04/11/2025
La noche en que cortaron la barba de Dios
Este relato fue escrito por: Marciel G., Elixir de Miedo, inspirada en la historia enviada por: Susana Victoria.
El polvo del camino se levantaba como un velo marrón bajo los pies de los dos hermanos.
Eran las siete de la tarde y el sol, cansado, se escondía tras los cerros del poniente. El padre los había mandado a la tienda, y aunque el trayecto no era largo, aquel camino de tierra parecía estirarse cada día más, como si el pueblo quisiera alejarlos del mundo.
En la orilla del arroyo, sentado sobre una piedra, estaba Don Fidel.
Su barba blanca, enmarañada y brillante, caía hasta el pecho. Tenía los ojos húmedos de fe, o de locura.
Le decían el Loco del Puente, y juraba que Dios le había hecho una promesa: que mientras su barba siguiera creciendo, el mundo seguiría existiendo. Que si un día la tijera tocaba su piel, el cielo se partiría como vidrio.
—Dios sostiene mi mano —decía—. Y mi barba sostiene el mundo.
Carlos, el mayor, se rio. Su hermano, Julián, lo imitó con nerviosismo.
El viejo solo los miró y rezó más fuerte. El murmullo de su voz se confundió con el crujido de las hojas secas.
Aquella noche, mientras el pueblo dormía, los hermanos no podían dejar de pensar en el anciano.
La fe del loco les resultaba irritante, casi insultante.
—¿Y si de verdad cree que sostiene el mundo? —dijo Carlos riendo—.
—Entonces, que pruebe sin barba —respondió Julián.
Salieron a las tres de la mañana. La calle estaba vacía, las lámparas ap***s respiraban luz.
El aire olía a hierro y a tierra húmeda.
Encontraron a Don Fidel dormido bajo el puente, arropado con una cobija que ap***s era sombra.
El rumor del arroyo parecía contener la respiración.
Carlos se agachó, sacó una navaja pequeña y con una sonrisa le arrancó un mechón de barba.
El viejo ni se movió.
Entonces se oyó.
Un relincho. Largo. Profundo.
El sonido no venía de este mundo.
Los dos voltearon hacia el camino y vieron el v***r saliendo de la tierra, como si algo hirviera debajo.
Una figura emergió del suelo: una mujer vestida de negro, pálida, con el cabello cubriéndole el rostro. Caminaba sin tocar el suelo, con los pies ap***s rozando el polvo.
Los hermanos retrocedieron, paralizados. La siguieron con la mirada hasta que se detuvo frente a la vieja capilla y se desvaneció, hundiéndose en el suelo.
—¿Viste eso? —susurró Julián.
—Corre.
No pudieron. El miedo les ancló las piernas.
Y entonces, una voz detrás de ellos.
—No teman.
Don Fidel estaba de pie, mirándolos con una serenidad que dolía.
Su barba ya no era blanca: era gris, manchada de polvo y tiempo.
Les dijo que cada madrugada esa mujer buscaba su alma perdida, que solo aparecía mientras hubiera fe.
—Cuando el último deje de creer —dijo—, ella dejará de venir. Y cuando ella no vuelva… la oscuridad no tendrá a quién temerle.
El anciano los acompañó de regreso.
Nadie habló. Solo se escuchaba el crujir de las ramas y el eco lejano de un gallo que cantó antes de tiempo.
Al llegar a casa, el padre los esperaba.
Tenía la cara pálida, los ojos abiertos como si acabara de ver un mu**to.
—¿Con quién venían? —preguntó.
—Con Don Fidel, papá. Nos trajo él…
El padre guardó silencio. Luego señaló el retrato colgado junto a la puerta.
El viejo del cuadro tenía la misma barba blanca.
—Ese hombre murió hace treinta años —dijo.
Nadie habló más.
Carlos abrió la mano y vio el mechón que había guardado por burla: era ceniza.
Esa noche, el viento sopló con fuerza.
El cielo tembló un segundo.
Y bajo el puente, el cuerpo de Don Fidel no estaba más. Solo quedaba su rosario hundido en el barro.
Reflexión final:
A veces el mundo no se sostiene por las manos del sabio, sino por la fe del loco.
Y cuando reímos de lo que no entendemos, algo allá arriba deja de brillar.
Quizás, en este instante, alguien más esté sosteniendo el hilo del amanecer por nosotros.