26/07/2025
El Pasajero Silencioso
Autor: Marciel G. - Elixir de Miedo
Hay venenos que se beben de un trago y te matan en segundos. Otros, como el que yo había elegido, se administran en dosis diarias, en el café de la mañana, en la pregunta capciosa antes de dormir. Se llama Lorena, mi esposa.
La noche antes del viaje, la tormenta no era de nubes, sino de palabras. Se desató en la sala de nuestra pequeña casa, un teatro del absurdo donde yo era el único acusado y ella, la fiscal, el jurado y el verdugo.
—Así que te vas otra vez, ¿eh, Ricardo? —su voz, un siseo que cortaba el aire—. ¿Cuántos días esta vez? ¿Los suficientes para visitar a la zorra de turno en Juárez?
—Lorena, por favor. Es mi trabajo. Llevo un cargamento de equipo industrial, es todo. Es lo que pone comida en esta mesa.
Se acercó, su sombra proyectándose en la pared como una criatura distorsionada. Sus ojos, dos pozos oscuros de desconfianza, me escudriñaban el alma.
—No me mientas, Ricardo. Te he notado. Esa sonrisita cuando miras el teléfono. ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que no sé que este camión tuyo no es más que tu nido de amor sobre ruedas?
Cada palabra era un clavo más en el ataúd de mi paciencia. No había argumento que valiera. La razón se había exiliado de nuestro hogar hacía mucho tiempo, dejando atrás solo el eco de la paranoia. Esa noche, como tantas otras, dormí en el sofá, con el murmullo de sus acusaciones taladrando mis sueños.
Al alba, me fui. La cabina de mi Kenworth, mi leviatán de acero y cromo, era mi único santuario. Al cerrar la puerta, sentí que dejaba atrás un mundo de asfixia para entrar en mi reino de soledad y asfalto. El motor rugió, un gruñido gutural que prometía distancia, olvido.
Las primeras horas fueron un bálsamo. El sol pintaba el desierto de tonos ocres y el monótono zumbido de los neumáticos sobre el pavimento era una canción de cuna para mis nervios deshilachados. Pero cuando la noche empezó a teñir el cielo de un violeta profundo, casi fúnebre, algo cambió.
Fue sutil al principio. Un levísimo crujido detrás de mí, en el camarote. Lo achaqué al vaivén de la carga, al asentamiento de mis pocas pertenencias. Pero luego, un suspiro. Tan tenue que pudo haber sido el viento colándose por una rendija mal sellada. Pero el viento no suspira con tristeza. El viento aúlla, silba, pero no exhala una pena tan humana.
Mi corazón, un tambor desbocado, martilleaba contra mis costillas. Las manos se me pegaron al volante, húmedas y frías. La carretera se extendía ante mí como una vena abierta en la piel de la tierra, oscura y palpitante. ¿Estaba la soledad, ese viejo fantasma del camino, jugando por fin con mi mente?
De pronto, un clic metálico. Como el de un encendedor. Inconfundible.
Giré la cabeza bruscamente. Nada. Solo la cortina cerrada del camarote, una tela que parecía separar mi realidad de otra dimensión, una frontera endeble con lo desconocido. El miedo, un animal de garras heladas, comenzó a trepar por mi espina dorsal. Cada sombra que proyectaban los faros en la cabina parecía moverse, contorsionarse.
Fue entonces cuando la carretera nos tragó. Entramos en ese tramo infame que los viejos traileros llaman "La Cicatriz de Satán", una desviación de la vieja Ruta 666. Un lugar donde las leyes de la física y la cordura se toman un descanso. Las rocas a los lados del camino parecían rostros petrificados en un grito eterno. El aire mismo se sentía más denso, cargado de una electricidad estática, de susurros que se enredaban en el rugido del motor.
Y en ese momento de máxima tensión, con el pulso desbocado y la mente al borde del precipicio, lo olí. Un rastro casi imperceptible de su perfume. El que usaba solo cuando quería discutir.
Un torrente de furia helada barrió el miedo. No era un fantasma. No era un demonio del camino. Era un horror mucho más íntimo, mucho más retorcido.
Frené en seco. El tráiler se quejó con un chirrido agónico, quedando inmóvil en medio de esa nada absoluta. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier ruido. Me giré, y con un solo movimiento violento, desgarré la cortina del camarote.
Y allí estaba ella. Lorena. Acurrucada entre mis mantas, con los ojos abiertos de par en par, una mezcla de triunfo y pánico en su rostro.
