01/11/2025
Cuando el miedo se volvió dulce: el Halloween que se quedó en Parral
Por las calles estampadas y las avenidas iluminadas de Parral, el último día de octubre ya no es solamente víspera de mu**tos… también es noche de risas, máscaras y dulces.
Hace apenas algunos años, eran contados los niños que, con timidez y emoción, salían disfrazados a tocar las puertas. Se les veía como pequeñas sombras extranjeras, aprendiendo un juego ajeno, que muchos adultos observaban con cierta desconfianza. “Eso no es nuestro”, decían algunos. Pero el tiempo, que todo lo transforma, tejió sus propios caminos entre el cempasúchil y las calabazas naranjas, y hoy el Halloween se ha convertido, sin pedir permiso, en una tradición más de esta ciudad minera.
Al caer la tarde, Parral se tiñe de colores imposibles. En cada esquina, la fantasía cobra vida. Se escucha el eco infantil del “¡dulce o truco!”, mezclado con los ladridos de los perros, el murmullo del viento y el golpeteo de las bolsas repletas de caramelos.
Pequeñas momias caminan tomadas de la mano con princesas sonrientes; dinosaurios de tela corren detrás de superhéroes; brujitas de ojos grandes y colmillos de plástico ríen mientras los padres, también disfrazados, les acompañan orgullosos. Algunos papás llevan capas, máscaras o sombreros de mago; las mamás pintan sus rostros de calavera o se colocan alas de murciélago. Ya no son simples acompañantes: son cómplices en la aventura del miedo convertido en juego.
Los negocios, desde días antes, apartaron sus bolsas de dulces como si fueran pequeños tesoros. En las panaderías se mezclan el aroma del pan de mu**to con el de los chocolates recién abiertos. En las farmacias, papelerías y tiendas de abarrotes, los dueños se preparan para recibir a los visitantes más esperados del año: los niños.
Aparecen con sus calabacitas de plástico, con bolsas de tela o simples mochilas; algunos, incluso, guardan dulces en los bolsillos de sus sudaderas. Cada golosina es una pequeña conquista, un triunfo risueño. “¡Dulce o truco!”, repiten, una y otra vez, como si ese conjuro les abriera las puertas del mundo.
Y las puertas se abren.
Desde el centro hasta las colonias, la escena se repite: las calles se llenan de pasos pequeños, de linternas improvisadas, de murmullos y carcajadas. Antes, era común verlos solo en el corazón de la ciudad, frente a los negocios del Paseo, donde la gente se reunía a mirar los disfraces. Pero este año, fue distinto. Algunas colonias, algunos barrios, algunos rincones de Parral tuvieron su propio desfile nocturno. Los niños ya no tuvieron que ir al centro; el Halloween llegó hasta sus calles, hasta sus banquetas, hasta sus casas.
Es un espectáculo de luces, colores y vida. Las calabazas plásticas brillan bajo la luna, las máscaras de monstruos parecen sonreír, y los gritos de “¡gracias!” resuenan en cada puerta. No hay miedo en los rostros, sino alegría. No hay oscuridad, sino fiesta.
Porque, al final, esta noche no se trata de lo que vino de fuera, sino de lo que se ha quedado adentro: la ilusión de los niños, la complicidad de los padres, el gesto amable de quienes reparten un dulce con una sonrisa.
Mientras tanto, en los hogares parralenses, ya se preparan los altares del Día de Mu**tos. En una mesa de madera, se coloca la fotografía del abuelo, del amigo, del ser querido que partió. El olor del copal se eleva entre veladoras, pan de mu**to y flores de cempasúchil. Afuera, los ecos del Halloween se van apagando poco a poco.
Y ahí, en ese punto exacto donde se encuentran ambas celebraciones, una nacida de la tierra y la otra llegada del norte, Parral encuentra su equilibrio.
Porque aquí, la vida y la muerte se dan la mano. Porque una tradición no sustituye a la otra: conviven, se miran, se entienden.
Algunos lo llaman mezcla cultural; otros, pérdida de identidad. Pero tal vez, en el fondo, es solo una nueva forma de ser parralense: celebrar la vida con risas y dulces, y honrar la muerte con flores y recuerdos.
La ciudad, tan vieja y tan joven a la vez, ha aprendido a vestir dos rostros: uno pintado de calavera y otro cubierto por una máscara de monstruo. Ambos sonríen bajo la misma luna.
Esta noche, Parral fue un carnaval de niños felices.
Y cuando las luces se apaguen, cuando el último dulce se haya saboreado y las calles queden vacías, quedará la certeza de que el Halloween ya se quedó aquí, como una costumbre más de este pueblo que todo lo transforma, que todo lo adopta, que todo lo celebra.
Porque si algo distingue a Parral, es su capacidad de convertir la nostalgia en fiesta… y de volver dulce hasta el miedo.