13/10/2025
Manual para odiar al pueblo
Por Amaury Sánchez
I. La fábrica del desprecio
De vez en cuando, las redes sociales paren un texto que no busca informar ni argumentar, sino escupir. Uno de esos engendros digitales lleva por título “Complejidades Chairas”, un compendio de insultos, clichés y resentimientos que presume lucidez mientras chorrea intolerancia por cada párrafo. Su autor, anónimo y orgulloso de su anonimato, cree haber descubierto la fórmula para despertar al pueblo: insultarlo.
En ese panfleto se afirma, sin rubor ni una sola fuente, que este gobierno “ha robado más que todos los anteriores juntos”, que “se destruyó toda democracia” y que los seguidores del presidente son “croqueteros aneuronales”. Todo dicho con la misma pasión con la que uno discute en la fila del Oxxo después de tres cafés y dos noticieros de opinión.
Pero más allá del folclor verbal, “Complejidades Chairas” revela algo más profundo: la necesidad de una clase media frustrada que, incapaz de entender por qué perdió poder simbólico y político, decidió convertir al pueblo en enemigo. Esa es, en esencia, la nueva derecha mexicana: una comunidad de ofendidos que confunden sarcasmo con inteligencia y desprecio con pensamiento crítico.
II. La falacia del insulto
Llamar chairo al otro no es una definición política: es un insulto de clase. Es la forma posmoderna de decir naco o prole, pero con barniz ideológico. Alguien se inventó la palabra para no tener que debatir: basta soltarla para clausurar la conversación.
El texto en cuestión dice que el “chairo” padece “incapacidad mental de pensar por sí mismo”. Lo irónico es que quien lo escribe repite, sin pensar, los argumentos prefabricados de una derecha que lleva cuarenta años llamando ignorante al pueblo cada vez que elige algo que no conviene a los privilegiados.
¿Recuerdan cuando en los noventa, si uno criticaba al TLC, lo llamaban atrasado? ¿O cuando se cuestionaba al Fobaproa y te decían que no entendías de “macroeconomía”? Ahora basta con defender la soberanía energética, apoyar programas sociales o pedir impuestos justos para ser “chairo”. No es una discusión sobre ideas, es una guerra de estigmas.
III. Los números que no cuadran
Pasemos del insulto a los hechos, aunque duela.
El panfleto afirma que “en sólo siete años este régimen ha robado más que los 80 del PRI y los 30 del neoliberalismo”. Eso equivaldría a decir que la corrupción de López Portillo, Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto —más el Fobaproa, Odebrecht, la Estafa Maestra, los moches y los sobornos del PAN— caben en un tamal de morena. No hay estadística que lo sostenga; solo la fe ciega del que odia.
Los datos reales: según la Secretaría de Hacienda, la deuda pública total pasó de 10.9 billones de pesos en 2018 a alrededor de 17.4 billones en 2025. Sí, aumentó; pero eso no es “robo”, es endeudamiento, y gran parte se explica por la pandemia, la inflación global y el aumento en inversión social e infraestructura.
El mismo panfleto habla de la “desaparición de los fideicomisos” como si fueran templos de pureza. Olvida que muchos eran cajas chicas opacas, sin vigilancia ni auditoría. Hoy, sus fondos están sujetos al presupuesto público. ¿Mal ejecutado? En algunos casos sí. ¿Desaparecido? No.
Y sobre la supuesta “reducción drástica del presupuesto para necesidades vitales”, basta revisar los informes trimestrales: el gasto en protección social creció más del 5 %, y el de educación casi 2 %. El gasto total del gobierno aumentó 9.6 % en términos reales respecto al año anterior. No es una panacea, pero tampoco el apocalipsis que pintan los profetas del odio.
IV. El espejo neoliberal
Quienes ahora se desgarran las vestiduras por la “deuda histórica” olvidan que el Fobaproa, creado en 1995, sigue costando más de 45 mil millones de pesos al año. Ese sí fue un robo institucionalizado: el Estado pagando las deudas privadas de banqueros y empresarios. Nadie se rasgó la camisa entonces.
Los mismos que ahora gritan “¡Dictadura!” callaron cuando se usaron las instituciones como agencias de contratación partidista. Callaron cuando se reprimió Atenco, cuando se militarizó el país con Calderón, cuando se privatizó la energía eléctrica, el petróleo, el agua y hasta las pensiones.
Hoy, de repente, se descubren demócratas de clóset.
El texto “Complejidades Chairas” no busca despertar conciencia; busca restaurar el viejo desprecio de quienes se creían dueños del país. El problema no es la crítica —que siempre es necesaria— sino la arrogancia clasista que la recubre.
V. Ser chairo es un acto de conciencia
Seamos claros: ser “chairo” no es una religión ni una ceguera. Es, en su mejor versión, una forma de conciencia política.
