que el Dios, ese juez implacable que se imaginan, se ha revelado ya en Jesucristo como Padre de la misericordia que no sabe más que amar. El juicio final sobre nuestra existencia en la tierra lo vamos dando cada uno mientras caminamos en el tiempo: “tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me iste de beber, fui forastero y me hospedaste, estuvo desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la cárcel y viniste a verme”.
Hoy celebramos el camino que recorrieron nuestros difuntos tratando de seguir esa conducta, y nuestra confianza en Dios revelado en Jesucristo cuyo poder se manifiesta en la misericordia.
En el Evangelio de hoy san Mateo nos habla del retorno de Cristo en su segunda venida que será al final de los tiempos; pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura la existencia de un encuentro personal con Dios después de la muerte de cada uno, y se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe, la esperanza y la caridad. Tenemos ejemplos: la parábola de Lázaro el pobre (Le 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Le 23,43), así como otros textos neotestamentarios, todos ellos nos hablan de la posibilidad de entrar a g***r del Reino de los Cielos o de quedarnos fuera del banquete eterno.
La Conmemoración de hoy nos recuerda esta realidad futura que nos espera. Cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron. Estos «más insignificantes» son nuestros hermanos con mayores necesidades. Lo que hacemos en esta vida tiene resonancias para nuestro examen final. Por eso lo que importa es que seamos buenas personas y luchemos para lograrlo. Procurar no hacer el mal a nadie y tratar de ver a Cristo en lo más necesitados. Nuestra vida es muy corta, nuestros años pasan rápidamente, pero también es muy cristiano saber vivirlos con alegría. Serán más hermosos cuando ayudamos al prójimo y logramos que se contagien de la alegría que un cristiano vive. Un cristiano no puede ser feliz a costa del otro, no dejemos de hacer el bien, aunque muchas veces creamos que a los malos les va mejor. Tratemos que nuestra vida sea un consuelo para todos los que nos rodean, amando a Dios y al prójimo y haciendo lo mejor posible lo que tengamos que hacer. Destruirá la muerte para siempre.
La Conmemoración de todos los fieles difuntos nos invita a Orar por los difuntos es una de las tradiciones cristianas más antiguas. Es muy explicable que, al día siguiente de celebrar a todos aquellos que han llegado ya a la intimidad con Dios, nos preocupemos por todos nuestros hermanos difuntos, que han mu**to con la esperanza de resucitar y con una fe tan sólo conocida por Dios.
Queridos hermanos y queridas hermanas: La Conmemoración de todos los fieles difuntos nos invita a mirar la muerte no como un final, sino como un paso hacia la plenitud de la comunión con Dios. En la liturgia de este día, la Iglesia peregrina se une a la Iglesia purgante en un mismo canto de esperanza, proclamando que Cristo, vencedor de la muerte, es la vida del mundo. Que nuestras celebraciones sean expresión de fe viva, de amor que no olvida y de esperanza que no muere, porque en cada súplica por los difuntos late la certeza del encuentro definitivo en el amor del Padre. Que así sea.
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