05/10/2025
Mis pasos me llevaron a un lugar donde la muerte no es un final, sino un atavío. En el Museo del , ante mí, la ofrenda más inquietante: cráneos humanos convertidos en máscaras. El aire se hizo frío. Estos no son simples restos; son artefactos sagrados, elaborados en el reinado de , entre 1468 y 1481. Los cráneos, pertenecientes a varones adultos, fueron transformados.
En sus cavidades nasales, un pedernal incrustado, un cuchillo que, al verlo, me hace sentir el corte brutal en el aliento de quien fue. En sus cuencas, fragmentos de pirita que brillan, intentando replicar la mirada perdida. Al lado, otras calaveras de mujeres y hombres, de otras clases sociales, que padecían enfermedades.
No es un acto macabro; es una declaración cosmológica. Para los mexicas, la muerte no era el silencio, sino una fase activa de la existencia. Estos cráneos, traídos de otras tierras, y ataviados con maestría, eran una ofrenda cuyo significado preciso aún nos elude. ¿Máscaras mortuorias, sujetas al rostro de un sacerdote o un dignatario fallecido para su última ceremonia? ¿O el rostro de un dios que exigía ver su propia dualidad reflejada en la carne y el pedernal?
El ver cómo un cuchillo de piedra corta de tajo el aliento del personaje, como dijo un experto, me obliga a repensar nuestra visión lineal. La muerte era aquí un servicio, un pasaporte y, para el enemigo, una transformación. Al contemplar esta extraña y aterradora belleza, solo puedo preguntarme: ¿acaso la obsesión de nuestro tiempo por la vida eterna nos ha hecho perder la sabiduría que poseían los antiguos, la de entender a la muerte no como un final, sino como el sacrificio sagrado que garantiza el renacer del universo?