Síntomas del Miedo

Síntomas del Miedo Bienvenidos a este espacio de misterio y maravillas, donde la leyenda se entrelaza con la realidad

Síntomas del Miedo

Bienvenidos a "Síntomas del Miedo", tu refugio para explorar las historias más escalofriantes y los fenómenos paranormales que desafían la lógica. En este canal, nos sumergimos en leyendas urbanas, relatos de terror y experiencias sobrenaturales compartidas por nuestra audiencia. Desde apariciones fantasmales hasta encuentros inexplicables, aquí encontrarás un espacio para comp

artir y descubrir lo desconocido.

Únete a nuestra comunidad y participa en discusiones sobre tus propias experiencias y teorías. Juntos, desentrañaremos los misterios que nos rodean y aprenderemos a enfrentar nuestros miedos más profundos. ¡Atrévete a explorar lo inexplicable con nosotros!

😱 7 Relatos de Terror Real que están quitando el sueño en todo México…Desde brujería en pueblos olvidados, hasta sombras...
06/08/2025

😱 7 Relatos de Terror Real que están quitando el sueño en todo México…
Desde brujería en pueblos olvidados, hasta sombras que te imitan cuando estás solo.
🎧 Escúchalos… pero no lo hagas de noche.

👁‍🗨 El espejo ma***to de una abuela…
💀 El cuate de la sierra que se transformaba en algo no humano…
👶 Y un niño espectral que no deja en paz a quien lo ve…

🔗 Mira el episodio completo en YouTube:
👉 https://youtu.be/Zg__ZcDXStI?si=mJRRnnZGyuR8QL89

🕯 Comenta cuál relato te dio más miedo y etiqueta a esa persona que siempre dice:
“A mí no me asustan esas cosas…”

📩 ¿Te pasó algo similar? Mándanos tu historia real a:
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Podría salir en nuestro próximo episodio.

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27/07/2025

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26/07/2025

DEMONIO AL ACECHO.
La bella pelirroja estaba sumida en tristes pensamientos, dentro de su pobre habitación. Al mirar de reojo hacia la pared descascarada creyó advertir una mancha extraña, con apariencia de demonio. Aunque la forma de la mancha tenía rasgos humanos, semejaba a una cabeza de cabra de la cual sobresalían unos cuernos y una puntiaguda barbilla de chivo.
- Los rasgos del maligno están reflejados en esa mancha de humedad. - pensó.
No era la primera vez que la joven Frances Coles experimentaba esa sensación incómoda, que sentía la compañía indeseada de una presencia malvada. Pero sin duda alguna se hallaba sola, en la más completa soledad. Fijó su mirada en la pared. Ya no se veía allí la imagen diabólica, sino únicamente rastros de suciedad y de humedad sobre la pintura descolorida.
Sería mejor olvidarse de esas ideas extrañas y apartar de su mente aquel mal presentimiento, se dijo. La miseria y las penurias estaban enloqueciéndola; sí, eso tenía que ser. Por tal motivo su imaginación se desbocaba, y creía ver al demonio acechándola. Se dirigió hacia la pequeña ventana y, con expresión lánguida, se puso a observar el exterior. Se sentía preocupada, adeudaba la renta de la pensión donde residía, y no tenía nada de dinero.
En el barrio rondaba el peligro; allí atacaba ese s4dic0 al que apodaban "Jack el D3stripador", aunque hacía bastante tiempo que no as3sinaban a ninguna m3r3triz. La chica sabía que evitar pr0stit1irse podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. No obstante no podía darse el lujo de que la desahuciaran por no pagar; los clientes no llamarían a su puerta para obtener sus servicios, sino que ella debía salir a buscarlos. Debido a esta poderosa razón se armó de valor y volvió a las calles. Esa noche varias vecinas y colegas de oficio verían a la pelirroja acompañada por clientes muy diversos, pero nunca regresó a la pensión.
En la madrugada del 13 de febrero de 1891, el agente Benjamin Leeson acudió en respuesta a los insistentes silbidos de auxilio. Un frío glacial azotaba a Londres, y en los rincones desiertos la niebla ganaba espacio a la lánguida luz de las farolas a gas.
La ronda del custodio iba desde de la Casa de la Moneda hacia el barrio de Swallow Gardens; esta zona circundaba un arco del puente en torno al cual discurría un ferrocarril y abarcaba las calles Royal Mint y Chambers. En Swallow el policía Leeson se encontró con el responsable de los estridentes llamados, el juvenil agente de la Metropolitana Ernest Thompson, junto a dos vigilantes nocturnos.
– ¿Qué sucede? –interrogó Leeson.
–Han mat4do a otra mujer –repuso Thompson y, luego de hacer una pausa para tomar aliento, exclamó.
– ¡Ha sido Jack el D3stripador!
Thompson era un guardia bisoño que apenas llevaba seis meses en el cuerpo policial, y devenía evidente su pánico mientras apuntaba con su dedo índice al bulto que, caído sobre los adoquines, interrumpía el paso. Era el cadáver de una mujer cuya ropa lucía desarreglada, y a la cual habían 4puñal4do encarnizadamente. Un profundo tajo abría su cuello y exhibía otras heridas, también s4ngrantes, en la región inferior del tronco.
Leeson conocía de vista a la víctima, una ra**ra de veintiséis años llamada Frances Coles cuyo alias era «Carroty Nell», por su cabello color rojo zanahoria.
Al inclinarse para examinarla el policía comprobó que la joven aún respiraba, aunque resultaba notorio que estaba agonizante y nada podía hacerse ya para salvarla. Rápidamente se alertó a decenas de policías que rodearon el perímetro del crimen en procura de cortarte la vía de escape al homicida, y se organizó una búsqueda casa por casa. El médico forense George Bagster Phillips fue convocado a la comisaría a donde se trasladó el c4dáver, y certificó el fallecimiento.
Se arrestó a un sospechoso de haber matado a Frances Coles. Se trataba de Thomas James Sadler, un marinero cincuentón que, tras ser sometido a un breve proceso, salió absuelto por ausencia de pruebas en su contra. Este hombre contó que su amiga Frances le había puesto al tanto de su temor de morir trágicamente, pues creía que un demonio la acechaba en la pared de su habitación.
Aunque hubo quienes adjudicaron el h0micidio de Frances a Jack el Destripador, andando el tiempo se consideró que se trató de un as3sinato de imitación, perpetrado por un criminal ocasional.

