Elixir de Miedo

Elixir de Miedo ¡Bienvenidos a la morada del misterio y lo paranormal! Sumérgete en el escalofriante mundo del terror

Coma, Venganza y FuegoAutor: Marciel G. Elixir de MiedoUna fiesta elegante. Luces tenues, música suave de fondo. Ricardo...
20/07/2025

Coma, Venganza y Fuego
Autor: Marciel G. Elixir de Miedo

Una fiesta elegante. Luces tenues, música suave de fondo. Ricardo, trajeado, copa en mano, se ríe con una mujer joven y exuberante. Elena los observa desde la escalera. No hace escándalo. Ya no. Solo respira profundo. En el piso de arriba, Sofía, su hija, pinta en su habitación, auriculares puestos. El cuadro: una mujer caminando entre sombras.

A LA MAÑANA SIGUIENTE
Elena sirve café. Ricardo entra tambaleándose, lentes oscuros, resaca evidente.

ELENA
(limpia sin mirarlo)
—¿Te divertiste anoche?

RICARDO
—No empieces, Elena. Era una cena de negocios.

ELENA
—¿Negocios con perfume barato y risas fingidas?

RICARDO
(gruñe)
—No tienes idea de lo que es cargar con todo esto. Tú solo estás aquí. Viendo pasar la vida.

ELENA
—Yo estuve aquí... cuando llorabas en el baño, cuando te arrestaron en Cancún, cuando casi pierdes la empresa. No me vengas con que "tú cargas".

Ricardo se acerca con una sonrisa cínica.

RICARDO
—¿Sabes qué cargas tú? Resentimiento. Y arrugas.

CUARTO DE SOFÍA – TARDE
Sofía dibuja en su libreta. Elena entra con una sonrisa triste.

SOFÍA
—¿Peleaste con él otra vez?

ELENA
—Solo hablamos. Como siempre.

SOFÍA
—Mamá... te mereces otra vida.

ELENA
(le acaricia el cabello)
—Eres la única razón por la que me quedé.

UNA NOCHE
Sofía maneja su coche. Lluvia intensa. Llama a su madre por manos libres.

SOFÍA
—Mamá, se me está empañando el vidrio... No veo nada...

Cruza una intersección. Luces. Gritos. Un impacto brutal.

EN UN RESTAURANTE DE LUJO
Ricardo está con su amante. Su teléfono vibra. Varias llamadas de Elena.

Amante (riendo):
—¿La bruja otra vez?

Ricardo (molesto):
—Siempre exagera… seguro se le acabó el vino.

No contesta. Elena, desesperada, sigue marcando. Sin respuesta.

DE MADRUGADA EN EL HOSPITAL
Elena llora frente a una cama. Sofía, inconsciente, tubos conectados, cara ensangrentada. Un médico intenta consolarla. Los doctores fueron claros: no había esperanzas.

EN CASA – AL DÍA SIGUIENTE
Ricardo entra tambaleando. La casa está en silencio. Elena lo espera en el pasillo.

RICARDO
—¿Qué haces despierta? Son las... ¿qué hora es?

ELENA
—La hora en que enterraste a tu hija sin matarla.

RICARDO
—¿De qué hablas?

ELENA
—Está en coma, Ricardo. Sofía está rota... Y tú estabas... riendo. Con una cualquiera.

Silencio. Ricardo se quita los lentes. Por primera vez parece afectado. Pero no pide perdón.

RICARDO
—Yo... no sabía.

ELENA
—Exactamente.

Ricardo vuelve a irse de la casa.

Elena, sola frente al espejo. Ojos hinchados. La cámara gira lentamente mientras saca de una caja vieja una libreta forrada en cuero oscuro. Antigua. Usada. Abre la primera página.

VOZ DE ELENA
"El dolor tiene memoria. Y la tierra, hambre."
"La tierra que devuelve lo que se le arranca."

Entre los papeles, un ritual antiguo.

Elena ya no reza. Ya no pide. Ahora invoca.

Traza símbolos con ceniza y clava las uñas en la tierra húmeda.

ELENA (voz rota):
—Si hay algo allá abajo… si hay algo que escucha… préstame tu poder. No por justicia, no por piedad. Por venganza.

La tierra tiembla. Las velas se apagan. Algo despierta.

Un gusano negro, largo, húmedo. Ella no gritó.

El gusano salió del jardín, subió por Elena y se introdujo por su boca.

Desde entonces, dejó de dormir. Dejaba comida a un lado sin probarla. Las enfermeras empezaron a evitarla. Decían que hablaba sola, que murmuraba cosas raras al oído de su hija. Que una vez una lámpara explotó cuando Elena se sentó a rezar.

