05/08/2025
En México, ser artista es un acto de fe. Uno trabaja con la misma devoción con la que otros rezan; sin pruebas de que será remunerado y con la certeza de que, si algún pago llega, no será gracias a las autoridades. Porque normalmente los que desgobiernan, dicen apoyar la cultura, pero a veces creo que confunden “fomentar el arte” con “amenizar sus eventos”. Así que las oportunidades laborales para un artista suelen ser tan vagas como las promesas de campaña. Están ahí, flotando en el aire, hasta que uno intenta agarrarlas y se desvanecen como humo. En estas condiciones, tarde o temprano llega el momento de enfrentar la herejía profesional. La de buscar trabajo fuera del arte. Y ahí es cuando el pintor se convierte en burócrata potencial, el musico en aspirante a recepcionista, y el escritor en alguien que escribe su propio epitafio laboral; Curriculum Vitae.
Así es como yo mismo he sido: mesero, librero, cocinero, herrero, servidor público, jornalero, ranchero y, en mis horas mas bajas o mas creativas, consultor improvisado de todo lo que aparezca en la sección de “empleos varios” del buscador de Google. Así que, cuando la realidad aprieta, uno aprende que la supervivencia laboral es un arte paralelo al arte mismo.
No sé en que momento, redactar solicitudes para postularse a un trabajo se volvió un genero literario. He escrito tantas en estos últimos meses, como nunca antes lo había hecho y apenas después de ese tiempo, recibí la respuesta de dos lugares. Un logro que en otra época hubiera merecido una celebración, pero que hoy sígnica abrir la puerta a un espectáculo de burocracia creativa.
Esta vez no hubo entrevista, café y charla civilizada, la bienvenida fue un enlace a un examen psicométrico. Esa sofisticada herramienta moderna para saber si uno es el candidato ideal, el enemigo publico numero uno o un factor de riesgo para la estabilidad emocional del jefe de recursos humanos. Uno entra creyendo que es un trámite. A los diez minutos, se da cuenta de que no esta respondiendo lo que piensa, sino lo que cree que ellos quieren que piense, o lo que cree que ellos creen que debería pensar. Un ejercicio de telepatía y adivinacion empresarial en el que cualquier respuesta puede incriminarloa uno. Casi como ser confundido con una bruja, en la época en la que se les quemaba.
Le anexo aquí, estimado lector o lectora, unos cuantos ejemplos de este festival de sospechas:
- ¿Puede trabajar bajo presión?
Por supuesto. De hecho, llevo mucho tiempo trabajando bajo la presión de no saber como voy a pagar la luz, el internet; de hacer milagros con el dinero de la despensa y de inventar razones para no contestar llamadas de números desconocidos. La presión laboral, comparada con la domestica, me parece un recreo, siempre y cuando haya un poco de café y un ventilador decente.
- ¿Trabajaría, aunque no le pagaran?
Marqué “sí” y sonreí, porque a esas alturas ya llevaba dos horas contestando esto gratis. Y pensé que era como esas promociones en las que te regalan una taza si compras diez cafés; aquí la taza es el trabajo, pero primero tienes que demostrar que eres capaz de aguantar la sed.
- ¿Le molesta trabajar horas extras sin pago?
Uno sabe que contestar “sí” es honesto pero suicida, y que “no” es prudente pero humillante. Yo puse “no”, con la esperanza de que no me tomaran por mártir, aunque la pregunta me dejó pensando. ¿Será que esperan que uno, además de trabajar gratis, les agradezca? Ya me vi en los convivios de la empresa celebrando por las ocho horas extras que me convirtieron en empleado del mes y consumidor habitual del “complejo b” de las farmacias de genéricos.
La psicología que en sus inicios nos ayudaba a ser libres, entender la mente, curar traumas, explicar por qué soñamos con exámenes cuando ya salimos de la escuela. Hoy, en manos de las empresas, parece diseñada para otro fin; detectar, con precisión quirúrgica, quien podría organizar una revuelta, robarse las lapiceras de la oficina o cuestionar por qué no hay papel en el baño. No buscan ayudarte a comprenderte, sino a clasificarte en categorías de zoológico laboral; “manso”, “servil”, “obediente” y “potencialmente peligroso para el equilibrio espiritual del jefe o jefa”. Y todo este esfuerzo, toda esta sofisticada maquinaria de preguntas capciosas y gráficos de colores, para ofrecerte, al final, un salario que en la entrevista llaman “competitivo” que en la vida real es lo que gana un fontanero en una tarde. Eso sí, con prestaciones que parecen inventadas por un guionista de comedia absurda, “apoyo del cincuenta porciento en el pago del gimnasio” y la oportunidad de llevarte a casa tu propio estrés. El salario por supuesto, es “acorde al mercado”, pero al del centro de la ciudad, no al de valores. Lo maquillan con frases como “ambiente dinámico, oportunidad de crecimiento o proyectos retadores”, que en español llano significan “trabajo para tres personas, por el sueldo de una” y “crecerás”, en deudas, claro. Lo mas admirable es la seguridad con la que lo dicen, como si de verdad creyeran que uno va a emocionarse por ganar lo suficiente para pagar una renta, o la mitad. Es como si esperaran qué, “por amor a la camiseta”, uno aceptara comer maruchan de lunes a viernes y de postre, motivación empresarial.
