Elixir de Miedo

Elixir de Miedo ¡Bienvenidos a la morada del misterio y lo paranormal! Sumérgete en el escalofriante mundo del terror

La noche en que cortaron la barba de DiosEste relato fue escrito por:  Marciel G., Elixir de Miedo, inspirada en la hist...
04/11/2025

La noche en que cortaron la barba de Dios
Este relato fue escrito por: Marciel G., Elixir de Miedo, inspirada en la historia enviada por: Susana Victoria.
El polvo del camino se levantaba como un velo marrón bajo los pies de los dos hermanos.
Eran las siete de la tarde y el sol, cansado, se escondía tras los cerros del poniente. El padre los había mandado a la tienda, y aunque el trayecto no era largo, aquel camino de tierra parecía estirarse cada día más, como si el pueblo quisiera alejarlos del mundo.

En la orilla del arroyo, sentado sobre una piedra, estaba Don Fidel.
Su barba blanca, enmarañada y brillante, caía hasta el pecho. Tenía los ojos húmedos de fe, o de locura.
Le decían el Loco del Puente, y juraba que Dios le había hecho una promesa: que mientras su barba siguiera creciendo, el mundo seguiría existiendo. Que si un día la tijera tocaba su piel, el cielo se partiría como vidrio.

—Dios sostiene mi mano —decía—. Y mi barba sostiene el mundo.

Carlos, el mayor, se rio. Su hermano, Julián, lo imitó con nerviosismo.
El viejo solo los miró y rezó más fuerte. El murmullo de su voz se confundió con el crujido de las hojas secas.

Aquella noche, mientras el pueblo dormía, los hermanos no podían dejar de pensar en el anciano.
La fe del loco les resultaba irritante, casi insultante.
—¿Y si de verdad cree que sostiene el mundo? —dijo Carlos riendo—.
—Entonces, que pruebe sin barba —respondió Julián.

Salieron a las tres de la mañana. La calle estaba vacía, las lámparas ap***s respiraban luz.
El aire olía a hierro y a tierra húmeda.
Encontraron a Don Fidel dormido bajo el puente, arropado con una cobija que ap***s era sombra.
El rumor del arroyo parecía contener la respiración.

Carlos se agachó, sacó una navaja pequeña y con una sonrisa le arrancó un mechón de barba.
El viejo ni se movió.

Entonces se oyó.
Un relincho. Largo. Profundo.
El sonido no venía de este mundo.

Los dos voltearon hacia el camino y vieron el v***r saliendo de la tierra, como si algo hirviera debajo.
Una figura emergió del suelo: una mujer vestida de negro, pálida, con el cabello cubriéndole el rostro. Caminaba sin tocar el suelo, con los pies ap***s rozando el polvo.

Los hermanos retrocedieron, paralizados. La siguieron con la mirada hasta que se detuvo frente a la vieja capilla y se desvaneció, hundiéndose en el suelo.

—¿Viste eso? —susurró Julián.
—Corre.

No pudieron. El miedo les ancló las piernas.
Y entonces, una voz detrás de ellos.

—No teman.

Don Fidel estaba de pie, mirándolos con una serenidad que dolía.
Su barba ya no era blanca: era gris, manchada de polvo y tiempo.
Les dijo que cada madrugada esa mujer buscaba su alma perdida, que solo aparecía mientras hubiera fe.
—Cuando el último deje de creer —dijo—, ella dejará de venir. Y cuando ella no vuelva… la oscuridad no tendrá a quién temerle.

El anciano los acompañó de regreso.
Nadie habló. Solo se escuchaba el crujir de las ramas y el eco lejano de un gallo que cantó antes de tiempo.

Al llegar a casa, el padre los esperaba.
Tenía la cara pálida, los ojos abiertos como si acabara de ver un mu**to.
—¿Con quién venían? —preguntó.
—Con Don Fidel, papá. Nos trajo él…

El padre guardó silencio. Luego señaló el retrato colgado junto a la puerta.
El viejo del cuadro tenía la misma barba blanca.

—Ese hombre murió hace treinta años —dijo.

Nadie habló más.
Carlos abrió la mano y vio el mechón que había guardado por burla: era ceniza.