Hasta que lo encontró. A él. A su esposo. Abrazado con la amante, riéndose de algo en una esquina de la ciudad. Nadie notó su presencia. Se acercó sin hacer ruido. Silenciosa, como si flotara.

Y entonces sucedió.

El gusano salió por su boca. Cayó al suelo con un pequeño sonido pegajoso. Caminó en línea recta, directo hacia los pies de la amante. Se detuvo. Subió por su pierna, desapareció por su ombligo. Elena solo observó. No dijo nada.

La amante se puso rígida. Un segundo después, sonrió mostrando unos colmillos nuevos, largos, torcidos. En un movimiento brutal, desgarró la garganta de Ricardo con las manos. Después, se incendió. Nadie entendió por qué. Las llamas la consumieron sin que nadie pudiera apagarlas. Elena no se quedó a mirar. Corrió.

Llegó al hospital. Entró a la habitación.

Su hija estaba despierta.

—Hija… tu papá…

—Lo sé —respondió la niña sin sorpresa, sin lágrimas.

ALGUNAS HORAS ANTES...
La niña, en coma, abre los ojos dentro de su mente. Está sola. Todo es blanco, menos la figura que se sienta al pie de su cama: un demonio de ojos vacíos. No se mueve. Solo la observa.

—No te la lleves a ella —dice la niña—. Llévame a mí.

El demonio ladea la cabeza. Escucha.

—Te propongo algo —continúa ella—. Dos personas han hecho mucho daño. Llévate a ellos. Libera al mundo de hombres como esos.

Silencio.

El demonio sonríe.

—Hecho.

FIN

19/07/2025

ELLOS SE QUEDARON CON LA HERENCIA… YO ME QUEDÉ CON LA C4C4 DE MI MADRE‼️

A Lucía la vida la agarró a patadas desde morrilla. Era la del medio, pero parecía la invisible. Su mamá, Doña Maruca, era de esas viejas gordas de barrio que se daban golpes de pecho pero le mentaban la madr€ hasta a los hijos. A Lucía la trataba como trapo de cocina: la usaba, la restregaba y la tiraba.

—“¡Mira nomás, pareces criada! ¿Por qué no saliste como tu hermano Jorge, que sí va pa’ médico? ¿O como tu hermana Karla, que tiene hasta carro? ¡Tú vales pa’ pura madr€!”

Y Lucía bajaba la cabeza. Siempre bajaba la cabeza. A los 12 ya lavaba, planchaba, cuidaba a los sobrinos, hacía mandados. Mientras Karla se tomaba selfies con uñas postizas y Jorge ensayaba su falsa humildad con las vecinas, Lucía le metía el hombro a todo.

Y luego llegó la enfermedad…

A la Doña le diagnosticaron diabetes. Pero no una leve, no. De esa brava, de la que te va pudriendo a mordidas. Primero el pie derecho se le puso negro. No se quería cuidar. Comía conchas y se escondía las cocas frías para tomárselas cuando no la veían.

Altanera, gritaba:

—“¡A mí nadie me dice qué hacer, cabr0n€s! ¡Yo parí sola a mis hijos, y sola me muero si quiero!”

Pero sola no se moría, no. Ahí estaba Lucía limpiándole las llagas, cambiándole las sábanas manchadas de s4ngr€ y pus.

Ahí estaba Lucía.
Día y noche.
Mientras Jorge “no podía ir” porque tenía guardias en el hospital (mentira: se iba con su amante), y Karla juraba que “se le complicaban los tiempos” por su “trabajo en marketing” (puro OnlyFans camuflado).

Lucía vendía gelatinas, lavaba ajeno y hasta pidió fiado en la farmacia.

Un día, el boticario – viejo puerc0 con panza de chelero – le dijo al oído:
—“Si no puedes pagar, hay otras formas…”
Y Lucía lo hizo. Se tragó el asco, se tragó la dignidad. Por su madre. Por esas p*t4s pastillas que costaban $1,800.
Y cuando llegó a casa, su madre la recibió con un:
—“¡Llegas tarde! ¡Pinche fracasada, ni la c4c4 me sabes limpiar bien!”

La cadera se le gangrenó. Luego el otro pie. Ya no hablaba, nomás gruñía como animal.
Lucía la seguía cuidando… con ternura.
Hasta que un jueves, después de días de fiebre y babas en la almohada, la Doña murió.

