05/06/2025
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“Jesús: El Sol que caminó entre nosotros”
No nació en un pesebre para ser adorado.
Nació en la Tierra para recordar el cielo olvidado.
Fue niño antes de ser maestro, y humano antes de ser símbolo.
Su niñez fue silenciosa, como las semillas que germinan sin que nadie las vea.
Jugaba con los elementos.
El agua lo escuchaba.
El fuego danzaba con él sin quemarlo.
Las aves se posaban en sus hombros, y los niños del pueblo decían que había algo en su risa que “hacía cosquillas en el alma”.
Tenía ojos como espejos líquidos: reflejaban el dolor de los demás sin absorberlo.
Su mirada despertaba la memoria antigua de quienes lo cruzaban, aunque no supieran por qué lloraban al verlo.
En su adolescencia, ya desarmaba creencias sin usar palabras.
No soportaba las injusticias, ni las cadenas disfrazadas de ley.
Por eso, su camino lo llevó a viajar lejos. Muy lejos.
Estuvo en Egipto, entre sacerdotes que custodiaban el misterio.
Estuvo en la India, donde aprendió a escuchar el alma a través del silencio.
Estuvo en los montes de Persia, donde le revelaron los nombres secretos del Padre Madre.
No fue solo un carpintero.
Fue sanador con las manos, lector del corazón humano, tejedor de vínculos invisibles.
Sabía tocar el pecho de un enfermo y mover el trauma escondido bajo la carne.
No usaba túnicas costosas. Su aura era su vestidura.
Y su voz…
Era una música.
Tenía la vibración exacta para abrir puertas internas.
Quien lo oía, sentía que recordaba una promesa antigua.
A veces cantaba en lenguas olvidadas.
A veces, en las noches, dibujaba geometrías en la arena mientras hablaba con las estrellas.
Sabía que no era de este mundo, pero amaba profundamente la Tierra.
La acariciaba con los pies descalzos, como quien honra a una madre sagrada.
Tenía humor, tenía fuego, tenía ternura.
Se enojaba con los hipócritas, pero nunca maldecía.
Sus lágrimas eran oración.
Su abrazo, medicina.
Amó.
Amó más allá del dogma.
Amó a María Magdalena no como posesión, sino como igual: ella era la flor que entendía su raíz.
Murió porque el mundo no soportaba tanta luz encarnada.
Pero también murió para dejar una semilla.
Y resucitó no solo en cuerpo sutil, sino en cada uno que elige amar con coraje.
Lo que la historia no contó:
Que jugaba con el viento como si fuera un amigo invisible.
Que curaba a los animales con una sola caricia.
Que cuando reía, las personas se sanaban sin entender por qué.
Que escribió con su dedo sobre el agua, y las letras no se borraban.
Que conocía los nombres secretos de cada alma, y los pronunciaba solo cuando la persona estaba lista para despertar.
Jesús no vino a ser adorado.
Vino a ser imitado.
Y hoy, más que nunca, su mensaje es urgente:
“Que cada uno se vuelva templo.
Que el amor sea verbo y no doctrina.
Que la luz no se adore desde lejos, sino que se encarne.