Esa noche, el viento sopló con fuerza.
El cielo tembló un segundo.
Y bajo el puente, el cuerpo de Don Fidel no estaba más. Solo quedaba su rosario hundido en el barro.

Reflexión final:
A veces el mundo no se sostiene por las manos del sabio, sino por la fe del loco.
Y cuando reímos de lo que no entendemos, algo allá arriba deja de brillar.
Quizás, en este instante, alguien más esté sosteniendo el hilo del amanecer por nosotros.

03/11/2025

¿Árbol que nace torcido?

02/11/2025

Algunas cosas no deberían ser recordadas... y mucho menos desenterradas.
Ven, ven a bailar conmigo
Autor: Marciel G. - Elixir de Miedo
Hay cosas que duermen bajo la tierra. Entidades que esperan, no con la paciencia de una roca, sino con el hambre de una tumba.
En un rancho perdido entre hectáreas de maíz, donde el horizonte era una línea temblorosa de calor, una niña ayudaba a sus padres en la cosecha. El sol era un ma****lo dorado sobre su nuca. Sus manos, pequeñas y ásperas, se movían entre las hojas secas del maíz, que susurraban como voces de papel. Fue entonces cuando observó en la tierra.
Semienterrada, como un hueso olvidado, yacía una muñeca. Sus ojos de un cristal azul profundo parecían absorber la luz del cielo. Su piel era de un plástico liso y perfecto, y su sonrisa, pintada con una delicadeza antinatural. No era una muñeca de fábrica; tenía un aire artesanal, único. ¿Quién la habría dejado allí, en medio de la nada? La niña no se hizo la pregunta. Para un niño, un tesoro no necesita historia, solo un dueño. Y ahora, era suyo.
Durante años, esa muñeca fue su confidente, su única hermana en la vasta soledad del campo. Le contaba cuentos que el viento se llevaba y compartía con ella su canción favorita, ven, ven a bailar conmigo, y bailaban en el silencio de las noches estrelladas. Era su reflejo, su otro yo hecho de plástico y misterio.
Pero el tiempo, como bien saben ustedes, es un veneno lento. La niñez se desvaneció como el rocío de la mañana. La escuela secundaria trajo consigo nuevos intereses: muchachos torpes, música ruidosa y el anhelo desesperado por escapar de aquel rancho que ahora le parecía una jaula de polvo y sol. La muñeca, aquel ídolo de su infancia, fue relegada al olvido. No en un ático, sino en una caja de madera carcomida, en el fondo de una bodega.
Pasaron los años. La joven, ahora una mujer de 23, se preparaba para empezar una nueva vida en la ciudad con su prometido. Mientras empacaba los fragmentos de su pasado, sintió un impulso, una punzada de nostalgia. Decidió abrir aquella vieja caja de madera.
Ustedes que me escuchan, ¿pueden imaginar el horror de ver la corrupción en lo que alguna vez fue puro? Porque lo que encontró allí dentro no era un recuerdo. Era una profecía. Una aberración.
El grito que escapó de su garganta no fue humano. Fue el sonido de una mente que se quiebra al presenciar lo imposible.
La muñeca había envejecido.
Pero no como envejece un objeto, no. El tiempo no se ensaña así con el plástico. Esto era algo más. Una red de grietas finas como telarañas surcaba el rostro que una vez fue liso. El plástico, antes rosado, tenía ahora un tono amarillento, cadavérico, salpicado de manchas que parecían hematomas seniles. Los labios pintados estaban agrietados y retraídos en una mueca horrible, y el cabello… el cabello se había caído en mechones, revelando un cuero cabelludo de plástico desnudo y manchado. Sus extremidades, antes robustas, parecían ahora delgadas, casi esqueléticas.