Texto de Gabriel Antonio Pombo.

26/07/2025

El que silba a las diez
Autor : Thaiz Smith

Todas las noches, a las diez en punto, se escuchaba el mismo silbido.
Siempre las mismas notas.
Siempre desde el portón de la casa.
Nunca fallaba.

No importaba si llovía, si hacía calor, si era miércoles o Navidad. A esa hora, como si fuera una rutina escrita desde hacía años, alguien silbaba. Y siempre igual: tres notas, lentas y claras, que se quedaban flotando en el aire.

Yo vivía con mi abuelo desde que era niño. Él era un hombre serio, de esos que ya no platican mucho. Tenía las manos llenas de cicatrices y la espalda encorvada por el trabajo. Nunca me decía gran cosa… salvo cuando sonaba ese silbido.

Entonces sí hablaba,, sin mirarme:

—No salgas. Es mejor ignorarlo.

Y eso era todo.

Yo le hacía caso. Por años. Pero llega un punto en el que uno necesita saber. Necesita ver. La curiosidad no se quita con regaños, se quita viendo lo que hay. Aunque después no puedas olvidarlo.

Una noche de agosto, me armé de valor. Esperé la hora frente a la puerta, con la mano en la perilla.
El reloj dio las diez.
Y otra vez:
siiil... siiil... siiil...

Abrí despacio, sin hacer ruido. Me asomé por la rendija.

Ahí estaba.
Un muchacho parado junto a la reja.

Era delgado, no muy alto. Tendría como quince años, más o menos como yo en ese tiempo. Llevaba pantalones de mezclilla viejos, manchados de tierra, y una camisa de botones, rota en los hombros. El rostro lo tenía sucio, como si llevara días caminando. Tenía ojeras oscuras y los labios partidos. Me miraba fijo, sin moverse, sin decir nada. Como si estuviera esperando algo.

—¿Buscas a alguien? —le pregunté.

No respondió. Solo alzó la mano. Le temblaba. Entre los dedos sostenía una fotografía, arrugada y amarillenta.

