09/10/2025
“La muñeca que no quería estar sola”
No soy de creer en cosas paranormales, o al menos no lo era hasta que recibí aquella muñeca.
Fue un regalo aparentemente inofensivo, de esos que uno agradece por cortesía sin pensar demasiado.
La historia empezó el día en que mi tía abuela Celia murió.
Celia había sido una mujer solitaria, de esas que viven rodeadas de antigüedades y supersticiones.
Vivía en una casona vieja, con pisos de madera y olor a alcanfor, en las afueras de San Rafael, Mendoza.
Cuando murió, mis primos y yo fuimos a ayudar a vaciar la casa.
Entre todos los objetos que tenía —crucifijos, relojes antiguos, libros en latín—, había una vitrina llena de muñecas de porcelana.
Eran decenas.
Algunas tenían el cabello rubio, otras oscuro, y todas me resultaban perturbadoras.
Pero una, en particular, me llamó la atención.
Era más grande que las demás, de rostro pálido y ojos grises.
Vestía un pequeño vestido blanco, ya amarillento por el tiempo, y en su cuello tenía un lazo rojo.
Parecía estar observándome.
Mi prima Verónica me dijo:
—Esa era la favorita de la tía. Decía que no se podía tirar ni regalar porque “ella sabía demasiado”.
Lo dijo entre risas, pero a mí no me causó gracia.
Cuando se acercó para tocarla, el cristal de la vitrina se agrietó solo, como si alguien desde adentro hubiera golpeado el vidrio.
Todos quedamos en silencio.
—Debe ser por el cambio de temperatura —dijo mi primo Martín, aunque la casa estaba helada desde hacía horas.
⸻
Al final del día, me llevé la muñeca sin saber muy bien por qué.
Quizás porque me daba pena dejarla ahí.
O tal vez porque, de alguna forma, sentí que me elegía.
La coloqué en una repisa del living, justo frente al sofá.
Durante los primeros días, no pasó nada.
Pero pronto empecé a notar cosas pequeñas: el vestido que amanecía fuera de lugar, el lazo rojo que se desataba, y una sensación constante de que alguien me observaba cuando pasaba por la sala.
Una noche, mientras veía televisión, escuché un golpecito rítmico, como si algo estuviera tocando madera con los nudillos.
Apagué el volumen y seguí el sonido.
Venía del living.
Y cuando llegué, la muñeca estaba en el suelo, con la cabeza ladeada hacia la puerta, como si me hubiera estado esperando.
Pensé que quizás se había caído, pero la repisa era alta y estable.
No había cómo.
La volví a colocar en su lugar y traté de olvidarlo.
⸻
Unos días después, vino a visitarme Laura, una amiga.
Apenas entró, notó la muñeca.
—Qué linda, parece antigua —dijo, acercándose para verla.
Cuando la tocó, se escuchó un crujido, y la lámpara del techo comenzó a parpadear.
Laura se apartó de golpe.
—¿Qué fue eso? —preguntó.
—Debe ser el cableado viejo —respondí, intentando reír.
Pero en ese momento, el televisor se encendió solo.
Pantalla negra, sin señal.
En el centro, una figura estática.
Pequeña.
Sentada.
Como la muñeca.
⸻
Esa noche tuve un sueño horrible.
Estaba en el living, y la muñeca me miraba desde la repisa.
Pero de pronto parpadeaba.
Y sonreía.
Me decía algo, aunque no podía oír las palabras, solo un murmullo agudo que me taladraba los oídos.
Cuando desperté, tenía el corazón acelerado y el cuerpo empapado de sudor.
Y lo peor: la muñeca ya no estaba donde la había dejado.
La encontré en mi habitación, sentada sobre la cómoda, frente a mi cama.
No recuerdo haberla movido.
Esa fue la primera vez que sentí verdadero miedo.
⸻
Al día siguiente, intenté deshacerme de ella.
La metí en una caja y la llevé al contenedor de basura del edificio.
Cuando regresé al departamento, respiré aliviado.
Pero a las tres de la mañana, un ruido me despertó.
Era el sonido de algo golpeando suavemente la puerta.
Un golpe…
Otro…
Y otro más.
Fui hasta la entrada, con el corazón latiéndome en los oídos.
Miré por la mirilla.
Nada.
Cuando abrí, había algo en el suelo:
la caja.
Y dentro, la muñeca.
El lazo rojo ahora estaba manchado, y su vestido tenía una rasgadura en el pecho, como si alguien lo hubiera cortado con una navaja.
En su mano, sostenía un pedazo de papel.
Decía:
“No me dejes sola.”
⸻
No dormí esa noche.
Al amanecer, la llevé al terreno baldío detrás del edificio y la enterré.
Volví agotado, pero tranquilo.
Hasta que encendí la cafetera y noté que el lazo rojo estaba en la mesa, doblado prolijamente.
No había nadie más en el departamento.
A partir de ese momento, empecé a escuchar risas suaves, apenas audibles, que venían desde la cocina o el baño.
Risas de niña.
Y cada noche, la temperatura bajaba solo en el living.
Siempre en el living.
⸻
Una tarde, desesperado, fui a ver a un sacerdote que conocía.
Le conté todo.
No se rió.
Solo me preguntó cómo había conseguido la muñeca.
Cuando mencioné el nombre de mi tía abuela Celia, palideció.
—Tu tía fue excomulgada hace años —dijo—. Practicaba rituales espiritistas y decía que había atrapado un alma en un objeto.
—¿Un alma? ¿De quién? —pregunté.
El cura bajó la mirada.
—De su hija. Murió a los siete años. Celia intentó mantenerla “viva” dentro de algo.
Sentí que me faltaba el aire.
—¿Entonces esa muñeca…?
—No la trates como un objeto —me interrumpió—. Es una presencia. Y ahora te reconoce como su dueño.
Le pedí que fuera a mi casa.
Aceptó.
Llevó agua bendita y un crucifijo.
Al llegar, el ambiente era sofocante, el aire pesado, casi imposible de respirar.
Apenas entró, el cura dijo:
—No estás solo.
Las luces se apagaron.
De algún rincón del living se escuchó el sonido de porcelana quebrándose.
Y luego una voz infantil, susurrante:
“No me dejes otra vez…”
⸻
El sacerdote comenzó a rezar en voz alta, pero algo lo interrumpió:
la muñeca, que estaba ahora de pie, sobre la repisa.
Sus ojos ya no eran grises.
Eran completamente negros.
El cura roció agua bendita, y el vidrio de las ventanas estalló.
Yo caí al suelo, cubriéndome la cabeza, mientras las luces parpadeaban y el aire se llenaba de ese olor a azufre y flores muertas.
Cuando abrí los ojos, el sacerdote estaba en el suelo, inconsciente.
La muñeca se había partido a la mitad.
El lazo rojo estaba ardiendo, sin fuego visible, consumiéndose solo.
⸻
Desde ese día, no volví a verla.
El cura sobrevivió, pero nunca quiso hablar del tema.
Me dijo que, si algún día volvía a escuchar esa voz, debía rezar y no responder.
No mirar.
No tocar.
Pero a veces, por las noches, siento que alguien se sienta al borde de mi cama.
El colchón se hunde suavemente.
Y una voz infantil, apenas un suspiro, me dice:
“¿Por qué me dejaste sola otra vez?”