Y llegaron los cuervos.
Karla, con lentes oscuros de imitación Gucci.
Jorge, oliendo a loción fina y con cara de mártir.
Se tiraron al piso en el funeral, gritaron, se rasgaron las vestiduras.
La gente los abrazaba, les decía: “qué hijos tan buenos… tan unidos… tan tristes…”
Y Lucía… sirviendo café.
Pidiendo fiado en la tienda para comprar pan para todos, sin dormir por hacer tamales.
Hasta lavó los vasos desechables al final, sola.

Después del entierro, vino la verdadera muerte: la de su esperanza.

Porque en la notaría, cuando se leyó el testamento, Lucía descubrió que TODO – la casa, los ahorros, el terreno en San Martín – estaba a nombre de Karla y Jorge.
Nada para ella.

—“Fue decisión de mi mamá,” dijo Karla, sin mirarla.
—“Es que tú nunca fuiste independiente, hermana,” remató Jorge, con esa pi**he voz de superioridad barata.

La corrieron.
A empujones.
Le aventaron su ropa en bolsas negras.
La humillaron en plena calle, con los vecinos mirando.

—Pinch€ vieja fodonga, nadie te va a querer, ni tu madre te quiso”, gritó Karla.
—Estás loca, ya ni lloras, das miedo—, le soltó Jorge.

Y Lucía se fue.
Con 240 pesos en la bolsa y una úlcera del alma.

Pasaron dos años.
La casa la vendieron. Se comieron los 2.4 millones entre deudas, tandas, fiestas, c0c4¡n4, 4b0rt0s mal hechos, y viajes a Tulum en temporada baja.

Karla se volvió ad¡ct4 a los ansiolíticos y a las apuestas en línea. Jorge se contagió de h€rp€s, decía que era por nervios, pero aún así lo corrieron del hospital por ac0s0 y le embargaron el coche.

Y entonces, tocaron la puerta de Lucía.

Era Jorge. Estaba ojeroso. Flaco. Hundido.
Olía a sudor frío y cigarro sin filtro.
Traía una cara que no traía culpa, traía necesidad.

—“Lucía…” —dijo, bajando la voz— “…Karla murió.”
Lucía no parpadeó.
Jorge tragó saliva.
—“No tenemos ni pa’l cajón. Ayúdanos, aunque sea con la funeraria…”

Silencio.
Lucía lo dejó ahí, en el pasillo, y se metió.
Salió cinco minutos después.
Con su delantal puesto.
—“Vamos.”

El velorio era en una casa de una vecina, con sillas de plástico y café de sobre.
Sandra estaba en una caja austera, de esas que parecen cartón grueso.
Había pocas personas. Nadie lloraba de verdad.
Pero ahí estaba Jorge, haciendo su show, gritando:

—“¡Mi hermana! ¡Tan buena! ¡Tan linda! ¡Tan fuerte!”

Lucía lo miraba desde una esquina.
Se levantó, caminó al frente, y exploto:

—“¿Buena? ¿Karla, buena? ¡Karla fue una pi**he m¡€rd4 de persona!” —tronó con el pecho inflado—.
“¿Ya se te olvidó, Jorge, cuando me pat€0 para quitarme los 70 pesos de las gelatinas que vendí? ¡Me dejó el ojo morado, cul€r0! ¿Y qué hiciste tú? ¡NADA! ¿Y cuando me escupió en la cara nomás porque me encontró llorando por hambre? ¡¿Dónde estaban?! ¿¡Ah?!”

La gente empezó a murmurar.
Las viejas chismosas querían salir corriendo, pero los ojos se les pegaron como moscas al pan dulce.

—¡Me robó mi credencial del Seguro para dársela a una de sus amigas teporochas, ad¡ct4s! Y todavía tuvo los huevos de sacarme a la calle con mi ropa mojada porque, según ella, yo ‘apestaba a pobreza’. ¡A pobreza! ¡Y ella vivía de la renta de mi jod¡d0 sudor!”

Jorge se paró, rojo de rabia, y la jaloneo:
—“¡Cállate, Lucía! ¡Este no es el momento!

Pero Lucía lo empujó.
Lo miró como quien mira un mueble viejo, apestoso, podrido.

—¿Este no es el momento? ¡Claro que sí es! Aquí están todos esos que me vieron como criada. Todos los que aplaudieron cuando ustedes se iban a Tulum con la herencia mientras yo me vend¡@ por pastillas pa’ la mamá. ¡Aquí están los que se tragaron sus p*t4s mentiras!

Se volvió hacia la caja.
La voz ya no era grito.
Era cuchillo.

—Karla murió como vivió… mam4nd0 del odio, mintiendo, y repartiendo veneno. ¿Y ahora quieren que le rece? ¡Que le pida perdón! ¡Ch¡ngu€n a su madre los dos!

