
11/04/2024
Era una noche oscura y sin estrellas cuando decidí tomar el último autobús para llegar a casa. El reloj marcaba las 12 de la noche y la parada estaba desierta, excepto por un chico que esperaba con una mirada perdida en el horizonte. No tardó en llegar un viejo autobús, con un chirrido que helaba la sangre y un conductor cuya figura no podía distinguirse bien.
Subí al autobús y me senté junto a mi madre, que siempre me acompañaba en esos trayectos nocturnos para asegurarse de que llegara sano y salvo. El chico también subió y se sentó al fondo, sin decir palabra. El autobús arrancó y comenzó a recorrer las calles vacías de la ciudad.
A medida que avanzábamos, una sensación de inquietud comenzó a crecer dentro de mí. Las luces del interior parpadeaban y, a través de las ventanas, las sombras parecían tomar formas extrañas. Mi madre, que siempre había sido mi pilar de fortaleza, se mantenía en silencio, su rostro inexpresivo y pálido como si estuviera ausente.
De repente, el autobús tomó un camino que no reconocía. Las calles se volvieron más estrechas y los edificios más antiguos y deteriorados. Miré hacia el chico al fondo y lo vi mirándome fijamente con ojos que brillaban con una luz sobrenatural.
Intenté hablar con mi madre, pero ella no respondía. Su cuerpo estaba allí, pero era como si su espíritu se hubiera ido. El miedo me invadió y quise bajarme del autobús, pero las puertas estaban selladas. El chico comenzó a caminar hacia mí, y cada paso que daba resonaba en el silencio sepulcral del autobús.
Justo cuando estaba a punto de alcanzarme, desperté. Estaba en mi cama, bañado en sudor y con el corazón latiendo a mil por hora. Fue solo un sueño, pero uno que me recordó que hay cosas en la noche que son mejor dejar en paz. El autobús fantasma y su pasajero misterioso se habían desvanecido, pero la sensación de terror aún persistía en el aire frío de mi habitación.
© Relatos de la Oscuridad