11/06/2025
Era 1949.
Chavela Vargas tenía apenas 30 años, la voz áspera, la mirada indomable y el alma tejida con tequila y madrugadas sin fin.
Frida Kahlo, en cambio, vivía entre dolores y pinceles. Su cuerpo roto por los accidentes y la enfermedad, pero con un espíritu más vivo, más feroz que nunca.
Una noche, en una fiesta en La Casa Azul, el destino las cruzó. Chavela llegó invitada por amigos comunes. No era famosa aún. Su nombre apenas comenzaba a rodar en las cantinas, envuelto en acordes y humo.
Al verla, Frida —ya casada con Diego Rivera, en un amor libre y desgarrado— quedó fascinada.
“Canta para mí”, le dijo.
Chavela tomó su guitarra.
Y sin apartar la mirada, le cantó La Llorona.
Dicen que Frida lloró.
Esa noche nació un amor intenso, secreto, prohibido.
Se amaron en silencio, en un tiempo donde amar así era una revolución.
Décadas más tarde, Chavela lo revelaría:
“Yo me dormía abrazada a Frida. Me quería mucho. No sabes cuánto me quería.”
Pero guardó el secreto por años, por respeto a Diego, que las quiso a ambas.
Durante meses, Chavela fue refugio.
Dormía en La Casa Azul, cantaba entre pinceles, curaba con canciones.
Acompañaba a Frida en la cama, le contaba historias, llenaba el cuarto con su voz.
Fue un amor breve.
En 1954, Frida murió.
Y Chavela quedó rota.
Durante años calló.
Hasta que en la vejez, con el alma cansada y los recuerdos intactos, se atrevió a decir:
“Yo la amé. Y ella me amó. Nos amamos. Fue hermoso y fue real.”
Quizá por eso, cada vez que Chavela cantaba La Llorona, su voz se quebraba.
Como si aún le cantara a ella.
A Frida.
A la mujer que, por unas noches robadas al tiempo, la hizo sentir amada como nunca.