Jorge se le fue encima.
Ya sin careta, como animal.
—¡Eres una p¡nch€ resentida! ¡Naca! ¡Estás sola porque nadie te quiere! ¡Ni la vieja esa que parió a los tres te quiso! ¡Dios te va a castigar!”

Lucía no se movió.
No parpadeó.
Lo dejó gritar. Que escupiera su veneno.
Y luego, le habló bajito… bajito, pero con un filo que cortaba la respiración.

—No estoy sola, Jorge. Estoy libre. Que es distinto. Ustedes viven entre ruinas, arrastrando el apellido como costal. Yo me hice mi vida. Chiquita, jod¡d4… pero mía. Y no necesito a Dios para que te castigue. Tú solito te vas a podrir.

Y se volteó.
Y se fue.
Entre los murmullos, las miradas, las viejas chismosas.

Atrás quedó el cajón barato.
El café rancio.
Y el hermano llorando, no por la muerta…
Sino porque ya no tenía a quién seguirle sacando la sangre.

Y cuando llegó a su changarro, ya había dos clientas esperándola con tuppers.

—¿Hay tortitas de papa, mi Lucy?
—Claro, señora. Calientitas.
contestó Lucía, secándose el sudor y las lágrimas que ya ni salían.

Prendió el comal.
Se amarró el delantal.
Y sirvió el primer plato como si fuera una ofrenda.
No a los mu**tos…
Sino a la vida que se estaba ganando con cada vuelta de tortilla, sin deberle ya ni un centavo a nadie.

Mientras en otra parte, en alguna casa rentada y vacía, un hermano ma***to enterraba una hermana igual de podrida.
Y el karma… le servía su propio plato frío.

📌 Porque a veces el postre de la dignidad… viene después del velorio.

📍HistHistorias para no dormirde hasta el arroz con huevo sabe mejor sin familia cul€r4.

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19/07/2025

Título: Todavía no me puedo ir
Autora: A. R. García - Cuentos
Mis padres fallecieron durante un accidente automovilístico cuando yo tenía dieciséis años. Fue un evento complicado para mí, pues no tenía hermanos ni familia cercana. Mi madre contaba con una hermana que vivía lejos y tenía cuatro hijos, así que en su casa no contaba con espacio para mí. Mi papá fue hijo único y no se llevaba bien con su mamá. Aunque, por azares del destino, la única que aceptó quedarse conmigo fue mi abuela paterna Narcisa, una mujer de setenta y siete años que vivía sola porque el abuelo perdió la vida hacía mucho debido a la bebida.

Los primeros días fueron difíciles para ambas, sin embargo, poniendo un granito de arena yo y otro ella, logramos acoplarnos. Poco a poco la convivencia hizo surgir un cariño grande entre las dos y descubrí que Narcisa era una mujer increíble. En cierto momento me contó que el distanciamiento con mi papá se trató de un malentendido, pero que prefirió dejarlo así para no alimentar los encontronazos y causarle problemas con su familia, o sea, con mi mamá y conmigo. Tras lo ocurrido le dolía no haber solucionado las cosas a tiempo.

Los meses fueron sanando el dolor en mi corazón y la resignación me cobijo incluso si cada que recordaba a mis papás terminaba llorando como Magdalena. Entonces llegó un día en el que mi abuela se sintió mal, la acompañé al médico y le ordenó varios estudios con los cuales descubrieron una grave enfermedad en su corazón. Dicho padecimiento ya avanzó hasta niveles críticos y desde atrás de la puerta escuché cómo el doctor le informó que le quedaban de seis a doce meses de vida.

Cuando mi abuela salió del consultorio tenía los ojos enrojecidos, pero me miró con una sonrisa y me preguntó: «¿Escuchaste lo que dijo?». No pude evitar mover la cabeza de arriba abajo. Entonces Narcisa completó: «Pues no lo creas, todavía no me puedo ir, tengo que esperar hasta que seas mayor de edad». Me faltaban casi veinte meses para eso. A partir de ahí, la abuela luchó con uñas y dientes para trabajar, ahorrar, tener siempre sus medicinas a la mano y enviarme a la escuela.

En casa, Narcisa se la pasaba dándome recomendaciones para la vida. Me decía: «No confíes en extraños, no salgas a la calle de noche, sé prudente en tus acciones, lleva siempre cambio en tu bolsa, nunca bebas nada que otra persona haya abierto; cuando trabajes, intenta ahorrar y no gastes todo en lujos innecesarios». Yo la escuchaba con atención, sabía que era su modo de despedirse. Al transcurrir el tiempo, mayores fueron sus malestares, pero siempre que se sentía particularmente decaída, me decía: «Todavía no me puedo ir, aún eres menor de edad».