Pero lo peor eran los ojos. Aquellos ojos de cristal azul profundo ya no estaban. En su lugar, había dos orbes lechosos, opacos, como los de un ciego. Ojos que parecían haber visto eones de oscuridad y ahora miraban hacia adentro, hacia un vacío insondable.
¿Cómo? ¿Cómo era posible? El aire en la bodega se volvió denso, pesado, cargado con una malevolencia tangible. Ya no era un lugar de recuerdos; era el nido de algo antinatural.
Los meses que siguieron fueron un descenso en espiral. El horror no se quedó en la caja. Se filtró en la casa, en sus vidas. No eran los clichés de las películas. Eran cosas pequeñas, íntimas y enloquecedoras. Un objeto que no se caía, sino que se desplazaba al borde de una mesa cuando nadie miraba. Una sombra en la visión periférica que se encogía y desaparecía al voltear la cabeza. Y sobre todo, la sensación. Esa espantosa, ineludible sensación de que, en la quietud de la casa, unos ojos invisibles la seguían. Unos ojos viejos, ciegos y llenos de rencor.
Su prometido, un hombre de lógica y razón, intentaba buscar explicaciones. Corrientes de aire, la casa vieja, el estrés. Pero incluso él comenzó a callar cuando, una noche, ambos escucharon un sonido proveniente de la habitación de invitados donde habían guardado la caja. Un sonido de pisadas pequeñas secas, un eco como el de hojas mu**tas rozándose. El sonido de la vejez.
La noche del final llegó sin aviso.
Ella despertó con una presión insoportable en el pecho. No podía respirar. Abrió los ojos a la oscuridad de su cuarto y... La muñeca envejecida estaba sentada sobre ella. Y sus ojos… sus ojos ya no eran ciegos. Ardían con una luz helada, una inteligencia antigua y rapaz que la paralizó por completo.
Una voz pequeña llenó la habitación, una cacofonía de sílabas que incomprensibles pero graves y cavernosas. Era el sonido de la energía siendo drenada, del calor huyendo del cuarto. La temperatura se desplomó.
Y entonces, la forma física se rindió. El caparazón de plástico pareció… disolverse. La muñeca se desvaneció para dar paso a lo que realmente era: una figura de sombras retorcidas, una silueta humanoide pero incorrecta, con contornos que vibraban como el aire sobre el asfalto caliente. Un agujero en la realidad.
El eco escalofriante de una risa llenó la habitación. Pero no era la risa de un niño. Era la risa de algo que solo pretendía serlo, una burla cruel de la inocencia.
Su esposo, despertado por el frío antinatural, solo pudo ver la silueta oscura derramándose sobre ella como una mancha de tinta viviente. Los gritos de su mujer no eran de dolor, sino de algo peor: de aniquilación. La figura sombría pareció fundirse con ella, no en un acto de posesión, sino de consumo.
Y luego, el silencio. Un silencio absoluto, pesado, roto solo por el llanto aterrorizado del hombre.
La sombra se desvaneció lentamente, dejando tras de sí una opresión en el aire y la certeza de que no se había ido, solo se había mudado. Quizás en busca de un nuevo juguete, una nueva alma joven para amar… y luego olvidar.
La mujer, después de aquello, nunca volvió a ser la misma. Sobrevivió, si a eso se le puede llamar vida. Las cicatrices que le quedaron no estaban en su piel, sino en su alma. A veces, en el silencio de la noche, su esposo la oye cantar, ven, ven a bailar conmigo, en las noches estrelladas. A veces, cuando se mira al espejo, no es su propio reflejo el que le devuelve la mirada, sino el de una anciana con ojos vacíos y una sonrisa agrietada y terrible.