Me acerqué unos pasos. El corazón me latía tan fuerte que me zumbaba en los oídos.
Le tomé la foto. Y cuando la vi, sentí un vacío en el estómago.

Era mi abuelo.
Joven. Mucho más joven. Estaba sonriendo. Tenía el brazo en el hombro de otro muchacho: el mismo que estaba frente a mí.
Misma cara.
Misma ropa.
La misma expresión triste.

Pero en la foto, ese chico tenía exactamente el mismo aspecto que ahora. No había cambiado. Ni una arruga. Ni una mancha más. Nada. Como si no hubiera pasado ni un día desde que la tomaron.

Levanté la mirada. El muchacho seguía ahí.

—Ya es hora —dijo. Su voz era ronca, .

Sentí un escalofrio recorrer todo mi cuerpo .
Corrí. Ni siquiera pensé. Cerré la puerta de golpe, me recargué contra ella y sentí que las piernas me temblaban. No sabía si estaba soñando, si me había vuelto loco o si eso era real.

Mi abuelo seguía en su sillón. Ni siquiera se inmutó.

—Te dije que no salieras —murmuró, sin dejar de ver su libro—. Él viene por mí.

—¿Quién es? ¿Qué quiere?

Mi abuelo respiró hondo. Se frotó la cara con una mano.

—Pactos... cosas que uno hace cuando es joven, cuando no sabe lo que vale la vida.
—¿Qué hiciste?

No respondió. Solo murmuró algo más...

—Hay deudas que no se pagan con dinero...

Esa noche no dormí. Me quedé sentado en el pasillo, con la puerta cerrada y la luz encendida.

Pero el silbido no volvió.

A la mañana siguiente, fui a buscarlo a su cuarto.
Estaba acostado. Quieto. Con la mirada hacia el techo.
Mu**to.

No hubo señales de pelea, ni dolor. Solo estaba ahí, como si se hubiera quedado dormido para siempre.
En su pecho, bajo las manos cruzadas, estaba la misma foto.

Nunca más se escuchó el silbido.

Pasaron los años, y aunque intento olvidarlo, no puedo. A veces, en alguna esquina, me parece ver al mismo chico, parado, quieto.

Ahora entiendo que no todos los fantasmas gritan ni arrastran cadenas.
Algunos solo cumplen lo que prometieron.
Y otros…
vienen a saldarr cuentas.

Especialmente los que alguna vez hicieron pactos en lo oscuro.

Nota del autor:
Esta historia es real , fue enviada por un lector que pidió no revelar su nombre ni ubicación. Asegura que el silbido se escuchaba todas las noches hasta el día exacto en que su abuelo murió.
Algunos vecinos del pueblo también recuerdan haberlo oído... pero nadie quiere hablar de eso.
¿Casualidad?
¿Sugestión?
¿O un pacto que realmente se cumplió?

¿Tú qué harías si escuchas silbar a las diez?

© 2025 Thaiz Smith. Todos los derechos reservados.

