13/05/2025
“𝗘𝗟 𝗖𝗥𝗜𝗠𝗘𝗡 𝗣𝗘𝗥𝗙𝗘𝗖𝗧𝗢 𝗦𝗘 𝗟𝗟𝗔𝗠𝗔 𝗢𝗠𝗜𝗦𝗜𝗢́𝗡”
𝙇𝙖 𝙚𝙟𝙚𝙘𝙪𝙘𝙞𝙤́𝙣 𝙙𝙚 𝙀𝙫𝙖𝙧𝙞𝙨𝙩𝙤 𝙂𝙤́𝙢𝙚𝙯 𝙣𝙤 𝙨𝙤𝙡𝙤 𝙧𝙚𝙥𝙧𝙚𝙨𝙚𝙣𝙩𝙖 𝙚𝙡 𝙝𝙤𝙢𝙞𝙘𝙞𝙙𝙞𝙤 𝙙𝙚 𝙪𝙣 𝙡𝙞́𝙙𝙚𝙧 𝙨𝙤𝙘𝙞𝙖𝙡; 𝙚𝙨 𝙡𝙖 𝙘𝙤𝙣𝙛𝙞𝙧𝙢𝙖𝙘𝙞𝙤́𝙣 𝙙𝙚𝙨𝙘𝙖𝙧𝙣𝙖𝙙𝙖 𝙙𝙚 𝙦𝙪𝙚 𝙚𝙣 𝙘𝙞𝙚𝙧𝙩𝙖𝙨 𝙧𝙚𝙜𝙞𝙤𝙣𝙚𝙨 𝙙𝙚 𝙌𝙪𝙞𝙣𝙩𝙖𝙣𝙖 𝙍𝙤𝙤 𝙚𝙡 "𝙀𝙨𝙩𝙖𝙙𝙤" 𝙣𝙤 𝙚𝙭𝙞𝙨𝙩𝙚, 𝙮 𝙘𝙪𝙖𝙣𝙙𝙤 𝙖𝙥𝙖𝙧𝙚𝙘𝙚, 𝙡𝙤 𝙝𝙖𝙘𝙚 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙘𝙤́𝙢𝙥𝙡𝙞𝙘𝙚 𝙥𝙖𝙨𝙞𝙫𝙤 𝙙𝙚𝙡 𝙘𝙧𝙞𝙢𝙚𝙣.
𝙀𝙣 𝙚𝙨𝙩𝙚 𝙩𝙚𝙧𝙧𝙞𝙩𝙤𝙧𝙞𝙤 𝙢𝙞𝙣𝙖𝙙𝙤 𝙥𝙤𝙧 𝙡𝙖 𝙣𝙚𝙜𝙡𝙞𝙜𝙚𝙣𝙘𝙞𝙖 𝙞𝙣𝙨𝙩𝙞𝙩𝙪𝙘𝙞𝙤𝙣𝙖𝙡, 𝙡𝙖 𝙫𝙞𝙤𝙡𝙚𝙣𝙘𝙞𝙖 𝙣𝙤 𝙨𝙤𝙧𝙥𝙧𝙚𝙣𝙙𝙚: 𝙨𝙚 𝙚𝙨𝙥𝙚𝙧𝙖. 𝙇𝙖 𝙞𝙢𝙥𝙪𝙣𝙞𝙙𝙖𝙙 𝙣𝙤 𝙚𝙨 𝙖𝙣𝙤𝙢𝙖𝙡𝙞́𝙖: 𝙚𝙨 𝙘𝙤𝙨𝙩𝙪𝙢𝙗𝙧𝙚. 𝙇𝙖 𝙤𝙢𝙞𝙨𝙞𝙤́𝙣 𝙣𝙤 𝙚𝙨 𝙖𝙘𝙘𝙞𝙙𝙚𝙣𝙩𝙚: 𝙚𝙨 𝙥𝙤𝙡𝙞́𝙩𝙞𝙘𝙖. 𝙔 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙮𝙖 𝙨𝙖𝙗𝙚𝙨 𝙦𝙪𝙚 #𝙈𝙞𝙋𝙚𝙘𝙝𝙤𝙉𝙤𝙀𝙨𝘽𝙤𝙙𝙚𝙜𝙖 𝙚𝙣 𝙚𝙨𝙩𝙖𝙨 𝙡𝙞́𝙣𝙚𝙖𝙨 #𝙏𝙚𝙇𝙤𝘾𝙪𝙚𝙣𝙩𝙤.
𝙋𝙤𝙧 𝙅𝙪𝙖𝙣𝙅𝙤 𝙎𝙖́𝙣𝙘𝙝𝙚𝙯
Evaristo cayó abatido en un cañal de Sacxán junto a dos personas más que según dicen eran sus escoltas. Pero su muerte no comenzó con la ráfaga que lo acribilló. Empezó el día en que la Fiscalía General del Estado de Quintana Roo decidió ignorar las amenazas, desestimar los atentados y archivar el miedo como si no existiera.
