18/10/2025
Imagina despertar un día y descubrir que eres el único de tu tipo en todo el planeta. Que cada respiración tuya es la última evidencia de que tu especie existió alguna vez.
Esa fue la realidad del Solitario George.
El 1 de diciembre de 1971, un científico húngaro recorría la devastada Isla Pinta en las Galápagos cuando vio algo imposible: una tortuga gigante caminando entre la vegetación destruida por cabras salvajes. Los científicos creían que las tortugas de Pinta se habían extinguido décadas atrás. Pero ahí estaba él, completamente solo.
George fue trasladado al Centro de Investigación Charles Darwin, donde se convirtió en algo más que un animal: se transformó en un símbolo viviente de lo que la humanidad puede perder para siempre. Durante 40 años, los científicos intentaron desesperadamente encontrarle una pareja. Ofrecieron recompensas de $10,000. Buscaron en cada zoológico del mundo. Le presentaron hembras de subespecies cercanas. Pero los huevos nunca fueron viables.
La mañana del 24 de junio de 2012, su cuidador de cuatro décadas lo encontró sin vida. Se estima que George tenía aproximadamente 100 años, joven para su especie que puede vivir hasta 200 años. Con su último aliento, se extinguió oficialmente la tortuga de Isla Pinta.
Pero la historia no termina ahí. En 2020, científicos descubrieron una tortuga hembra en el Volcán Wolf con descendencia directa de la subespecie de George. Hay esperanza de que, mediante cría selectiva, algún día las tortugas de Pinta vuelvan a caminar por su isla natal.
George nos enseñó una verdad incómoda: la extinción no es solo un concepto abstracto. Tiene rostro, tiene nombre, y cuando llega, es para siempre.