26/07/2025

El Pasajero Silencioso
Autor: Marciel G. - Elixir de Miedo

Hay venenos que se beben de un trago y te matan en segundos. Otros, como el que yo había elegido, se administran en dosis diarias, en el café de la mañana, en la pregunta capciosa antes de dormir. Se llama Lorena, mi esposa.
La noche antes del viaje, la tormenta no era de nubes, sino de palabras. Se desató en la sala de nuestra pequeña casa, un teatro del absurdo donde yo era el único acusado y ella, la fiscal, el jurado y el verdugo.
—Así que te vas otra vez, ¿eh, Ricardo? —su voz, un siseo que cortaba el aire—. ¿Cuántos días esta vez? ¿Los suficientes para visitar a la zorra de turno en Juárez?
—Lorena, por favor. Es mi trabajo. Llevo un cargamento de equipo industrial, es todo. Es lo que pone comida en esta mesa.
Se acercó, su sombra proyectándose en la pared como una criatura distorsionada. Sus ojos, dos pozos oscuros de desconfianza, me escudriñaban el alma.
—No me mientas, Ricardo. Te he notado. Esa sonrisita cuando miras el teléfono. ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que no sé que este camión tuyo no es más que tu nido de amor sobre ruedas?
Cada palabra era un clavo más en el ataúd de mi paciencia. No había argumento que valiera. La razón se había exiliado de nuestro hogar hacía mucho tiempo, dejando atrás solo el eco de la paranoia. Esa noche, como tantas otras, dormí en el sofá, con el murmullo de sus acusaciones taladrando mis sueños.
Al alba, me fui. La cabina de mi Kenworth, mi leviatán de acero y cromo, era mi único santuario. Al cerrar la puerta, sentí que dejaba atrás un mundo de asfixia para entrar en mi reino de soledad y asfalto. El motor rugió, un gruñido gutural que prometía distancia, olvido.
Las primeras horas fueron un bálsamo. El sol pintaba el desierto de tonos ocres y el monótono zumbido de los neumáticos sobre el pavimento era una canción de cuna para mis nervios deshilachados. Pero cuando la noche empezó a teñir el cielo de un violeta profundo, casi fúnebre, algo cambió.
Fue sutil al principio. Un levísimo crujido detrás de mí, en el camarote. Lo achaqué al vaivén de la carga, al asentamiento de mis pocas pertenencias. Pero luego, un suspiro. Tan tenue que pudo haber sido el viento colándose por una rendija mal sellada. Pero el viento no suspira con tristeza. El viento aúlla, silba, pero no exhala una pena tan humana.
Mi corazón, un tambor desbocado, martilleaba contra mis costillas. Las manos se me pegaron al volante, húmedas y frías. La carretera se extendía ante mí como una vena abierta en la piel de la tierra, oscura y palpitante. ¿Estaba la soledad, ese viejo fantasma del camino, jugando por fin con mi mente?
De pronto, un clic metálico. Como el de un encendedor. Inconfundible.
Giré la cabeza bruscamente. Nada. Solo la cortina cerrada del camarote, una tela que parecía separar mi realidad de otra dimensión, una frontera endeble con lo desconocido. El miedo, un animal de garras heladas, comenzó a trepar por mi espina dorsal. Cada sombra que proyectaban los faros en la cabina parecía moverse, contorsionarse.
Fue entonces cuando la carretera nos tragó. Entramos en ese tramo infame que los viejos traileros llaman "La Cicatriz de Satán", una desviación de la vieja Ruta 666. Un lugar donde las leyes de la física y la cordura se toman un descanso. Las rocas a los lados del camino parecían rostros petrificados en un grito eterno. El aire mismo se sentía más denso, cargado de una electricidad estática, de susurros que se enredaban en el rugido del motor.
Y en ese momento de máxima tensión, con el pulso desbocado y la mente al borde del precipicio, lo olí. Un rastro casi imperceptible de su perfume. El que usaba solo cuando quería discutir.
Un torrente de furia helada barrió el miedo. No era un fantasma. No era un demonio del camino. Era un horror mucho más íntimo, mucho más retorcido.
Frené en seco. El tráiler se quejó con un chirrido agónico, quedando inmóvil en medio de esa nada absoluta. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier ruido. Me giré, y con un solo movimiento violento, desgarré la cortina del camarote.
Y allí estaba ella. Lorena. Acurrucada entre mis mantas, con los ojos abiertos de par en par, una mezcla de triunfo y pánico en su rostro.