En retribución a su lucha silenciosa, le eché ganas a la preparatoria. Cuando llegué al último semestre me esforcé por sacar las mejores notas y demostrarle a la abuela que su compañía me daba fuerzas. A veces pienso que lo hacía con la intención de que mi dedicación la salvara por obra divina. Claro que eso no pasó. Me gradué de la preparatoria unas semanas antes de cumplir dieciocho años. Mi abuela pudo acompañarme a hacer los exámenes para la universidad y cuando llegó mi cumpleaños me preparó un delicioso pastel con sus propias manos.

Unos días después la encontré desmayada en la cocina. Llamé a un vecino y la llevamos al hospital, donde el médico que la atendió al principio se sorprendió al verla tras tanto tiempo. Le aplicaron muchas medicinas, le conectaron sueros y le pusieron una mascarilla. Mi abuela Narcisa pudo despertar y me acarició la cabeza. «Mi niña, ahora sí ya eres mayor de edad, eres una joven inteligente y, aunque te hayan tocado momentos dolorosos, tienes todo para salir adelante. Creo que es hora de ir a reconciliarme con tu padre».

Luego de pronunciar esas palabras, cerró los párpados y cayó en un sueño del que ya no despertó. Otra vez sufrí mucho. Sin embargo, ahora sentía en el alma algo distinto: un amor inmenso. ¿Qué abuela habría sido capaz de extender su vida para no dejarme sola antes de ser adulta? Ella. Narcisa. Con dieciocho años cumplidos ya no me enviarían a una casa hogar, además, me entregaron los papeles de su casa sin problema y también me dieron los datos de una cuenta donde mi abuela dejó un poco de dinero.

No sé si eso fue un milagro o si se trató de un evento paranormal, pero puedo asegurar que incluso en las cosas inexplicables uno puede encontrar amor, valentía y un combustible extraordinario para no dejarse caer. Me costó mucho, pero en unos días, cuando acabe el ciclos escolar, me estaré graduando y llevaré conmigo las fotos de mi mamá, de mi papá y de mi abuela, las cuales cargará un maravilloso hombre con el que pronto me pienso casar para recuperar por fin a mi familia.

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N0 R€P0STEAR. Compąrtę con la flechita de Facębøok, junto a los comęntariøs y ręaccionęs. Tengo dos libros y hago envíos nacionales e internacionales, pide info sin compromiso. Si ves que alguien copia mis relatos, avísame. 🚨

Capítulo 4Sariel : El Ángel vigilante y la Heredera de la Bruja (PARTE UNO)Autor: Marciel G. Elixir de Miedo La niña del...
19/07/2025