02/11/2025

No me llores

31/10/2025
Historia enviada por: Lobo Lobo LoboCuentan los abuelos que había una mujer en el pueblo que, tras un trágico accidente,...
31/10/2025

Historia enviada por: Lobo Lobo Lobo
Cuentan los abuelos que había una mujer en el pueblo que, tras un trágico accidente, perdió a sus padres. Desde ese momento, se sumió en la locura. Era una hija única, y el dolor la consumía. Los vecinos hablaban entre susurros sobre cómo siempre, al pasar por la casa donde vivió con ellos, se podía escuchar su voz. Decían que hablaba con sus padres, aunque estos ya no estaban.
Se la veía deambular por el pueblo, vestida con ropas sucias, el cabello enredado, recolectando flores marchitas del suelo. Siempre parecía hablar sola, respondiendo a órdenes invisibles. "Hera, ve a recoger flores", repetía una y otra vez, como si los ecos de su infancia la guiaran.
A pesar de que los vecinos intentaban ayudarla, ofreciéndole comida y ropa, ella nunca las usaba. Las flores y el retrato de sus padres colgado en su pecho eran su único tesoro. Con el tiempo, se acercó el Día de Mu***os, y su ausencia comenzó a preocupar a todos. Nadie la veía y, en el pueblo, la inquietud creció.
Finalmente, decidieron buscarla. Cuando llegaron a su casa, lo que encontraron los dejó paralizados. Una mujer de espaldas, bien arreglada, estaba limpiando. Con nerviosismo, se acercaron. “¿Sabes algo de la joven que vivía aquí?”, le preguntaron. Al volverse, vieron que era ella, la que había perdido a sus padres hacía un año.
Los vecinos no podían creerlo. "¿Cómo es que estás así?", le preguntaron. “Quiero que mis padres vean la casa limpia cuando vengan mañana”, dijo ella, con una risa inquietante que retumbó en el aire. Aún recordaba que cada vez que venían, encontraban todo sucio, así que se empeñó en dejarlo todo impecable.
Los vecinos, algo perturbados, decidieron seguirle la corriente. Le preguntaron si ya había puesto su ofrenda, pero ella bajó la mirada y admitió que aún no había podido, que solo podía ofrecer un vaso de agua y algunas flores. Entonces, los vecinos le dijeron que la ayudarían, y su felicidad fue evidente.
Mientras algunos armaban el arco de flores de cempasúchil, otros la llevaron a preparar tamales. A medida que avanzaba la tarde, la ofrenda estaba lista. Antes de que se marcharan, insistieron en que no la dejaran sola, pues sería la primera vez que estaría en casa sin sus padres. Pero ella, con una confianza inquietante, les dijo que no se preocuparan, que estaría bien.
Al caer la noche, algunos vecinos decidieron quedarse a vigilarla, ocultándose para observar. Desde su escondite, vieron a la joven moverse inquieta, limpiando y arreglándose, hasta que, de repente, desapareció de su vista. La inquietud se apoderó de los que se quedaron.
Eran casi las doce de la noche cuando un fuerte golpe resonó en la puerta. La joven salió corriendo para abrirla, y los vecinos, asomándose, vieron que estaba sentada a la mesa, con una bandeja de tamales. Comenzó a hablar con alguien. “¡Papás, coman! He hecho tamales!”, decía, riendo. Pero no había nadie más allí.
El miedo se instaló en ellos, y decidieron huir de la casa. Al amanecer, armados de valor, regresaron. Al entrar, encontraron los tamales aún humeantes en la mesa y tres tazas de atole llenas. Sintiéndose cada vez más inquietos, se dirigieron a la habitación. Allí, la encontraron tendida en la cama, con una sonrisa en los labios, pero mu**ta.
Comprendieron, aterrorizados, que sus padres habían venido a buscarla. Ya no habría más soledad ni sufrimiento. La joven había encontrado la paz que tanto anhelaba, y el pueblo nunca olvidaría su trágica historia.

La Noche y sus HorariosEsta historia fue escrita por Marciel G., Elixir de Miedo,  inspirada en el relato enviado por:  ...
31/10/2025

