21/11/2025
Historia Corta de Terror, Edicion Revolucion Mexicana: El Jinete de la Polvareda
El sol se hundía en el horizonte cuando Tomás Aguilar, un soldado revolucionario, atravesó el desierto rumbo a un pequeño caserío abandonado. Su pelotón había sido diezmado horas antes, y él, cubierto de polvo y sangre, buscaba agua, refugio y silencio.
Las casas estaban vacías, las puertas colgaban de un clavo oxidado, y los gallos no cantaban. Solo el viento arrastraba polvo y cenizas. En medio de la plaza, una figura ecuestre de bronce —un jinete sin rostro— miraba hacia el poniente.
Tomás, exhausto, se refugió en la cantina. El aire olía a mezcal viejo y sudor seco.
Se sirvió un trago, temblando.
—Por los que no regresaron —murmuró, alzando la copa.
Entonces lo escuchó: el galope de un caballo afuera.
Fuerte. Constante. Cercano.
Salió, con el rifle en mano.
La plaza estaba vacía. Solo la estatua del jinete seguía en su sitio, pero… el caballo ahora tenía polvo fresco en los cascos.
Tomás tragó saliva.
Volvió a la cantina, cerró la puerta, y se acurrucó en un rincón. El galope continuaba, cada vez más cerca, dando vueltas a la cantina.
Hasta que cesó.
Al amanecer, salió de nuevo. En la plaza, las huellas del caballo formaban un círculo perfecto alrededor de la cantina. Y frente a la estatua, había otra figura a caballo.
Idéntica a la de bronce.
Solo que ésta goteaba sangre, y bajo el sombrero, Tomás vio su propio rostro, vacío, mu**to, con los ojos abiertos y sin brillo.
Corrió desbocado, sin mirar atrás.
Horas después, unos campesinos lo encontraron vagando sin memoria, murmurando entre sollozos:
—El jinete... el jinete me tomó el lugar...
Años más tarde, cuando la guerra terminó, el pueblo fue hallado entre ruinas. En la plaza quedaban dos estatuas de bronce, una frente a la otra, cubiertas de polvo.
Nadie recordaba cuándo colocaron la segunda.
Ni quién fue el hombre con el rostro idéntico al del soldado desaparecido.