05/09/2025
El camino al autoritarismo
Dr. Manuel Añorve Baños*
Las democracias, nos recuerdan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra “Cómo mueren las democracias”, no suelen colapsar de manera abrupta mediante un golpe de Estado, sino que se erosionan gradualmente desde dentro. Mueren cuando los actores en el poder manipulan las reglas, debilitan los contrapesos y normalizan prácticas que socavan el equilibrio institucional. México, lamentablemente, ha comenzado a transitar por esa senda.
El pasado 1 de septiembre marcó un punto de inflexión con la entrada en funciones de personas juzgadoras electas por voto popular. A primera vista, la medida podría sonar “democrática”, pero en realidad constituye una grave distorsión. La justicia exige independencia, carrera profesional y especialización técnica, no campañas electorales ni clientelas políticas. Convertir a los jueces en actores que dependen del voto y de los partidos significa dinamitar la esencia misma de un poder judicial autónomo. Se trata de un retroceso histórico que pone en riesgo la imparcialidad de los tribunales y la certeza de los ciudadanos frente a la ley.
Paralelamente, el poder legislativo ha dejado de ser un foro de deliberación plural para convertirse en un campo de imposición. Aunque la oposición ha librado batallas importantes, la mayoría de Morena y sus aliados ha utilizado prácticas poco democráticas: limitación en el uso de la palabra, discusiones atropelladas y aprobación exprés de reformas trascendentes sin un análisis parlamentario serio. En un Congreso donde la mayoría ahoga a las minorías, la promesa de la democracia deliberativa pierde sentido.
La eliminación progresiva de órganos autónomos confirma la misma lógica. Estos organismos, creados para garantizar imparcialidad en temas como la transparencia, la competencia económica o la regulación electoral, han sido señalados, debilitados y, en algunos casos, desaparecidos bajo el argumento de que “son costosos” o “herencia del pasado neoliberal”. Sin embargo, su verdadera función ha sido servir como contrapesos frente al poder presidencial. Al reducir su papel o suprimirlos, el sistema político se concentra cada vez más en una sola fuerza, debilitando las salvaguardas institucionales.
Este patrón es preocupante y conocido. Ziblatt lo describe como el tránsito silencioso hacia el autoritarismo: un proceso en el que se mantienen las formas democráticas —elecciones, partidos, congresos—, pero se vacían de contenido.
Se cumple la liturgia electoral, pero los jueces ya no son independientes, el Congreso deja de ser contrapeso y los órganos autónomos pierden vigencia. La fachada democrática encubre un poder concentrado.
El riesgo no es abstracto. La justicia politizada genera desconfianza ciudadana; un Congreso dócil reduce la calidad de las leyes; la ausencia de reguladores independientes abre espacio a decisiones discrecionales y, en última instancia, a abusos de poder. Lo que hoy parece solo una serie de “ajustes” institucionales podría mañana consolidar un régimen con menos libertades y menos derechos.
¿Qué camino vamos a seguir? Esa es la pregunta de fondo. México aún tiene instituciones, sociedad civil y ciudadanía que pueden frenar esta deriva. Pero se requiere conciencia colectiva y una oposición que construya alternativas claras. Defender la democracia no significa idealizar el pasado ni negar sus deficiencias, sino reconocer que los contrapesos son esenciales para que el poder no se convierta en arbitrariedad.
La democracia mexicana si bien aún no está condenada, sí está amenazada. Y si algo enseña la experiencia internacional es que los autoritarismos modernos no llegan con tanques en las calles, sino con reformas legales, narrativas de legitimidad popular y la erosión paulatina de instituciones. El camino hacia el autoritarismo avanza; el siguiente paso es detenerlo antes de que sea irreversible.
*Senador de la República