22/07/2025
Durante décadas, los pasillos de una antigua empresa fundada en los años 70 fueron recorridos por una figura constante, silenciosa e ignorada: una mujer con uniforme azul deslavado, paso firme y mirada serena. Se llamaba Rosa María dos Santos, pero casi nadie lo sabía. Para la mayoría, era simplemente “la señora de la limpieza”, “la viejita del balde” o, peor aún, nadie. Sin embargo, todo cambió un viernes, el día que la Dirección Nacional llegó de visita. Ese día, quienes siempre la ignoraron no pudieron levantar la mirada del suelo.
Doña Rosa comenzó a trabajar en aquella empresa cuando tenía apenas 19 años. Llegaba antes que todos, dejaba todo impecable y se iba sin alardes. Hoy, con 64 años, aún cumplía su labor con una puntualidad implacable. Su uniforme azul, sus zapatos gastados y su rostro sereno eran parte del mobiliario para muchos. Nadie le preguntaba cómo estaba, nadie notaba si faltaba. La invisibilidad se había vuelto su compañera.
Pero si bien nadie parecía verla, ella lo veía todo. Escuchaba, observaba, recordaba. Su silencio era el de quien ha aprendido a leer los gestos, las miradas, las verdaderas jerarquías. Jamás respondió con groserías. Jamás se quejó. Pero no por sumisión, sino por sabiduría. Doña Rosa entendía que algunas batallas se ganan con paciencia.
Esa semana, el ambiente en la empresa se alteró. En los tablones apareció un anuncio que sacudió a todos: "Visita de la Dirección Nacional – Viernes". Era la primera en más de diez años. Cundió el pánico. Supervisores, gerentes y empleados comenzaron a maquillar la realidad: escondieron cajas, cambiaron cuadros, limpiaron paredes que habían olvidado. Era una operación cosmética desesperada.
Menos doña Rosa.
Ella siguió limpiando con el mismo ritmo, los mismos lugares, la misma dedicación. Como si supiera lo que los otros no: que una buena mirada distingue entre lo auténtico y lo disfrazado.
🔹 ¿Quién manda realmente en un lugar: el que grita órdenes o el que resiste en silencio?