—¡Así que eras tú! —mi voz no fue un grito, sino un gruñido ahogado, roto—. ¡Eras tú todo este tiempo! ¡Haciéndome creer que me estaba volviendo loco!
Se incorporó, la furia reemplazando su miedo. —¿Y qué esperabas, Ricardo? ¡Tenía que saberlo! ¡Tenía que saber a quién ibas a recoger en medio de la noche!
—¡No hay nadie, Lorena! —grité, ahora sí, el eco de mi voz perdiéndose en la inmensidad del desierto—. ¡Nunca ha habido nadie más que tú y tu maldita locura!
En ese preciso instante, las luces del tablero parpadearon y se apagaron. El motor, que había dejado en ralentí, tosió una, dos veces, y murió. La oscuridad nos devoró por completo, una oscuridad tan densa y palpable que parecía tener peso.
—¿Qué fue eso? —susurró ella, su arrogancia desvaneciéndose.
Antes de que pudiera responder, un golpeteo suave sonó en la ventanilla del copiloto.
Tap. Tap. Tap.
Ambos nos quedamos petrificados. El sonido era imposible. Estábamos en medio de la nada, a kilómetros de cualquier signo de vida.
Miramos al unísono. Pegado al cristal, había un rostro. Pero no era un rostro humano. Era una máscara pálida y alargada de piel traslúcida, con dos cuencas negras y vacías donde deberían estar los ojos, y una boca abierta en una "O" silenciosa de asombro o agonía. No tenía cuerpo, solo ese rostro flotando en la negrura, observándonos.
Lorena soltó un chillido que se quebró en su garganta. Se aferró a mi brazo, sus uñas clavándose en mi piel. El golpeteo se hizo más insistente, más fuerte, acompañado de un arañazo áspero, como de uñas largas rascando el metal.
—¡Arranca el ma***to camión, Ricardo! —gritó, el terror puro borrando cualquier rastro de su veneno habitual.
Giré la llave. Nada. Silencio. Volví a girarla. El motor de arranque gimió débilmente y calló. La cara en la ventana se inclinó, como si intentara oír mejor nuestra desesperación.
—¡Haz algo! —suplicó Lorena, sus lágrimas ahora reales, desprovistas de manipulación.
En un acto reflejo de puro pánico, golpeé el claxon. Las cornetas de aire del tráiler rugieron con la fuerza de una bestia herida, un bramido que rasgó la noche. El rostro en la ventana retrocedió, no por el sonido, sino que pareció disolverse en la oscuridad, como una gota de tinta en el agua.
Por un segundo, respiramos. Un segundo de falso alivio.
Entonces, la vimos. De pie, en medio de la carretera, frente a nosotros, a la luz de la luna que se filtraba entre nubes como huesos. Era la figura de una mujer, pero sus proporciones eran incorrectas. Demasiado alta, demasiado delgada, sus brazos colgando hasta casi tocar el suelo. Y lentamente, con una cadencia antinatural, comenzó a caminar hacia nosotros.
—No, no, no... —musitaba Lorena, meciéndose en el asiento.
Giré la llave una vez más, rezando a un dios en el que no creía. Y esta vez, el milagro ocurrió. El motor cobró vida con un estruendo furioso. Sin pensarlo, metí primera y pisé el acelerador a fondo. El tráiler se sacudió y embistió hacia adelante.
No intenté esquivarla. Apunté directamente a la figura. Pasamos a través de ella. No hubo impacto. Solo una repentina caída de la temperatura en la cabina, un frío de tumba que nos caló hasta los huesos, y un susurro que pareció nacer dentro de nuestras cabezas, una palabra en un idioma mu**to.
Aceleré, sin atreverme a mirar por los espejos, con el sonido de los sollozos aterrorizados de mi esposa a mi lado. Conduje hasta que los primeros rayos del sol apuñalaron el horizonte, hasta que la carretera maldita quedó muy atrás, como una pesadilla de la que logras despertar sudando.
Nos detuvimos en la primera gasolinera que encontramos, un oasis de luz fluorescente y normalidad. El silencio entre nosotros era un abismo. Ninguno de los dos sabía qué decir. El terror compartido nos había unido en una forma extraña y terrible.
Llené el tanque, mis manos aún temblando. Lorena no se movió del asiento del copiloto, su mirada perdida en el parabrisas, como si aún viera el rostro en el cristal.
Cuando volví a subir, ella me miró. Sus ojos ya no tenían veneno, solo un vacío insondable.
Rompí el silencio. Una sonrisa torcida, amarga, se dibujó en mi rostro.
—¿Ves, mi amor? —dije, mi voz ronca—. Ahora ya conoces a una. Hay otras que se aparecen más adelante en el camino. Para el próximo viaje, si quieres, te las presento a todas.