La Noche y sus Horarios
Esta historia fue escrita por Marciel G., Elixir de Miedo, inspirada en el relato enviado por: Carolina Bravo
Hay pactos que se firman sin tinta y sin papel. Acuerdos silenciosos entre los hombres y las horas mu**tas. Hay líneas invisibles que se trazan cuando el sol se rinde, y cruzarlas es invitar a que la propia noche te recuerde, con una paciencia terrible, quién es el verdadero dueño del terreno que pisas.
Esta es la crónica de Juan Suárez, un hombre de otro tiempo, de un pueblo llamado Baraya, donde el calor aplastaba las voluntades y el aguardiente era un refugio contra los fantasmas… o una invitación para ellos.
Juan era un personaje tallado a hachazos por la vida. Su estampa era inconfundible: un sombrero que era parte de su cráneo y unas uñas que desafiaban la lógica. Eran largas, casi como garras, cuidadas con una vanidad que bordeaba lo siniestro. Esa noche, Juan había ahogado sus p***s y su juicio en alcohol. Regresaba a casa cuando las calles ya no eran de los vivos, sino un escenario vacío esperando a sus verdaderos actores.
El aire no olía a nada y a todo. Olía a polvo antiguo, a flores nocturnas y a esa electricidad estática que precede a lo inevitable. La oscuridad era una entidad, una materia espesa que amortiguaba el sonido de sus propias botas.
Fue en ese corredor de silencio donde la realidad sufrió una fractura. Una pequeña figura agachada, un recorte hecho de la misma sombra, jugaba con un montículo de arena que parecía haber brotado del suelo como un tumor. Era un niño. O la silueta de uno.
La soberbia del borracho es un tipo de locura. Juan, en lugar de sentir el escalofrío que le habría salvado, sintió una irritación territorial. Se plantó frente a la anomalía.
—¿Niño, qué haces a estas horas? —su voz rasgó el silencio.
La pequeña figura no levantó la cabeza. Respondió con un tono monótono, sin inflexión.
—Aquí… jugando con tierra.
La respuesta, tan simple, le erizó la piel a Juan. Había algo profundamente incorrecto en ella. Insistió, inclinándose, su sombra devorando al pequeño.
—¿Qué estás haciendo, te pregunté?
La misma letanía, como una grabación macabra.
—Aquí… jugando con tierra.
Juan, ofendido por la simpleza, insistió. La respuesta fue la misma. Una letanía que empezó a vaciar el mundo de sentido. La ira, ese veneno estúpido, se apoderó de él. En un acto de arrogancia monumental, extendió su mano y hundió sus garras en la cabeza de la criatura.
—¡Vas a decirme qué estás haciendo!
Y entonces, el juego terminó.
La cosa bajo su mano dejó de ser pequeña. Se estiró hacia arriba, no como un cuerpo que crece, sino como una sombra que se alarga para devorar la luz. Sus huesos crujieron con la música de una dislocación imposible. Su forma se convirtió en una blasfemia geométrica, una figura larguirucha y antinatural cuya mera presencia era una ofensa a la razón.
El alcohol se ev***ró del cuerpo de Juan, reemplazado por un terror puro, químico. Soltó a la criatura y el instinto tomó el control. No corrió; fue lanzado hacia adelante por el pánico. Detrás de él, no había pasos, sino el impacto sordo y rítmico de algo inmenso, algo que se movía con la cadencia de un péndulo del in****no.
El portón de su casa apareció como la promesa de un santuario. En un último, desesperado espasmo de vida, saltó. Un arco imposible sobre la madera, impulsado por el miedo a lo que venía detrás. Cayó al otro lado, un s**o de huesos temblorosos. Su sombrero, su corona de orgullo, rodó por el suelo.
El silencio que siguió fue peor que el ruido. Un silencio absoluto, denso, cargado de una inteligencia maligna. Y desde esa quietud, al otro lado del portón, una voz se arrastró por el aire. Grave, antigua, una voz que era la misma tierra hablando.
——Considera un regalo que ese sombrero cayera de tu lado...
Juan se quedó petrificado, sintiendo cada palabra como un clavo helado en su nuca.
—… porque venía a enseñarte, a ti y a tu soberbia, a quién le pertenece realmente la noche.
Nunca más volvió Juan Suárez a llegar tarde a su casa. Nunca más sus uñas largas tocaron a nadie con ira. Porque aprendió, de la forma más espantosa, que cuando el sol se oculta, el mundo deja de ser nuestro. Y que hay guardianes en la penumbra, esperando pacientemente a que los arrogantes, como él, cometan un error.
Buenas noches.

