03/12/2025
La intervención que nadie pide, pero que algunos esperan
Estados Unidos, Venezuela y el nuevo péndulo político latinoamericano
Cancún, Quintana Roo, a 03 de diciembre del 2025.- La sola idea de una intervención de Estados Unidos en Venezuela levanta pasiones, temores y, en ciertos sectores, una esperanza tímida pero persistente. No se trata de ignorar la historia —amplia, compleja y en ocasiones dolorosa— de la influencia estadounidense en América Latina. Pero tampoco se puede negar que, ante el colapso institucional venezolano, el agotamiento del modelo autoritario y la crisis humanitaria prolongada, la discusión ha resurgido con matices nuevos en un continente que experimenta un giro ideológico acelerado.
La región atraviesa un reacomodo político evidente: Chile y Bolivia, países gobernados recientemente por proyectos de izquierda, hoy viven transiciones profundas, cuestionamientos internos y una ciudadanía que vuelve a mirar hacia opciones de derecha o centro-derecha. Ese cambio del péndulo no es casual; es una respuesta al desgaste de gobiernos que prometieron mucho y cumplieron poco, pero también a la necesidad de estabilidad y orden frente a economías frágiles y sistemas democráticos tensionados.
En este contexto, Venezuela aparece como el caso más extremo y, paradójicamente, el más inmóvil. Mientras otras naciones cambian de rumbo, Venezuela sigue atrapada entre sanciones, deterioro institucional y un aparato de poder que hace casi imposible la alternancia democrática. Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿podría una intervención —diplomática, económica o incluso limitada en términos operativos— generar un beneficio real para los venezolanos y la región?
Lo primero es aclarar que una intervención militar abierta sería un error monumental. América Latina no necesita otro episodio de imposición externa ni un conflicto armado que desestabilice aún más al continente. Pero una acción concertada, coordinada, regional y con apoyo internacional podría, en ciertos escenarios, presionar un proceso de transición política. Es decir, una intervención no bélica pero sí contundente: supervisión electoral internacional, sanciones dirigidas a élites corruptas, apoyo financiero condicionado a reformas democráticas y presencia diplomática masiva que garantice que cualquier transición no termine secuestrada por intereses particulares.
El beneficio para los venezolanos sería evidente: recuperar un mínimo de normalidad institucional, detener el colapso económico y abrir la puerta a una reconstrucción nacional que el propio país, aislado y sin garantías, no puede emprender solo. El impacto regional también sería notable. Una Venezuela estable reduciría los flujos migratorios masivos que hoy presionan a Colombia, Perú, Chile y otros países; reactivaría el comercio fronterizo; y disminuiría el peso geopolítico que potencias como Rusia, Irán y China han ganado en la zona aprovechando el vacío occidental.
Pero nada de esto será posible sin un consenso continental. El giro político en América Latina —con países como Argentina, Uruguay, Ecuador y ahora Chile y Bolivia transitando hacia el centro-derecha— crea un escenario donde una acción más firme sobre Venezuela podría ser viable sin caer en los discursos del intervencionismo clásico. No se trata de imponer un modelo, sino de exigir reglas básicas: elecciones libres, libertades civiles y respeto al Estado de derecho.
La gran pregunta es si Estados Unidos está dispuesto a encabezar esa estrategia sin repetir los errores del pasado. Y si la región, por primera vez en mucho tiempo, está lista para actuar con madurez y responsabilidad frente a uno de sus mayores desafíos humanitarios.
En un continente que se mueve entre la desilusión con la izquierda y la expectativa con nuevas derechas, Venezuela no puede seguir siendo el eterno punto mu**to. Quizá no todos pidan una intervención, pero muchos —dentro y fuera del país— sí esperan que, de una vez por todas, el mundo deje de mirar hacia otro lado.