26/07/2025

🔴¿QUIÉN ERA LA NIÑA QUE ESTABA EN LA CAMA?

Aquella noche todo parecía normal. Acosté a mi hija como siempre, luego de leerle su cuento favorito y desearle dulces sueños. Tenía apenas seis años y su imaginación era desbordante. Cada noche inventaba historias sobre hadas, criaturas mágicas y, a veces, monstruos que vivían debajo de su cama. Yo solía seguirle el juego con una sonrisa, sabiendo que era parte de su inocencia. Pero esa noche, algo fue distinto.

Me estaba levantando para salir de la habitación cuando ella me miró con una expresión juguetona y me dijo que antes de irme, debía revisar si había algún monstruo debajo de la cama. Me arrodillé con resignación fingida y levanté la sábana para mirar. En ese momento, el mundo se detuvo.

Debajo de la cama, acurrucada en posición fetal, estaba mi hija.

Tenía el rostro pálido, los ojos llenos de lágrimas y una expresión de auténtico terror. Con voz temblorosa, apenas audible, me susurró: “Papá… hay alguien en mi cama”.

No reaccioné de inmediato. Me quedé paralizado, sin entender lo que estaba viendo. Miré de nuevo hacia la cama y allí seguía la figura de mi hija, tapada hasta el cuello, inmóvil. Su respiración era rítmica, como si estuviera dormida. Pero entonces, ¿quién estaba debajo de la cama? ¿Y por qué la que estaba abajo parecía tan real?

Volví la mirada a la niña oculta bajo la cama, pero ya no estaba. El espacio estaba vacío. Me incorporé, confundido, y me acerqué a la cama. Lentamente, aparté las cobijas. Mi hija seguía allí, dormida, como si nada hubiera pasado. Respiraba con tranquilidad, con una ligera sonrisa en los labios, como si estuviera soñando algo hermoso.

Pensé que tal vez había sido una ilusión, que estaba cansado o que mi mente me había jugado una mala pasada. No le conté nada a mi esposa. No quería alarmarla. Me convencí de que tal vez había sido un reflejo, una sombra, o incluso el eco de mi imaginación influenciada por tantas noches de cuentos.

Pero al día siguiente, mientras desayunábamos, mi hija me dijo algo que me dejó helado.

Me preguntó por qué me había metido debajo de la cama la noche anterior. Le respondí que no lo había hecho, que solo revisé para ver si había monstruos, como siempre. Ella me corrigió con una seriedad extraña en su rostro. Me dijo que me había visto metido allí, que estaba debajo de la cama y que le había susurrado que no confiara en la persona que estaba acostada con ella.

Traté de mantener la calma, pero sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. No le seguí la conversación. Solo la abracé con fuerza y le dije que estaba a salvo, que no había nada malo en la casa. Sin embargo, desde ese día empecé a notar cosas extrañas.

Pequeños detalles. Su osito de peluche amanecía en lugares donde no lo habíamos dejado. Su lámpara nocturna se encendía sola, aunque tenía un interruptor manual. A veces, escuchábamos pasos suaves en el pasillo, como si alguien caminara descalzo a mitad de la noche, pero cada vez que salíamos a revisar, no había nadie.

Una noche escuché risas provenientes de su habitación. Me levanté de inmediato. Al abrir la puerta, la encontré sentada en la cama, mirando hacia una esquina vacía. Le pregunté qué hacía despierta y me respondió que estaba jugando con "la otra niña". No supe qué decir. Me quedé mudo. Ella solo se recostó otra vez y se quedó dormida como si nada.

Las siguientes semanas todo se intensificó. Las luces parpadeaban sin razón. Algunas veces encontrábamos marcas de manos pequeñas en los vidrios, aunque nadie había salido ni entrado. Mi hija empezó a decir que la otra niña la seguía a todas partes, incluso cuando íbamos al parque. Decía que la veía reflejada en los charcos, pero que nunca estaba cuando se daba vuelta.

Mi esposa comenzó a notar el cambio también. Al principio fue escéptica, pero una noche, mientras acomodaba los juguetes, encontró una hoja de papel doblada dentro del cajón de los calcetines. Era un dibujo hecho con crayones: dos niñas idénticas tomadas de la mano. Una tenía el rostro completo, sonriente. La otra no tenía ojos, solo dos huecos oscuros. Abajo, con letra infantil, estaba escrito: “ella dice que quiere quedarse”.

Después de eso, buscamos ayuda. No queríamos poner en peligro la tranquilidad de nuestra hija. Un especialista en fenómenos del comportamiento infantil vino a la casa, revisó todo, pero no encontró señales de que nuestra hija estuviera inventando nada. Dijo que, si acaso, parecía estar viviendo una experiencia compartida, como si alguien más le estuviera sugiriendo esas cosas. Nos recomendó mantenerla alejada de historias de miedo, evitar estímulos nocturnos y ofrecerle seguridad.

Seguimos los consejos, pero nada cambió.

