02/07/2025
Título: “La mujer del monte”
Narrador: Elías Andrada
Mi nombre es Elías Andrada. Tengo 36 años y crecí en Santiago del Estero, en un pequeño pueblo llamado El Barrial. Aunque desde hace más de una década vivo en la ciudad, hay algo que viví en mi adolescencia y que aún hoy, más de veinte años después, me persigue en sueños. Algo que intento olvidar, pero no puedo.
Todo comenzó cuando tenía 17 años.
En aquel entonces, mi mejor amigo era Julián. Nos criamos juntos, íbamos a la escuela en bicicleta, cazábamos iguanas y pescábamos en el canal seco durante los veranos eternos del norte. Un día, después de una fuerte tormenta, decidimos explorar una zona del monte a la que nadie del pueblo se atrevía a ir: El Rincón del Alma Perdida.
Un nombre extraño, lo sé. Lo llamaban así desde antes que yo naciera. Decían que quien entraba allí… cambiaba. O no volvía. Que los animales evitaban el lugar. Que el aire mismo se volvía denso.
Pero nosotros éramos adolescentes. Confiábamos más en nuestras linternas que en las advertencias de los viejos.
Entramos por la tarde, cargando dos mochilas con agua, galletas y una radio. El monte estaba húmedo, espeso, como si las plantas se cerraran tras nosotros. Julián se reía. Decía que si encontrábamos el alma perdida, le pediría que lo ayudara a pasar matemáticas.
El sendero se hacía cada vez más angosto, hasta que llegamos a un claro.
Y ahí la vimos.
Una mujer.
Estaba de espaldas, de pie, con un vestido blanco que parecía flotar, sucio de barro en los bordes. Su pelo negro caía hasta la cintura. Estaba inmóvil, como si el viento no la tocara.
Nos detuvimos.
—¿Señora? —gritó Julián—. ¿Está bien?
La mujer no respondió.
Nos miramos, dudando.
Y entonces giró lentamente la cabeza.
Solo la cabeza.
El cuerpo seguía de espaldas.
Sus ojos eran completamente negros. No tenía pupilas. No tenía brillo. Su boca estaba cerrada, pero en los costados… como si la piel estuviera desgarrada hacia las mejillas.
Dimos un paso atrás.
Y desapareció.
No caminó. No se desvaneció en partes. Simplemente… ya no estaba.
Corrimos. Caímos. Nos rasguñamos con las ramas. Y no importaba cuánto corríamos… el claro volvía a aparecer frente a nosotros.
La noche cayó de golpe. La linterna dejó de funcionar. La radio solo emitía un susurro lejano, como si alguien llorara al otro lado.
Julián comenzó a decir que sentía su voz cerca. Que lo llamaba por su nombre.
Yo lo tomé del brazo. Le rogué que me mirara.
Pero él solo quería volver al claro.
—Ella está triste —decía—. Está sola. Tengo que quedarme.
Lo arrastré con todas mis fuerzas. Grité. Le pegué. Hasta que reaccionó y comenzamos a correr de nuevo.
No recuerdo cómo salimos del monte. Solo sé que amanecía y nuestras ropas estaban rotas, cubiertas de tierra.
Julián no volvió a ser el mismo.
Empezó a tener pesadillas. Se encerraba por horas. Decía que ella lo seguía, que lo llamaba por las noches. Que veía su silueta parada en el patio, mirándolo.
Una noche, desapareció.
Lo encontraron días después, en una zona lejana del monte. Vivo, pero en shock. Decía que ella le cantaba en sueños. Que se lo había llevado, pero lo devolvió porque “no estaba listo”.
Lo internaron.
Yo me fui del pueblo a los meses. No soportaba vivir tan cerca del monte. No soportaba el recuerdo de esos ojos.
Durante años, intenté convencerme de que fue una alucinación. Un truco de la mente. Pero aún hoy, a veces, en la madrugada, me despierto con el sonido de ramas moviéndose… aunque no haya árboles cerca.
Y juro que la veo.
De pie, al borde de mi cama. Sin rostro. Sin ruido.
Solo mirando.
Esperando.
Como si yo sí estuviera listo.