
03/07/2025
El psicólogo Harry Harlow quería saber qué significaba el amor. Quería medirlo.
Así que separó a crías de macacos rhesus de sus madres. Les ofreció dos figuras: una hecha de alambre frío con leche, y otra suave, cubierta de felpa, sin alimento.
Los pequeños monos no lo dudaron. Corrían hacia la figura cálida, la abrazaban, la buscaban cuando tenían miedo. La comida no bastaba. Lo que necesitaban era ternura.
Pero eso no fue lo peor.
Algunos fueron privados incluso de esa figura de trapo. Crecieron solos. Sin madre real. Sin madre falsa. Sin nada.
Cuando aparecía una amenaza, no sabían qué hacer. No corrían. No se defendían. Solo se acurrucaban en un rincón, temblando.
Sus gritos eran largos. Vacíos. Como los de un niño que llora por algo que nunca tuvo.
Harlow observó y escribió. Dijo que el apego no es un lujo: es una necesidad. Que sin afecto, ni siquiera el instinto funciona bien.
Que sin amor, nos rompemos por dentro.
Los monos crecieron. Algunos no aprendieron a relacionarse jamás.
Otros, cuando se les presentó una figura suave más adelante, no supieron qué hacer con ella.
El daño ya estaba hecho.
No eligieron ser parte del experimento. No alzaron la mano para enseñarnos sobre el apego, la mente, la tristeza. Solo eran criaturas pequeñas que buscaban calor.
Y en su lugar, encontraron jaulas.
Los recordamos porque su sufrimiento nos dejó una enseñanza. Una que va más allá de laboratorios o papers científicos.
Nos enseñaron que el cariño no es una debilidad. Es una raíz.
Y que un mundo sin afecto puede parecer ordenado por fuera, pero está lleno de gritos ahogados por dentro.
A esos pequeños seres de felpa y alambre, no los olvidamos.
Y nunca deberíamos hacerlo.
Tomado de la red