Una noche, mientras revisaba el monitor de la habitación desde el celular, vi algo que no pude explicar. La imagen mostraba claramente a mi hija dormida en su cama. Pero había una figura parada al lado, una silueta infantil, inmóvil, con el rostro difuso. Pensé que era un error del sistema, pero justo en ese momento, la figura giró la cabeza hacia la cámara. Luego, la imagen se volvió completamente negra.

Entré corriendo a la habitación. Mi hija seguía dormida. La revisé, todo parecía normal. Pero en el suelo, junto a la cama, estaba su osito. Tenía un pequeño papel sujeto con una cinta. Lo abrí.

Decía: “Gracias por dejarme entrar”.

Desde entonces, la casa no volvió a ser la misma. No hemos vuelto a ver nada directamente, pero cada cierto tiempo, durante la madrugada, mi hija se despierta y señala debajo de la cama, diciendo que su amiga aún está allí, esperando.

A veces la escucho hablando sola, susurrando, riendo.

Y lo más inquietante de todo es que, cuando le pregunto con quién habla, solo me mira y responde:

“Conmigo misma”.

26/07/2025

🔴¿QUÉ HABÍA REALMENTE ENVUELTO EN ESA MANTA?

Mi abuela solía contarme una historia que me dejó marcada desde la primera vez que la escuché. No la contaba como una simple leyenda, sino como un recuerdo que pesaba, algo vivido por su padre, a quien siempre llamaban Don Elías. Era un hombre serio, de campo, acostumbrado a los silencios de la madrugada y a la tranquilidad del monte. Por eso nadie dudaba cuando contaba lo que vivió en un amanecer que cambió su vida para siempre.

Era una mañana cualquiera. El cielo apenas comenzaba a aclarar cuando Don Elías salió a caballo, rumbo a un pueblo vecino donde lo esperaban por asuntos de trabajo. El camino era largo, cruzaba sembradíos de maíz y pasaba junto a un viejo canal cubierto de vegetación densa. No era raro ver animales cruzando entre los matorrales, pero lo que escuchó al llegar a ese punto no era habitual. Un llanto. No uno cualquiera, sino el llanto insistente y desgarrador de un bebé.

Al principio pensó que era un animal, tal vez un ave o algún sonido distorsionado por la bruma, pero al acercarse al borde del canal lo escuchó con claridad. Era un bebé llorando. Miró a ambos lados del camino, desconcertado. No había casas cerca, ni senderos que indicaran que alguien pudiera haber pasado por allí. Aun así, se bajó del caballo, amarró las riendas a una rama y se internó entre los arbustos.

La vegetación era espesa y el suelo estaba húmedo, como si hubiera llovido recientemente. Avanzó con cautela, guiado por el sonido, hasta que lo encontró. Envuelto en una manta delgada y ligeramente sucia, había un bulto pequeño que se movía apenas. El llanto era claro, agudo, persistente. Don Elías lo levantó con cuidado y se lo acercó al pecho. El peso era liviano, y aunque el rostro estaba cubierto, podía sentir que el cuerpo temblaba como si tuviera frío.

Volvió al caballo, montó con el bebé en brazos y retomó su camino, con la intención de llegar al pueblo y buscar ayuda. Iba pensando en mil cosas: quién habría dejado al niño ahí, por qué alguien haría algo tan cruel, si estaría herido, si podría salvarlo. Pero mientras avanzaba, notó algo inquietante. El llanto no se detenía. No se calmaba con el movimiento ni con la calidez del contacto. Por el contrario, parecía aumentar con cada metro recorrido.

Luego vino algo aún más extraño. El sonido del llanto comenzó a cambiar. Al principio era apenas perceptible, pero Don Elías tenía el oído acostumbrado a los detalles del campo, y lo notó. Había un tono distinto. Como si, entre las pausas de llanto, se colara un matiz diferente. Algo como una risa baja, oculta, burlona. Se tensó sin saber por qué. Sujetó al bebé con más fuerza, como si instintivamente supiera que algo no estaba bien.

A medida que el camino avanzaba, la claridad del amanecer no terminaba de llegar. El cielo permanecía cubierto por una neblina densa, y el aire se volvió pesado, espeso, casi inmóvil. Todo estaba extrañamente silencioso, salvo por el llanto del niño. Hasta que, de golpe, ese llanto se detuvo. Como si lo hubieran cortado de raíz.