Capítulo 4
Sariel : El Ángel vigilante y la Heredera de la Bruja (PARTE UNO)
Autor: Marciel G. Elixir de Miedo
La niña del riachuelo
Elena no era una niña. Era un error ancestral. Y Sariel, el ángel que la maldijo, era ahora su único salvador.
El sol declinaba tras las montañas de Valdeluna, un pueblo agrícola perdido entre las colinas de Córdoba. El aire olía a hierba recién cortada. A orillas del viejo cauce del arroyo San Isidro, don Julián y doña Marta recogían agua en cántaros cuando escucharon un grito ahogado.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Marta, sus ojos agrandados por la sorpresa.
—Ven —respondió Julián—, viene de más allá de los sauces.
Bajaron con cuidado por la ribera. Entre las raíces nudosas, vieron un cuerpo blanco que se removía en el barro. Una mujer joven, empapada y cubierta de lodo, forcejeaba como si algo la arrastrara hacia el agua. Julián se adelantó:
—¡Señora! ¿Está bien?
La mujer pestañeó con ojos inyectados en sangre. Antes de que pudieran ayudarla, un gruñido gutural retumbó en el monte cercano. La mujer lanzó un alarido y cayó, exánime. Entre sus brazos, envuelta en un chal, había una niña de unos cinco años: llevaba el cabello rubio ceniza y, lo más sorprendente, ojos azules tan luminosos que parecían lámparas en la penumbra.
Marta la tomó en brazos:
—¡Está viva! —susurró—. ¡Julián, ayúdame a sacarla de aquí!
Cuando la niña cobró aire, extendió la mano hacia Julián, aferrándose con fuerza. Ninguno de los dos supo por qué, pero sintieron un escalofrío recorrer la espalda: en esa niña había algo distinto.
Esa misma noche, en la modesta casa de adobe donde los dos cuidadores vivían, la niña durmió entre mantas. Marta la arropó y notó una marca pálida en su muñeca: dos líneas entrelazadas que formaban un extraño símbolo. Julián, sin verlo, comentó:
—Es la segunda vez que aparece un bebé junto al arroyo. La primera vez, hace quince años, tuvimos que arreglárnoslas solos… y desapareció sin dejar rastro.
Marta apretó los labios, recordando aquella noche:
“Los lobos aullaban y mi Pedro salió con la escopeta. Nunca volvió. Sólo hallamos rastros de dientes en la tierra...”
Esta vez, sin embargo, no había rastros de bestia. Solo la niña, llorando en silencio y con la respiración tenue.
—Le pondremos nombre —dijo Marta, acariciando el mechón rubio que caía sobre la frente de la niña—. Se llamará Elena.
Julián asintió, con el ceño fruncido:
—Y creeremos que es un milagro… si eso nos ayuda a dormir.
Al amanecer, mientras el rocío aún brillaba en el jardín, Elena abrió los ojos y se incorporó en la cama como si lo recordara todo. Miró a sus “padres” con curiosidad.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz suave.
—Estás en casa —respondió Marta, ofreciéndole un tazón de leche tibia—. Te hemos encontrado en el arroyo.
La niña tomó el tazón, pero lo dejó caer. Allí, salpicado en la plata, había un pequeño brote de hierba fosforescente que crecía y se marchitaba en segundos.
Marta tragó saliva:
—¿Lo… viste?
Elena negó con la cabeza, pero luego sus ojos azules se iluminaron de forma inquietante:
—Quizá… lo soñé.
Julián intentó tranquilizarlas:
—No pasa nada. Aquí estarás a salvo.
Y, sin embargo, una intuición oscura se anidó en sus corazones: aquella niña no era un simple rescate fortuito. En su sangre latía algo antiguo, un linaje que ellos no conocían, pero que muy pronto reclamaría su herencia… y despertaría a unos hermanos en la penumbra del bosque, dispuestos a protegerla… o a devorarla.
Los hermanos del bosque
El viento helado de octubre silbaba entre los árboles de Valdeluna cuando los lobos llegaron.
No eran como los demás.
Elena los veía desde su ventana, agazapados entre los robles al borde del bosque. Sus ojos brillaban con un fulgor demasiado humano, sus hocicos se retorcían en algo que casi parecía… una sonrisa. Pero cuando llamó a Julián, los animales ya no estaban.
—"Son solo sueños, niña" —murmuró él, ajustando el cerrojo de la puerta con más fuerza de la necesaria—. "El bosque está inquieto esta noche."
Elena sabía, no eran sueños.
Porque esa misma tarde, mientras jugaba cerca del arroyo donde la encontraron, alguien más llegó.
El hombre vestía un abrigo largo y oscuro, desgastado por los siglos. Su cabello negro ondeaba como sombra viva bajo el sol poniente, y sus ojos—grises como el filo de una espada—se clavaron en Elena con una intensidad que le heló la sangre.