En una parte del examen apareció una imagen inquietante. Eran dos mujeres mirándose fijamente, con una expresión que parecía que estaban a punto de estrangularse la una a la otra. La dinámica era elegir cual, de dos frases, que proponía la encuesta, merecía más porcentaje de aprobación. La primera: “en el trabajo las mujeres siempre causan conflicto por su actitud competitiva”, misógina como pocas. Digna de colgarse en una cantina del siglo XlX. La segunda: “en el trabajo, cuando hay rivalidades, lo mejor es fingirse sumiso para sacar ventaja”, humillante, pero con toque maquiavélico que haría reír a Maquiavelo y llorar a la dignidad. No supe que marcar, era como elegir entre ser acusado de machismo o de servilismo estratégico.
- ¿Si fuera un animal, cual sería y por qué?
Aquí marqué “delfín”, porque suena simpático, pero luego pensé que quizás esperan “abeja”, por trabajadora, o “perro”, por fiel. También consideré “camaleón”, para adaptarme, aunque eso podría interpretarse como inestabilidad. Al final elegí “delfín” y me quedé con la duda de si eso me descartará por no tener aletas operativas en entornos corporativos.
Al final, el examen no revela quien es uno, pero si quienes son ellos. Desconfiados, con miedo, obsesionados con encontrar trabajadores obedientes que sonrían mientras firman su condena a salario mínimo. Y uno al cerrar la computadora, se queda pensando que quizás buscar trabajo no es tanto una cuestión de demostrar habilidades, sino de aprender a navegar en un mar de sospechas ajenas, donde cada respuesta que das es juzgada como si llevara un subtexto oculto. Tal vez el verdadero psicométrico lo hacemos nosotros mismos, cada vez que nos preguntamos; ¿hasta qué punto puedo torcerme sin romperme?
Tal vez por eso, mientras terminaba el examen, me descubrí pensando que, aunque me ofrezcan un escritorio, una nomina y un gafete con mi foto pixelada, lo único que me mantiene cuerdo es seguir escribiendo. No porque la escritura pague la luz, ya quisiera, sino porque es lo único que me permite no sentirme domesticado. Me pregunto si no será ese, en el fondo el objetivo real de estas pruebas. No averiguar si sabes sumar o trabajar en equipo, sino medir cuantas vueltas puedes dar en la rueda antes de darte cuenta que eres un hámster. Y ahí es donde yo me bajo, porque prefiero correr en círculos en la hoja en blanco que en la jaula corporativa.
La escritura mal pagada, incomprendida, invisible para quienes diseñan estos exámenes, es la única forma que conozco de no arrodillarme del todo. quizá sea un lujo, quizá una necedad, pero es la manera de decir: “aquí estoy, pero no me tienen”. Escribir es no firmar sin leer las letras chiquitas, es no aceptar un salario que te condena a la miseria perpetua; disfrazado de oportunidad, es recordar que todavía hay un lugar donde puedo decidir las preguntas y las respuestas. Usted dirá que eso no paga el gas ni la despensa, y tendrá razón. Pero dígame ¿Cuánto vale conservar la voz propia en un mundo que te exige callar y marcar casillas? ¿Cuánto cuesta mirar de frente a la modernidad y decirle que no, que sus evaluaciones psicométricas no pueden definir quién soy? Para mi, escribir es ese acto mínimo, casi invisible, de rebelión contra la esclavitud moderna. Una forma de resistencia tan pequeña como un punto final, pero que a veces, basta para detener una frase entera. Si voy a contestar preguntas absurdas, que sean las que yo mismo me invento, y si no hay empleo que me aguante, al menos que quede este texto como constancia de que yo tampoco me dejé aguantar.
✒️ Jorge Vargas