Significa creer que la justicia social no es limosna, sino derecho. Que la soberanía energética y alimentaria son condiciones para existir, no caprichos ideológicos. Que el Estado debe servir de contrapeso ante un mercado que, sin regulación, convierte la pobreza en negocio y la desigualdad en sistema.
El panfleto que aquí analizamos desprecia todo eso porque parte de una premisa falsa: que el pueblo no piensa, solo obedece. Pero la historia dice lo contrario. El pueblo mexicano ha resistido invasiones, fraudes, crisis y traiciones. Pensar que sigue ciegamente a un líder es desconocer su propia memoria.
Ser chairo, si lo quieren ver así, es negarse a repetir la comedia neoliberal que nos vendió progreso mientras nos dejaba sin ferrocarriles, sin industria nacional y con el salario más bajo de América Latina.
VI. El odio como proyecto político
El texto “Complejidades Chairas” no es una rareza: forma parte de una campaña más amplia de deshumanización. Si repites muchas veces que el otro es tonto, tarde o temprano te convences de que no merece derechos. Es la vieja fórmula del fascismo: reducir al adversario a caricatura para justificar la violencia simbólica (y luego, si se puede, la material).
Cuando llaman “vividores” a los beneficiarios de programas sociales, lo que realmente dicen es: “Yo merezco más que tú”. Es el credo del clasismo mexicano: todo pobre es sospechoso de flojera, todo rico es prueba de mérito. Y como no soportan que el Estado redistribuya un poco de lo que antes se concentraba en unos cuantos, inventan una épica del mérito ultrajado.
Por eso, más que una discusión económica, lo que el panfleto refleja es un resentimiento moral: la molestia de quienes ven a los humildes subir un escalón sin pedir permiso.
VII. De los datos al sentido común
La ironía más grande es que mientras el autor de “Complejidades Chairas” denuncia la “falta de medicinas” y el “abandono de hospitales”, probablemente apoyó gobiernos que desmantelaron el sistema público de salud desde los noventa. Fue entonces cuando se fragmentó el IMSS, se endeudó el ISSSTE y se permitió que hospitales privados hicieran negocio con fondos públicos.
Hoy el reto sanitario es enorme, sí, pero no empezó en 2018. Se arrastra de décadas de privatización silenciosa, de doctores con contratos eventuales y de farmacias convertidas en ministerios de salud.
Esa amnesia selectiva es el verdadero problema del discurso opositor: no debate el presente, borra el pasado para sentirse moralmente superior.
VIII. Cuando el insulto sustituye al argumento
En política, insultar al pueblo es como escupir hacia arriba: tarde o temprano te cae encima.
Cada vez que un comentarista llama “borrego” al votante de la 4T, pierde la oportunidad de entender por qué la mitad del país confía en un proyecto que, con todos sus errores, al menos los mira. El neoliberalismo los ignoró durante 30 años y ahora exige gratitud.
López Obrador puede gustar o no, pero su movimiento reintrodujo una palabra que la élite odiaba: pueblo. Y eso les duele más que cualquier cifra del PIB. Porque el pueblo, en su imaginario, debía ser cliente, no sujeto político.
De ahí el pavor: cuando el pueblo piensa, vota y opina, deja de ser servidumbre.
IX. El verdadero lavado de cerebro
No fueron los “chairos” quienes se tragaron el cuento del progreso eterno, sino los tecnócratas que vendieron el país a pedazos creyendo que era modernización.
Nos lavaron el cerebro con palabras como eficiencia, competitividad, flexibilización laboral, reformas estructurales, apertura comercial. Detrás de cada una había un recorte, una privatización o un despido.
Y ahora, cuando el pueblo exige que el Estado vuelva a tener rostro, los mismos que lo desmantelaron gritan “dictadura”. Es el síndrome del ladrón que, al ver cerrarse la puerta, acusa al dueño de la casa de secuestrador.
X. Cierre: la dignidad de pensar con el corazón
El autor de “Complejidades Chairas” dice que cuando se acaben los programas del Bienestar, “los chairos despertarán”.
Yo le diría: cuando se acabe tu odio, tal vez empieces a pensar.
Porque odiar al pueblo no es valentía ni lucidez: es miedo.
Miedo a que la democracia deje de ser privilegio.
Miedo a que la historia ponga a cada quien en su sitio.
Miedo a descubrir que los de abajo ya no quieren seguir abajo.
El verdadero reto no es convencer a los que odian, sino seguir construyendo un país donde no haya que pedir perdón por ser pueblo.
Y si eso es ser “chairo”, que me apunten en la lista con tinta roja, junto a los tercos que aún creen que México vale más que sus prejuicios.