—"¿Eres tú la niña del arroyo?" —preguntó, su voz grave como un rumor de tierra desplomándose.
Elena retrocedió, pero algo en su pecho ardió, como si una chispa invisible respondiera a la presencia del extraño.
—"¿Quién… quién es usted?"
—"Un peregrino" —respondió el hombre, aunque no llevaba equipaje ni bordón—. "Busco historias olvidadas."
Sus dedos, al rozar el aire cerca de Elena, dejaron un rastro de ceniza suspendida.
—"Los sueños que tienes… no son solo sueños. Guárdate del bosque."
Antes de que ella pudiera preguntar más, Julián apareció en el sendero, la escopeta en mano.
—"¡Aléjese de la niña!"
El forastero no se inmutó. Solo inclinó la cabeza, como si reconociera algo en el viejo campesino.
—"Usted la encontró… pero no sabe lo que trajo a casa."
Y entonces, sin más, se alejó.
Pero esa noche, algo siguió su rastro.
La marca en la tierra
Elena soñó con lobos otra vez.
Esta vez, hablaban.
—"Hermana pequeña" —susurraban, sus voces como uñas arrastrándose en su mente—. "La madre te espera."
Despertó con un jadeo, las sábanas empapadas de sudor. En la ventana, una figura oscura se alzaba: un lobo enorme, más alto que un hombre, con el pelaje erizado de cicatrices. Sus ojos—amarillos y verticales—la miraron con hambre… y reconocimiento.
Elena, en trance, extendió la mano hacia el cristal.
Y el lobo lamió el vidrio, justo donde su palma tocaba.
Al día siguiente, sin recordar por qué, dibujó en el barro del patio el mismo símbolo que llevaba en la muñeca: dos líneas entrelazadas, como serpientes enredadas en un abrazo eterno.
Esa noche, bajo la luna llena, el lobo negro regresó.
Y esta vez, olía el dibujo.
La secta lejana
Mientras tanto, en un pantano de Brasil, cinco hombres con túnicas ensangrentadas rodeaban a una joven atada a un poste.
En su muñeca, el mismo símbolo de Elena.
—"La sangre de la Matriarca fluye débil en esta" —gruñó el líder, hundiendo un cuchillo en su garganta—. "Pero pronto… tendremos a la verdadera heredera."
La sangre de la muchacha chorreó sobre runas talladas en la tierra. Por un instante, el aire se rasgó: un portal diminuto, apenas un respiradero hacia algo más oscuro que la noche, se abrió.
Dentro, algo respiró.
El primer ataque
En Valdeluna, Marta despertó sobresaltada.
Algo arañaba la puerta.
No… no arañaba. Rascaba con dedos.
Antes de que pudiera gritar, un aullido desgarró la noche. Fuera, sombras retorcidas—hombres con cabezas de lobo, lobos con manos humanas—rodearon la casa.
Elena, aún dormida, musitaba:
—"La sangre llama a su dueño…"
Entonces, el peregrino regresó.
Sariel emergió de la oscuridad como un fantasma, su abrigo ondeando. En su mano, una espada rota—Verité—brilló con una luz pálida.
—"No es noche para visitas" —murmuró, clavando el arma en el lomo de la bestia más cercana.
El hombre-lobo ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Su cuerpo se convirtió en sal, grano a grano, hasta que solo quedó un montículo blanco en el suelo.
Los otros retrocedieron, pero uno—el más grande, el de las cicatrices—gruñó antes de huir:
—"Ella es la llave… y tú lo sabes, ángel caído."
Sariel apretó los dientes. Con un gesto, quemó los restos salinos, purificando el aire.
Luego, miró hacia la ventana donde Elena, ahora despierta, lo observaba con ojos que brillaban demasiado para una niña.
—¿Acaso… podrías ser hija de Thalzira? —susurró Sariel, como si el nombre doliera en la garganta.
Elena frunció el ceño.
—¿Qué… dijo?
—Nada —murmuró Sariel—. Debo confirmar algo…
Y en ese momento, Elena sintió que algo dentro de ella se agitaba, aunque aún no comprendía por qué.
"—¿Vas a matarme? —preguntó Elena, con lágrimas de plata.
Sariel miró su espada, luego sus ojos de niña.
—No. Pero alguien más lo hará... y será tu elección dejarte."
Elena miró sus manos. Las espinas que brotaban de sus venas no le dolían. Y eso... era lo más aterrador.
Continuara...
©𝐓𝐨𝐝𝐨𝐬 𝐥𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐫𝐞𝐜𝐡𝐨𝐬 𝐫𝐞𝐬𝐞𝐫𝐯𝐚𝐝𝐨𝐬. 𝐄𝐬𝐭𝐚 𝐨𝐛𝐫𝐚 𝐞𝐬𝐭á 𝐩𝐫𝐨𝐭𝐞𝐠𝐢𝐝𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚𝐬 𝐥𝐞𝐲𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐜𝐨𝐩𝐲𝐫𝐢𝐠𝐡𝐭 𝐲 𝐭𝐫𝐚𝐭𝐚𝐝𝐨𝐬 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐧𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐚𝐥𝐞𝐬.