Sección: Cosas de la vida real La TradiciónAutor: Marciel G.  Elixir de MiedoEscapé del sótano donde me encerraron, pero...
31/10/2025

Sección: Cosas de la vida real
La Tradición
Autor: Marciel G. Elixir de Miedo
Escapé del sótano donde me encerraron, pero tuve que dejar a mi hijo. Cuando volví por él, llamó 'mamá' a otra mujer
El día que mi hijo nació, la tierra tembló. No fue un terremoto real, fue el temblor de mi alma al saber que algo mío, tan puro y nuevo, había llegado a un mundo viejo y lleno de trampas. Lo llamamos Tlanextli, que en mi lengua significa "luz de la mañana". Pero en la hacienda de mis suegros, pronto descubrí que hay quienes prefieren la oscuridad.
Mateo, mi esposo, insistió en que pasáramos los primeros meses allí. “Para que el niño sienta sus raíces”, decía. Sus raíces. No las mías. La hacienda era un monstruo de adobe y tejas viejas, aislada del mundo por kilómetros de polvo y silencio. Su madre, Elena, me sonreía con dientes que parecían demasiado blancos. Su padre, Arturo, un hombre de espalda rígida y ojos fríos, nunca me miraba a mí, sino a mi vientre y, después, a la cuna de mi hijo.
La conversación sobre "la tradición" empezó como un murmullo.
—En nuestros tiempos —decía Arturo una noche, con la vista fija en el fuego—, el primer nieto era una bendición para los abuelos. Una ofrenda. Nos devolvía la vida que se nos escapaba.
Elena asentía. —Es el círculo, Itzel. Los hijos cuidan de los padres, y el primer fruto de sus hijos nos pertenece. Es para que la sangre no se envejezca.
Mateo miraba su plato, mudo. Yo sentí un hielo recorrer mi espalda. No era una tradición, era una sentencia. Era la primera vez que oía algo así. En mi pueblo, los niños son de la madre, el cordón umbilical es sagrado.
Una mañana, Tlanextli tenía fiebre. Elena me apartó. "Tú no sabes", dijo, y le dio un té de hierbas extrañas. El niño durmió por horas, un sueño pesado, sin vida. Cuando intenté quitárselo de los brazos, Arturo se interpuso.
—El niño se queda con nosotros. Es la tradición. Tú eres joven, puedes tener más.
—¡Es mi hijo! —grité.
La respuesta fue una puerta de madera gruesa cerrándose. Me encerraron en el sótano. Olía a tierra húmeda y a tiempo podrido. A través de la puerta, escuchaba los llantos lejanos de mi hijo. Mateo vino una vez. Suplicó a través de la madera.
—Itzel, por favor. Solo un tiempo. Mis padres no están bien… El niño les da alegría. Entiéndelo.
—Sácame de aquí, Mateo. Y saca a nuestro hijo.
No hubo respuesta. Solo el sonido de sus pasos alejándose. Entendí que mi esposo era solo un eco de la voz de sus padres. Estaba sola.
La ventana del sótano era una rendija enrejada a ras del suelo. Durante días, o semanas —perdí la noción del tiempo—, usé el único pendiente que me quedaba, una pequeña pieza de plata afilada, para escarbar el mortero podrido alrededor de un barrote. Mis dedos sangraban, pero el llanto de mi hijo, que cada vez oía más débil, era el único combustible que necesitaba. Una noche de luna nueva, el barrote cedió. Salí de ese agujero como un animal que escapa de una trampa. Corrí. Corrí sin mirar atrás, con el corazón hecho pedazos, porque huir significaba dejar a mi hijo atrás. Pero quedarme significaba morir.
