26/10/2025
El ojo y el horizonte
Inspirado en Mateo 7:1-5
Hay mañanas en que el sol me juzga primero.
Me apunta con su dedo de fuego y me dice:
—Mírate.
Y no hay tribunal más justo que el amanecer,
cuando desnuda sin permiso la sombra que cargo.
No sé en qué momento confundí mirar con medir,
ni cuándo mis ojos dejaron de ser ventanas
para volverse balanzas.
Viví creyendo que el alma ajena debía caber
en la forma de mis pensamientos,
como si Dios habitara solo mi modo de entenderlo.
Hasta que un día el silencio me sostuvo la mirada.
Me vi por dentro.
Y me dolió la claridad.
Vi que mis juicios eran espejos rotos,
donde cada fragmento mostraba mi propio rostro,
distorsionado, hambriento de pureza.
Y entendí —por fin—
que no se trata de tener la razón,
sino de tener un corazón que no apunte con el dedo.
El tronco en mi ojo no era castigo,
era un árbol dormido,
una raíz que Dios había dejado
para que en lugar de señalar, yo floreciera.
Cada vez que intento juzgar,
siento que el árbol tiembla,
como si el Espíritu mismo me recordara:
“Hay más belleza en comprender que en tener razón.”
Entonces empiezo a mirar distinto:
ya no veo errores, veo historias.
Ya no veo caídas, veo caminos.
Ya no veo sombras, veo semillas que esperan su sol.
Y descubro que mirar sin juzgar
es ver con los ojos de la misericordia:
es encontrar la poesía en lo torcido,
la santidad en lo humano,
la verdad en lo que aún no se completa.
Comprendo que cada persona es una página
del libro que Dios todavía está escribiendo,
y que juzgarla antes de tiempo
es cerrar el libro sin dejar que termine el milagro.
Porque la vida se vuelve más hermosa
cuando dejo de ser juez y empiezo a ser testigo,
cuando no busco medir al otro,
sino contemplar el pulso de Dios latiendo en él.
Y en ese instante —en esa hondura donde ya no comparo—
la mirada se vuelve oración,
el silencio se hace sabiduría,
y el alma respira al fin
la belleza perfecta
de no juzgar.
Etttereo TG Ortega Grijalva