19/07/2025
El Huésped InteriorEsta historia fue escrita por Marciel G., Elixir de Miedo, inspirada en la historia enviada por: Lobo...
19/07/2025

El Huésped Interior
Esta historia fue escrita por Marciel G., Elixir de Miedo, inspirada en la historia enviada por: Lobo Lobo Lobo.
Los recuerdos de la infancia son mapas trazados con tinta invisible, que solo se revelan bajo la luz de la nostalgia o el fuego del terror. El mío tiene un epicentro: la habitación de mi abuela. Aquel cuarto, que siempre fue mi refugio, un santuario con olor a lavanda y a tiempo detenido, había comenzado a cambiar. Una sombra se había instalado en ella, no sobre los muebles, sino en ella, en mi abuela. La enfermedad era un inquilino silencioso que le robaba el color de las mejillas y le llenaba los silencios con una respiración que sonaba como el roce de hojas secas.
Aun así, yo me negaba a abandonar el nido. Dormir a su lado era mi pequeño acto de rebelión contra esa niebla que la consumía.
La primera noche, ocurrió. Un roce en la planta de mis pies. Un cosquilleo denso, como el de un animal de pelaje grueso y descuidado. Mi cerebro infantil, esa fortaleza de lógica simple, lo archivó en el cajón de lo cotidiano: el gato, Mefisto, buscando el calor residual de nuestros cuerpos. Me di la vuelta y el sueño me reclamó.
La noche siguiente, el explorador se volvió más audaz. Ya no era un roce accidental en los pies. Era un viaje deliberado. Sentí el peso, mínimo pero inconfundible, ascendiendo por mis pantorrillas, deteniéndose en la curva de mis rodillas con la paciencia de una araña tejiendo sobre un durmiente. El peso de un secreto. De nuevo, la imagen de Mefisto acudió a mi rescate, un escudo de racionalidad contra una sensación que empezaba a sentirse... incorrecta. Abracé a mi abuela, buscando en la fragilidad de su cuerpo un ancla a la realidad. Su respiración era un oleaje débil y lejano.
La tercera noche fue la última noche de la inocencia. La procesión impía sobre el mapa de mi cuerpo continuó su ascenso. Pasó mis rodillas, cruzó mis muslos y se instaló, como un tumor viviente, sobre mi estómago. El aire en la habitación se sentía pesado, cargado de una electricidad estática que erizaba el vello de mis brazos. Esta vez, la mentira del gato ya no podía sostenerse. El pánico, frío y afilado, me obligó a actuar.
Mi mano se cerró sobre algo que no era el pelaje sedoso de un felino doméstico.
Era un amasijo de pelo áspero y duro, como el de un jabalí, cubriendo una estructura ósea que se sentía... equivocada. Firme y nudosa. Con un terror que era pura lumbre líquida en mis venas, abrí los ojos. No había un cuerpo. No había una cabeza. Solo una mano. Una mano desmembrada, hinchada y grotesca, cubierta por una pelambre negra y sucia. Sus dedos, como salchichas gruesas y deformes, se flexionaron bajo mi agarre, y una uña amarillenta y gruesa, como el caparazón de un escarabajo, rozó mi pijama.
Entonces, se movió. Con una fuerza antinatural, se liberó de mi presa y se abalanzó hacia mi cuello. Aquellos dedos se curvaron, buscando mi garganta con una intención tan antigua como la depredación. No hubo pensamiento, solo instinto. El pánico me prestó los dientes de una bestia acorralada. Mordí. Mordí con la fuerza de quien se aferra al último segundo de aire, y un sabor a polvo, a animal mu**to y a algo vagamente metálico inundó mi boca.
La cosa emitió un espasmo violento, un latigazo de dolor mudo, y me soltó. Por un instante suspendido en el horror, la vi flotar sobre mí, una araña de cinco patas buscando una ruta de escape. Luego, saltó de la cama. No cayó, sino que se escabulló bajo el armazón con la velocidad de una cucaracha sorprendida por la luz.
El dique de mi cordura se rompió y un llanto desgarrador despertó a mi abuela. Su mirada, nublada por la fiebre, adquirió una lucidez terrible cuando le conté, entre sollozos, lo que había visto. No hubo incredulidad en sus ojos, solo un reconocimiento pavoroso. Se incorporó con un esfuerzo monumental, encendimos la luz y buscamos. No había nada. Solo el polvo y las sombras quietas que habitan bajo las camas.
"Vino a buscarme", susurró ella, y su voz fue el sonido de una sentencia.
La noche siguiente, mis tías, guardianas de una normalidad que ya se había fracturado para siempre, me prohibieron la entrada a la habitación. "Está muy delicada", dijeron. "Déjala descansar". Me dieron un vaso de leche y me arroparon en otra cama, en una habitación lejana y segura.
Al día siguiente, el sol iluminó un silencio que ya no era de reposo, sino de ausencia perpetua. La cama de mi abuela era un nido frío.
Los médicos escribieron "falla cardíaca" en un papel que olía a esterilidad. Mis tías lloraron por la enfermedad que se la llevó. Pero yo sé la verdad. Aquella cosa no era un monstruo que vino a matarla. Era su enfermedad, hecha carne y pelo. Era la muerte misma, que había enviado a su más paciente y sigiloso recolector a tantear el terreno, a acostumbrarse a la casa durante tres noches, antes de reclamar lo que era suyo. No fue una lucha, fue una cosecha.
Desde entonces, cuando el frío se cuela por debajo de la puerta en la quietud de la noche, no puedo evitar mirar mis pies. Y me pregunto qué explorador silencioso y peludo estará ya midiendo el camino hacia mí, esperando, con la paciencia de las tumbas, la noche indicada para empezar a subir.

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