No murió por lo que hacía, sino por lo que representaba: liderazgo, voz, resistencia. Y en este estado fallido, esos atributos se pagan con sangre. El problema aquí no es si Evaristo era o no “trigo limpio”.
La Fiscalía no tiene permiso moral, legal ni profesional para andar clasificando cadáveres según su supuesta respetabilidad. Su única obligación —por si se les olvidó en el curso de inducción que no tomaron— es investigar, perseguir delitos, proteger vidas y garantizar justicia sin filtros morales ni juicios de valor.
La Fiscalía no está rebasada. Está rendida. No por falta de recursos, sino por falta de voluntad, de ética, de coraje institucional.
¿Cómo explicar que un hombre que ya había sido víctima de un atentado armado, que ya había sido levantado por sujetos armados, que ya había denunciado amenazas directas, no contara con medidas de protección efectivas, ni siquiera con una carpeta judicial robusta?
Es simple: porque a la Fiscalía no le interesa prevenir la violencia.
La pregunta es brutal pero necesaria: ¿Cuántas veces debe sobrevivir un hombre a un intento de as*****to para que la Fiscalía entienda que su vida corre peligro? ¿Cuántas veces debe ser levantado para que se active un protocolo real?
O peor aún: ¿será que la Fiscalía ya no distingue entre víctima y sospechoso, y prefiere no “ensuciarse” con expedientes que incomoden a los que de verdad mandan?
¿Quieren saber por qué los criminales actúan con tanta impunidad? Porque pueden. Porque saben que los únicos que se movilizan en serio son los bots que los políticos sueltan para desacreditar a las víctimas, mientras los fiscales de escritorio solo estiran la mano para cobrar.
Es curioso —y vomitivo— cómo, mientras la gente lloraba por la muerte de Evaristo, ya circulaban comentarios prefabricados en redes sociales: “ya sabía en lo que andaba”, “era ajuste de cuentas”, “que no lo santifiquen”. ¿Y de dónde vienen esos perfiles falsos?
Pero no son criminales los que dirigen esa campaña. No. Son operadores políticos, asesores pagados con dinero público, que aprendieron que, ante la ineptitud, la mejor defensa es difamar al mu**to.
Convertir al asesinado en culpable: el método perfecto para desactivar la indignación.
¿Y qué buscan? Silenciar el caso. Convertirlo en anécdota. Evitar que el escándalo salpique a quien no debe. Neutralizar el debate con desinformación y así permitir que el as*****to sea solo un “daño colateral” más en la guerra silenciosa por el control del sur.
La muerte de líderes sociales en el sur de Quintana Roo no es una anomalía estadística: es una tendencia que ya debería haber encendido todas las alarmas del aparato estatal.
Pero no. La fiscalía opera como si cada crimen fuera una novedad irrepetible, como si cada cuerpo hallado en la maleza fuera una coincidencia grotesca.
Cuando en realidad, la omisión ya es política pública.
Porque permitir que se impongan el miedo y el silencio no es un accidente: es una forma de gobernar sin gobernar.
Y lo que sucedió con Evaristo G. ya había sucedido antes: con Nahum Fuentes, también líder cañero, también secuestrado, también olvidado.
Años después, su expediente no solo sigue sin respuesta: sigue sin lectura. ¿Cuántos mu***os más necesita la Fiscalía para entender que su inacción mata?
Pero el punto central está en la omisión institucional. Porque aquí no estamos debatiendo si Evaristo era un líder ejemplar o un personaje de claroscuros. Esa discusión es irrelevante. Lo que importa es que la Fiscalía supo que su vida estaba en riesgo y no hizo nada.
¿Y si fuera un generador de violencia, como a veces se rumora entre pasillos y susurros? ¿Entonces qué? Si la autoridad tiene pruebas, que lo capture, lo procese, lo lleve ante un juez. No que lo deje a la suerte de los ejecutores anónimos.
La ley no puede aplicarse según simpatías personales. La Fiscalía está para prevenir delitos, no para dejarlos ocurrir y luego simular que investiga.
Pero claro, eso requeriría una Fiscalía funcional, no una que opera como oficina de relaciones públicas de la impunidad.
Una Fiscalía que hoy, con todo su poder, su tecnología, sus unidades especializadas y su altísima nómina, ni siquiera puede garantizar la seguridad de un hombre que lleva años denunciando amenazas.
Repercusiones que importan... pero no a todos
Las consecuencias de este as*****to no son solo emocionales o gremiales. Son profundamente políticas. Porque Evaristo no era cualquier campesino: era un líder cañero, figura representativa en una región estratégicamente olvidada, pero económicamente clave.
Con su muerte, se manda un mensaje brutal: aquí, el que estorba, cae. Y el Estado ni se inmuta.
¿Cómo afectará esto a la organización de los cañeros? ¿Qué efectos tendrá en la movilización social en la Ribera del Río Hondo? ¿Cuántos otros líderes ahora preferirán callar antes que exigir?
La muerte de Evaristo no es solo el fin de una vida. Es la victoria de una narrativa: la de que no vale la pena luchar.