02/11/2025
En la noche del 1 de noviembre de 2025, durante la tradicional celebración del Festival de Velas en el centro histórico de Uruapan (Michoacán), el alcalde independiente de la ciudad, Carlos Manzo Rodríguez, fue asesinado a balazos. 
El ataque ocurrió cuando el edil, popularmente conocido como “el del Sombrero”, estaba junto a ciudadanos, incluyendo niños, en lo que debía ser un gesto de convivencia y memoria por el Día de Mu***os.  Según informes oficiales, uno de los agresores fue abatido y al menos dos personas fueron detenidas en el lugar. 
Un hombre que quiso cambiar el rumbo
Desde su toma de posesión en septiembre de 2024, Manzo se presentó como un alcalde sin concesiones: denunciaba públicamente la presencia del crimen organizado en la región, exigía protección federal para su municipio y rechazaba negociar con las mafias que dominan territorios como Uruapan.  En septiembre de 2025, luego del as*****to de un policía municipal, advirtió: “Si no hay atención… vamos a dejar que el pueblo haga justicia por su propia mano”. 
Lo paradójico y trágico: actuó en un escenario donde ya otros habían caído por ejercer su función cívica. En la misma plaza donde fue atacado, meses antes fue asesinado el joven periodista Mauricio Cruz Solís, luego de entrevistar a Manzo. 
El escenario asfixiado por el “narco-gobierno”
El crimen que se comete contra un funcionario popular en pleno evento público deja pocas dudas: la lógica que regula esta violencia es la captura de los espacios de poder local por parte del narcotráfico. Investigaciones recientes muestran que muchas muertes de alcaldes y candidatos en México obedecen al intento de los grupos criminales de controlar gobiernos municipales para asegurar territorios, rutas, extorsión y otros negocios ilícitos. 
En Uruapan, la presencia del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y otros grupos es documentada: por ejemplo, Manzo divulgó públicamente que en la zona operaban células con armas de alto calibre, que había campos de adiestramiento del narco, y que la impunidad era la norma.  Esta muerte, por tanto, no es un hecho aislado sino parte del tejido de violencia en donde los “narco-gobiernos” articulan criminalidad y poder político local.
Hoy, al llorar la pérdida de Carlos Manzo Rodríguez, nos enfrentamos a una verdad brutal: en este país, la rendición de cuentas queda sepultada por la violencia, la rendición simbólica se vuelve literal, y la esperanza se convierte en riesgo. Murió un hombre que quiso que su comunidad viviera segura, que quiso hacer visible lo invisible, y que lo pagó con su vida.
Mientras tanto, el “narco-gobierno” —esa alianza informal entre el crimen, el poder político local y la economía ilegal— sigue su obra gigantesca: campos de reclutamiento, territorios sin ley, funcionarios que callan, o que pagan con sangre. Las autoridades prometen investigaciones, detenciones y que “no quedará impune” —pero el patrón se repite y la impunidad sobrevive.
Las instituciones están exhaustas. El tejido social está desgarrado. Los ciudadanos, al ver morir a su alcalde en público, reciben un mensaje devastador: “Aquí manda otro que no votaste”. Y sin embargo, justamente en ese momento, la resistencia se vuelve urgente. Porque rendirse es aceptar que la muerte y el miedo ganen la plaza.
Carlos Manzo se llevó consigo la voluntad de muchos de que las cosas sean distintas. Que la democracia no sea fachada. Que el poder local no sea botín. Y aunque su voz hoy está silenciada, su muerte exige que hablemos. Que exijamos. Que recordemos que la libertad no es gratis.
Descanse en paz, Carlos Manzo. Que tu partida sea semilla de todo lo que seguimos debiendo