Don Elías se quedó en silencio. El caballo también disminuyó el paso, inquieto. El bebé en sus brazos estaba completamente quieto. No se movía, no respiraba con fuerza, no emitía sonido alguno. Solo estaba ahí, envuelto, inerte. Y en ese instante, ocurrió algo que mi abuela jamás olvidaba al narrarlo.

Desde el interior del bulto, muy cerca de su oído, una voz infantil pero perfectamente clara le susurró algo. No era un balbuceo, no era el intento de hablar de un bebé. Era una frase completa, pronunciada con intención. Una frase que no debía haber salido de una criatura tan pequeña.

Le dijo: “Elías… mira mis dientitos.”

Esa voz era aguda, pero no dulce. Era una mezcla de burla y malicia. Como si supiera que esa frase sería suficiente para quebrarlo. Don Elías sintió que todo el cuerpo se le helaba. No gritó. No pudo. Solo giró lentamente la cabeza y, temblando, retiró la manta del rostro del niño.

Lo que vio no era humano.

La cara tenía la forma aproximada de un infante, pero estaba completamente desfigurada. La boca era inmensa, anormalmente abierta, y en ella había decenas de pequeños colmillos puntiagudos que no correspondían a ninguna criatura conocida. Los ojos eran oscuros, profundos, brillaban con una intensidad extraña, como si detrás de ellos no hubiese inocencia, sino algo antiguo… y consciente.

El pánico fue inmediato. No pensó. Soltó aquello sin mirar atrás. El bulto cayó al suelo, entre los arbustos, y el caballo, como si también lo hubiera sentido, salió disparado a galope. Don Elías no volvió a detenerse hasta llegar al siguiente pueblo, donde, dicen, entró directamente a la iglesia y se arrodilló, mudo, temblando, incapaz de explicar lo que había ocurrido.

Pasaron varios días antes de que contara lo que vio. Algunos lo tomaron como producto del cansancio, otros como una advertencia del más allá. Pero lo cierto es que Don Elías jamás volvió a pasar por ese camino. Ni siquiera de día. Decía que el aire allí era distinto, como si algo aún lo estuviera esperando.

Al día siguiente del suceso, un par de vecinos curiosos fueron al lugar señalado. No encontraron ningún bebé, ni restos de manta. Solo algunas marcas en la tierra húmeda, como si pequeñas garras se hubieran arrastrado por el lodo antes de desaparecer entre las sombras.

Mi abuela solía terminar la historia con una advertencia. Decía que, si alguna vez escuchábamos el llanto de un bebé en un lugar donde no debía haber ninguno, debíamos alejarnos sin mirar atrás. Porque hay cosas que imitan lo humano para acercarse. Y una vez que están lo bastante cerca… muestran lo que realmente son.

26/07/2025

El teorema del anciano

En una escuela olvidada por el tiempo, donde los pupitres están cubiertos de polvo y las ventanas ya no dejan pasar la luz, vive un hombre que nunca dejó de enseñar. No tiene nombre, solo lo llaman el anciano del pizarrón.

Cada noche, cuando el reloj marca las tres, se escucha el sonido de la tiza raspando la superficie. El anciano aparece, vestido con ropas desgastadas, rodeado de libros que nadie ha leído en décadas. Su mano tiembla, pero sus ecuaciones son perfectas.

Lo inquietante no es lo que escribe… sino que siempre repite las mismas fórmulas. Una y otra vez. Como si intentara resolver algo que no pertenece a este mundo.

Los números parecen sencillos:
𝑥=2𝑦, 2𝑥+𝑦=5, pero cuando alguien los copia y los resuelve, algo cambia. La habitación se enfría. Las sombras se alargan. Y el anciano se detiene.

Una vez, un estudiante curioso entró al aula y resolvió el sistema. Obtuvo una respuesta. Pero al levantar la vista, el anciano ya no estaba frente al pizarrón. Estaba detrás de él.

Desde entonces, nadie ha vuelto a entrar. Pero cada noche, las ecuaciones siguen apareciendo. Como si el anciano aún buscara la variable perdida. Como si el resultado fuera la llave para abrir algo que nunca debió cerrarse.

Dirección

Mexico City
03023

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