11/09/2025
Desde Uruapan, Michoacán, Daniela Hinojos nos hace llegar esta historia titulada:
"EL MENSAJE DEL ABUELO"
La madrugada del sábado 13 de agosto del 2016 olía a humo de cigarro Camel, perfume Moschino “Amor Amor” y gasolina Magna. Yo apretaba con fuerza el volante, aunque las manos me sudaban. Tenía apenas 21 años y esa noche había bebido, como ya se había vuelto costumbre, más de lo necesario. Primero fueron las XX Laguer, luego los mojitos y, finalmente, el tequila disque “artesanal” que algún id**ta había repartido como si fuera agua bendita.
De vuelta a casa, las calles estaban desiertas. El aire húmedo de la ciudad se pegaba a los cristales, distorsionando los faroles como si fueran fantasmas. Me incliné sobre el volante y reí sola, recordando la fiesta y última broma de la pedante de Natali, la chamaca más antipática de la universidad; cuando de repente, y sin saber el porqué, el carro zigzagueó como un barco perdido en el mar de asfalto de la ciudad de Uruapan Michoacán.
—No pasa nada… —murmuré con voz pastosa—. Llegaré a casa en quince minutos…
Pero una curva apareció de golpe, más cerrada de lo que mis reflejos entorpecidos por el exceso de alcohol podían procesar. El chirrido de las llantas partió la madrugada y, en el instante siguiente, todo fue un estallido: el impacto contra un poste, el parabrisas hecho añicos, el cinturón de seguridad clavándoseme. Mis gritos quedaron ahogados en el metal, retorciéndose, hasta que, finalmente, el silencio que prevaleció fue tan profundo que se asemejaba a un gran abismo.
El reloj marcaba las 3:42 a.m. cuando la ambulancia entró a toda velocidad por la rampa de urgencias. Dos paramédicos empujaban la camilla conmigo inconsciente, mientras otro gritaba números de presión arterial y frecuencia cardiaca. El urgenciólogo de guardia me recibió con gesto sombrío.
—Politraumatizada, Glasgow de 5, hipotensa… ¡rápido, a choque!
Mi cuerpo estaba destrozado: costillas fracturadas, hematomas, un pulmón colapsado. Mientras me intubaban, la maquinaria del hospital comenzó a orquestar su concierto de pitidos y alarmas.
En cuestión de minutos, quedé conectada a tubos y monitores. Dormía un sueño profundo, pero no era un sueño normal: mi conciencia se había desplazado hacia otro lugar.
Lo primero que sentí fue ligereza. Como si me hubiera sacado un abrigo mojado después de un día lluvioso. Abrí los ojos —aunque no estaba segura de tenerlos— y me encontré flotando a unos metros del suelo.
Debajo de mí, en una cama metálica rodeada de médicos y enfermeras, yacía mi cuerpo. Tubos en la boca, vendas en la frente, sangre en el cabello. La visión me hizo estremecer.
—¿Qué… qué está pasando?
Mi voz no salió de mi garganta sino del pensamiento mismo. Me moví hacia un lado y descubrí que podía atravesar objetos: las paredes del hospital, las puertas cerradas, los carros de medicamentos. Cada cosa material era un velo sin peso.
Me acerqué de nuevo a la cama. Una enfermera pasaba gasas por mi rostro, retirando los fragmentos de vidrio. Instintivamente, extendí una mano para detenerla, pero esta atravesó a la enfermera como v***r de agua. El pánico me invadió.
—¡No estoy mu**ta! ¡No estoy mu**ta! —grité en mi mente.
En ese instante, una luz cálida se desplegó detrás de mí, como si un amanecer hubiese brotado dentro del cuarto. Me giré, y allí estaba. Era un hombre mayor, con sombrero de palma, barba y cabellos blancos, exactamente como lo recordaba de la infancia. El olor a tabaco y café se impregnaba en su presencia, igual que en las mañanas cuando me llevaba al campo.
—¿Abuelo…? —susurré, con un n**o en la garganta.
Don Arturo sonrió con ternura.
—Aquí estoy, mija. No tengas miedo.
Di un paso —o lo que fuera que se pareciera a un paso en aquel estado— y me lancé a abrazarlo. Para mi sorpresa, sentí el contacto: tibio, real, como cuando era niña.
—Abuelo… ¿estoy mu**ta?
Él negó con la cabeza.
—No todavía, pero andas cerquita del límite, y por eso me mandaron a hablar contigo.
No entendía nada. ¿Mandaron? ¿Quiénes?
—Tienes que escucharme, mija—continuó el abuelo—. La vida que estás llevando te va a costar caro si no enderezas el camino.
De pronto, el hospital desapareció. Me encontré de pie en medio de una vasta llanura gris, sin cielo ni suelo claros, solo un espacio suspendido donde todo parecía vibrar. A unos metros, una especie de pantalla translúcida comenzó a proyectar imágenes: eran escenas de mi propia vida.
Me vi a los 15 años, escondiéndome para fumar en la azotea. Luego, a los 17, borracha en una fiesta de la prepa, riendo mientras vomitaba en el baño. Me observé haciéndole caras a los consejos de mi madre e ignorando las llamadas de mi padre; manejando imprudentemente y malgastando en excesos y cosas materiales el poco dinero que ellos con esfuerzos me proporcionaban.
—¡Ya basta! —exclamé, cubriéndome el rostro.