Llegué a la ciudad sucia, descalza y con el alma rota. Fui a la policía. Me miraron con desdén. "Disputa familiar", dijo un hombre gordo detrás de un escritorio. "¿Indígena, verdad? Ustedes tienen sus costumbres. Vuelva a casa con su marido".
La desesperación es un maestro cruel. Sin dinero, sin nadie, empecé a trabajar de lo que pude: limpiando casas. Dormía en albergues, comía lo que sobraba. Cada moneda que ahorraba era para él. Cada noche, soñaba con su rostro. Me prometí a mí misma que no volvería como una víctima suplicante, sino como una fuerza imparable.
Pasaron cinco años.
Cinco años de limpiar la suciedad de otros mientras la mía me consumía por dentro. Ahorré. Aprendí a leer y a escribir mejor. Aprendí cómo funciona el mundo fuera de mi pueblo. Trabajaba para la señora Clara, una abogada retirada, viuda y de corazón duro pero justo. Ella vio algo en mí. Un día, después de un silencio de años, le conté todo. Le hablé del sótano, de mi hijo, de la "tradición".
Su rostro se transformó. La indignación brilló en sus ojos. "Eso no es tradición, Itzel", me dijo con una voz firme. "Eso es un delito. Y vamos a recuperar a tu hijo".
Volvimos a la hacienda. No en un autobús destartalado, sino en la camioneta de Clara, con una orden judicial y dos agentes de la policía estatal. Yo no era la misma mujer que había escapado por un agujero. Mi ropa era sencilla, pero mi espalda estaba recta.
Arturo abrió la puerta. Su rostro envejecido se contrajo al verme. Detrás de él, un niño de cinco años me miraba con ojos curiosos y desconocidos. Mi Tlanextli.
—Mamá —dijo el niño, corriendo hacia Elena.
Esa palabra, dirigida a otra, fue la puñalada final.
La pelea fue legal, no física. Clara fue implacable. Secuestro, retención ilegal. Mateo y sus padres intentaron defenderse hablando de sus costumbres, de su soledad, de que solo querían darle al niño una vida mejor.
—¿Y la vida de la madre? —preguntó Clara en la corte—. ¿Su derecho no cuenta? ¿O es que por ser mujer e indígena, sus sentimientos valen menos?
Gané.
Recuperar el tiempo perdido es una mentira. El tiempo no se recupera, solo se puede empezar a construir de nuevo sobre las ruinas. Mi hijo al principio me llamaba por mi nombre. Le costó entender que yo era su madre. Tuvimos que aprender a conocernos, a sanar juntos.
A veces, en el silencio de la noche, mientras lo veo dormir, me pregunto: ¿dónde termina la tradición y empieza el egoísmo? Es cierto que en algunos pueblos, los abuelos ayudan a criar, los lazos son fuertes. Pero la historia de Arturo y Elena no era sobre comunidad. Era sobre posesión. Sobre llenar su propio vacío devorando la vida de otros.
La controversia, para mí, no existe. Ninguna tradición puede justificar el robo de un hijo. Ninguna soledad da derecho a destruir una familia. Ellos no querían revivir; querían una transfusión de sangre joven para su vejez egoísta. Y en el proceso, casi me desangran a mí. Pero sobreviví. Y ahora, cada amanecer, cuando mi hijo me abraza y me dice "mamá", sé que recuperé mi luz, mi Tlanextli. Y esa es la única tradición que importa.

