07/07/2025
MADRE SUPERIORA
El Día de los Difuntos, Teresa, la madre superiora del convento de San Gabriel, recorría las oscuras calles del pueblo con un pequeño bulto envuelto en los brazos. Ese año, el invierno se había adelantado y un viento helado soplaba sobre la villa a esa intempestiva hora, las dos de la mañana.
La monja avanzaba cautelosa, vigilando todas las ventanas y evitando las zonas más iluminadas, pero, pese a todas sus precauciones, una figura que no pertenecía a este mundo seguía sus pasos muy de cerca, amparada por la oscuridad.
La madre superiora, ajena a la presencia de aquel que la seguía, avanzaba casi invisible por las calles oscuras del pueblo. Pero su perseguidor no necesitaba verla; él había detectado el suave aroma del recién nacido, y con eso era suficiente.
Teresa finalmente dejó atrás las últimas casas del pueblo y decidió encender el pequeño farol que llevaba consigo, creyendo que así ahuyentaría a los lobos que acechaban en la noche.
Pero eso solo la hizo más visible para su perseguidor, que, alimentado por su aguda percepción, notó la tenue luz del farol y se acercó aún más a la monja. Iba tan cerca que podría haberle arrancado la cabeza si hubiese querido, pero su misión era otra y debía observar y esperar.
La monja avanzó con determinación entre la espesura hasta llegar a un antiguo puente de madera que cruzaba un río de aguas turbulentas. En mitad del puente, como si hubiera escuchado algo, se detuvo abruptamente y miró primero a su alrededor hasta comprobar que estaba completamente sola y después al bebé que dormía plácidamente entre sus brazos.
Con una voz cargada de odio, apenas un susurro, le dijo al bebé: "No deberías haber nacido", mientras lo levantaba sobre la baranda y lo dejaba caer hacia las aguas frías y oscuras.
En el momento en que el bebé abandonó los brazos de Teresa, una mano lo atrapó en el aire. El extraño, que había estado siguiéndola desde las sombras, emergió en toda su presencia. Sus ojos brillaban con una luz terrible mientras sostenía al niño con facilidad.
La monja, asustada, sacó una cruz de su hábito y se enfrentó al monstruo.
—¡El Señor me protege, demonio! ¡Dame a ese niño!
Su perseguidor, lejos de asustarse, se acercó ignorando su cruz y, con una voz que parecía venir desde las profundidades del abismo, le espetó riendo despectivamente:
—¿Me llamas demonio, “monja”? Esa cruz y tu fe fingida no te protegerán de mí. —Luego, curioso, preguntó— ¿Por qué lo arrojaste al río?
Teresa, desesperada, gritó con furia: ¡EL NIÑO DEBE MORIR! ¡ES FRUTO DEL PECADO!
Entonces el ser, perdida toda compostura y mirando fijamente a Teresa con sus ojos brillantes, contestó furioso:
—¿Te atreves a hablarme de pecado tú, monstruo? Los únicos pecados son los que cometéis vosotros con aquellas pobres novicias a las que debíais proteger. Pero tranquila —añadió más calmado— aún tienes una posibilidad de redimirte… ¡Siempre que sepas volar! Y sin darle tiempo a reaccionar, el “monstruo” arrojó a Teresa sobre el puente.
Luego, recogiendo al pequeño y cantándole para que se calmase, lo envolvió entre sus alas y volvió al pueblo.
Créditos a su autor. Explorador RZ