El abuelo me observaba con severidad, pero sin odio.
—Eso mismo decían tus padres, tus hermanos, tus amigas; pero tú nunca escuchaste. Hoy casi le entregas la vida a la muerte por una parranda más.
Las imágenes cambiaron, ahora se mostraba el accidente desde afuera: el coche derrapando, el poste de concreto, la sangre. Después, un destello: el rostro de una niña llorando sobre una tumba, con flores en las manos. Me reconocí en esa niña, años atrás, frente al panteón donde descansaba Don Arturo, mi propio abuelo.
El mensaje era claro: si moría, alguien lloraría por mí del mismo modo.
Caminamos juntos por aquel espacio indefinido hasta llegar a un puente de luz suspendido en la nada. Al otro lado, percibí una sensación de paz indescriptible, como si cada herida, cada miedo y cada vacío se disolvieran.
—¿Qué hay allá? —pregunté, fascinada.
El abuelo suspiró.
—El descanso, la reunión con los que se adelantaron. Pero si cruzas, ya no regresas.
Sentí el impulso de avanzar. ¿Acaso no sería más fácil soltar todo? Sin dolores, sin remordimientos, sin esfuerzos. Pero cuando di un paso hacia el puente, escuché a lo lejos el llanto de mi madre; era un llanto real, vibrante, que provenía de la sala de espera del hospital.
La voz me atravesó como un dardo. Me giré hacia el abuelo, temblando.
—No puedo dejarlos.
Él asintió.
—Entonces tendrás que luchar; pero luchar de verdad, con disciplina. No basta con arrepentirse, hay que cambiar.
El tiempo en aquel plano no obedecía reglas humanas. Podían ser segundos o días, pero yo sentí que la charla con mi abuelo se extendía como un río. Él me mostró fragmentos de lo que podía ser mi vida si seguía por el mismo camino: más accidentes, enfermedades, soledad. También me mostró un posible futuro distinto: despertando cada mañana sin resaca, dedicando energía a mi carrera de diseño gráfico, ayudando a mi madre con los gastos, viajando no para huir sino para crecer.
Finalmente, la luz comenzó a desvanecerse.
—Tu cuerpo está luchando —dijo el abuelo—. Tienes que volver.
—¿Volver? ¿Y tú?
Él acarició mi rostro con la suavidad de una brisa.
—Yo me quedo aquí, pero estaré vigilándote. Cada vez que quieras rendirte, acuérdate de esta plática.
Quise abrazarlo de nuevo, pero el entorno comenzó a deshacerse como arena en el viento. El hospital reapareció lentamente: las luces blancas, los monitores, los médicos. Repentinamente, fui absorbida de golpe hacia mi cuerpo.
Durante las siguientes 48 horas, permanecí en coma. Los doctores mantenían a mi familia informada, aunque siempre con cautela: “El pronóstico es reservado”.
Dentro de mi mente, yo libraba otra batalla. Oscuras sombras aparecían, representando mis vicios: botellas que se convertían en serpientes, risas burlonas que me jalaban de los pies hacia la nada. Pero cada vez que me sentía flaquear, recordaba el rostro del abuelo.
En la sala de espera, mi madre sostenía un rosario gastado; mi padre caminaba de un lado a otro; mis hermanos mayores, Matías y Joshua, platicaban en silencio, como escapando del dolor. Todo ese amor se filtraba en mi alma, empujándome hacia la superficie.
La tarde del segundo día, un ligero movimiento en mi mano hizo que la enfermera corriera a dar parte. Mis ojos se entreabrieron, turbios por la luz; la primera figura que distinguí fue la de mi madre, con lágrimas desbordadas.
—¡Gracias a Dios, Dani!
Quise hablar, pero el tubo en mi garganta me lo impedía; solo pude apretar débilmente la mano de mi madre. En mi mente, sin embargo, formulé una promesa: “No más excesos; no más descuidos. Voy a aprovechar la segunda oportunidad que me dieron”.
Las semanas siguientes fueron un proceso lento de recuperación. Fisioterapia, medicamentos, cicatrices que sanaban a su propio ritmo; pero lo más profundo ocurrió dentro mí. Cada noche, al cerrar los ojos, recordaba la voz de mi abuelo, el puente de luz y el espejo de mis errores.
Dejé el alcohol, incluso cuando mis amigas me invitaban con insistencia; retomé la universidad con una disciplina que jamás había mostrado; ayudé a mi madre a pagar algunas cuentas trabajando en un estudio de diseño. Y en los silencios oportunos, hablaba con mi abuelo como si siguiera ahí, escuchando.
—Gracias por detenerme a tiempo —le decía en mis pensamientos—. Gracias por no dejarme cruzar.
Con el paso del tiempo, comprendí que no todos tienen la suerte de despertar después de un accidente así. Yo lo había hecho, y con una claridad renovada.
Años más tarde, ya graduada y con una vida estable, volví al panteón donde descansaba don Arturo, mi abuelo. Llevaba flores frescas y un cuaderno lleno de bocetos. Me arrodillé frente a la lápida y sonreí.
—Lo logré, abuelo. Sigo aquí, y estoy viviendo bien.
El viento sopló entre los árboles y, por un instante, creí escuchar su voz:
—Eso quería, mija: Que vivieras.
Finalmente, comprendí que aquel encuentro en el umbral de la muerte no había sido una experiencia cercana a la muerte, sino la lección más real de mi vida.