Y la madre que faltabaAutor: Marciel G.  Elixir de MiedoA Soledad no le importaba el silencio. Al contrario, lo cultivab...
31/10/2025

Y la madre que faltaba
Autor: Marciel G. Elixir de Miedo
A Soledad no le importaba el silencio. Al contrario, lo cultivaba. Su trabajo consistía en borrar las huellas del día, en devolverle a los pisos del Hospicio Cabañas ese brillo vidrioso, casi líquido, que por unas horas reflejaba los techos altos como un lago negro y tranquilo. Su única compañía era el zumbido monótono de la pulidora, un insecto metálico que se arrastraba con ella por los corredores vacíos.
Soledad era una mujer hecha de rutinas y ausencias. Su vida era un pasillo largo y pulido como los que limpiaba, sin marcas. Por eso, la primera vez que vio la huella en la piedra, la consideró una simple imperfección.
En medio del Patio de los Naranjos, había una pequeña mano impresa. No era de lodo; parecía hecha con la más pura humedad. Frunció el ceño, pasó el trapo y la marca se desvaneció. Al día siguiente, estaba allí de nuevo. Misma forma, misma claridad fantasmal. Soledad la limpió con una irritación que no entendía.
La mano siguió apareciendo y se convirtió en el centro de su rutina. Ya no la limpiaba con rabia, sino con un ritual cansado. Empezó a observarla. Era la mano de un niño muy pequeño. A veces, bajo la luz pálida de la luna, le parecía que la piedra alrededor de la huella estaba sutilmente más fría.
Fue entonces cuando empezó a escuchar el canto.
Era un murmullo sin palabras, una melodía tan frágil y triste como el ala de una polilla. No parecía venir de ningún lugar en concreto, sino del aire mismo. Soledad, en su inmensa soledad, no sintió miedo. Al contrario, la melodía se le hizo compañía. Después de unas noches, sin darse cuenta, empezó a tararearla mientras trabajaba, su propia voz llenando el vacío con aquella tonada melancólica.
Pero la soledad de Soledad era un pozo más profundo que su miedo. Empezó a hablarle a la mano.
—Otra vez aquí, ¿eh? —susurraba—. Eres terco.
Una noche, en un impulso que la avergonzó, dejó un caramelo de menta junto a la huella antes de irse. A la mañana siguiente, el caramelo no estaba. Y la mano impresa parecía, de alguna manera, menos tensa.
El hospicio comenzó a responder a su canto. Una noche, mientras tarareaba la melodía, una pesada puerta de madera se cerró de golpe a su paso, no como una amenaza, sino como un sobresalto, como si el edificio contuviera la respiración. Otra vez, sintió una súbita caída de temperatura, un frío que olía a tierra mojada y a ozono, que la rodeó por un instante y luego se desvaneció.
Una noche, mientras tarareaba la canción con más claridad que nunca, sucedió algo distinto. Al pasar por el patio, vio que la huella de la mano ya no estaba sola. A su lado, empezando un camino hacia el oscuro corredor de los antiguos dormitorios, había otra. Y luego otra. Un rastro de pequeñas manos mojadas que la invitaban a seguir.
La curiosidad, o quizás esa soledad atroz que se parece tanto a la esperanza, fue más fuerte que su miedo. Siguió el rastro, su propio tarareo sirviéndole de guía en la penumbra. Cada huella que pasaba era un paso hacia una atmósfera más delgada, más irreal.
El rastro la llevó a una pequeña habitación al final del pasillo, una que siempre estaba cerrada. Esa noche, la puerta estaba entreabierta.
Dentro no había nada. Solo polvo y la silueta de una pequeña cuna dibujada en el suelo por la ausencia de este. En el centro de la habitación, el aire temblaba. Y en ese temblor, se formó la figura tenue de un niño pequeño, de espaldas a ella, temblando como si tuviera un frío infinito.
El corazón de Soledad se rompió. Todo su instinto, toda su vida vacía, se volcó en un solo impulso: consolar.
Dio un paso hacia el niño, tarareando suavemente la melodía que los había unido. El niño se giró lentamente. Sus ojos vacíos oscuros, su boca dulce y vacía llena de una soledad tan antigua como la piedra. Y extendió su pequeña mano transparente.
No hubo advertencias. No hubo fuerzas invisibles. Solo la melodía triste que los envolvía a ambos y una elección. En la mano extendida del niño, Soledad no vio un fantasma. Vio un eco, un alma atrapada en un bucle de frío y soledad. Vio un reflejo de sí misma.
Entendió que el niño no quería hacerle daño. Solo quería compañía. Quería que alguien cantara su canción con él para no sentirse tan solo.
Ignorando el frío que le helaba el alma, Soledad dio el último paso.
Y tomó la mano del niño.
En el instante en que sus dedos tocaron los de él, el canto cesó. El frío desapareció. El silencio regresó, pero ya no era un silencio vacío, sino un silencio compartido. De paz. De aceptación.
El niño sin rostro se acurrucó contra ella, y Soledad, por primera vez en incontables años, sintió que su vida ya no era un pasillo vacío.
A la mañana siguiente, los guardias encontraron el hospicio como siempre. La pulidora de Soledad estaba guardada. Su bolso y su abrigo habían desaparecido. Nadie volvió a saber de ella. Se convirtió en una anécdota más del lugar.
Pero el nuevo encargado de la limpieza nocturna a veces se detiene en el Patio de los Naranjos. Jura que, en las noches, cuando la luna ilumina la piedra, se puede ver algo. No es una marca. No es una huella.
Es el brillo de la piedra. En un punto del suelo, el brillo es distinto. Es más profundo, más suave. Y si te fijas bien, muy bien, puedes ver que tiene la forma de dos manos, una de mujer y una de niño, unidas para siempre en el corazón inmóvil de la piedra. Y a veces, solo a veces, cree escuchar el débil murmullo de una mujer tarareando una canción de cuna.
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© 2025 Marciel G. para Elixir de Miedo. Todos los derechos reservados.
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