—¡Así que eras tú! —mi voz no fue un grito, sino un gruñido ahogado, roto—. ¡Eras tú todo este tiempo! ¡Haciéndome creer que me estaba volviendo loco!
Se incorporó, la furia reemplazando su miedo. —¿Y qué esperabas, Ricardo? ¡Tenía que saberlo! ¡Tenía que saber a quién ibas a recoger en medio de la noche!
—¡No hay nadie, Lorena! —grité, ahora sí, el eco de mi voz perdiéndose en la inmensidad del desierto—. ¡Nunca ha habido nadie más que tú y tu maldita locura!
En ese preciso instante, las luces del tablero parpadearon y se apagaron. El motor, que había dejado en ralentí, tosió una, dos veces, y murió. La oscuridad nos devoró por completo, una oscuridad tan densa y palpable que parecía tener peso.
—¿Qué fue eso? —susurró ella, su arrogancia desvaneciéndose.
Antes de que pudiera responder, un golpeteo suave sonó en la ventanilla del copiloto.
Tap. Tap. Tap.
Ambos nos quedamos petrificados. El sonido era imposible. Estábamos en medio de la nada, a kilómetros de cualquier signo de vida.
Miramos al unísono. Pegado al cristal, había un rostro. Pero no era un rostro humano. Era una máscara pálida y alargada de piel traslúcida, con dos cuencas negras y vacías donde deberían estar los ojos, y una boca abierta en una "O" silenciosa de asombro o agonía. No tenía cuerpo, solo ese rostro flotando en la negrura, observándonos.
Lorena soltó un chillido que se quebró en su garganta. Se aferró a mi brazo, sus uñas clavándose en mi piel. El golpeteo se hizo más insistente, más fuerte, acompañado de un arañazo áspero, como de uñas largas rascando el metal.
—¡Arranca el ma***to camión, Ricardo! —gritó, el terror puro borrando cualquier rastro de su veneno habitual.
Giré la llave. Nada. Silencio. Volví a girarla. El motor de arranque gimió débilmente y calló. La cara en la ventana se inclinó, como si intentara oír mejor nuestra desesperación.
—¡Haz algo! —suplicó Lorena, sus lágrimas ahora reales, desprovistas de manipulación.
En un acto reflejo de puro pánico, golpeé el claxon. Las cornetas de aire del tráiler rugieron con la fuerza de una bestia herida, un bramido que rasgó la noche. El rostro en la ventana retrocedió, no por el sonido, sino que pareció disolverse en la oscuridad, como una gota de tinta en el agua.
Por un segundo, respiramos. Un segundo de falso alivio.
Entonces, la vimos. De pie, en medio de la carretera, frente a nosotros, a la luz de la luna que se filtraba entre nubes como huesos. Era la figura de una mujer, pero sus proporciones eran incorrectas. Demasiado alta, demasiado delgada, sus brazos colgando hasta casi tocar el suelo. Y lentamente, con una cadencia antinatural, comenzó a caminar hacia nosotros.
—No, no, no... —musitaba Lorena, meciéndose en el asiento.
Giré la llave una vez más, rezando a un dios en el que no creía. Y esta vez, el milagro ocurrió. El motor cobró vida con un estruendo furioso. Sin pensarlo, metí primera y pisé el acelerador a fondo. El tráiler se sacudió y embistió hacia adelante.
No intenté esquivarla. Apunté directamente a la figura. Pasamos a través de ella. No hubo impacto. Solo una repentina caída de la temperatura en la cabina, un frío de tumba que nos caló hasta los huesos, y un susurro que pareció nacer dentro de nuestras cabezas, una palabra en un idioma mu**to.
Aceleré, sin atreverme a mirar por los espejos, con el sonido de los sollozos aterrorizados de mi esposa a mi lado. Conduje hasta que los primeros rayos del sol apuñalaron el horizonte, hasta que la carretera maldita quedó muy atrás, como una pesadilla de la que logras despertar sudando.
Nos detuvimos en la primera gasolinera que encontramos, un oasis de luz fluorescente y normalidad. El silencio entre nosotros era un abismo. Ninguno de los dos sabía qué decir. El terror compartido nos había unido en una forma extraña y terrible.
Llené el tanque, mis manos aún temblando. Lorena no se movió del asiento del copiloto, su mirada perdida en el parabrisas, como si aún viera el rostro en el cristal.
Cuando volví a subir, ella me miró. Sus ojos ya no tenían veneno, solo un vacío insondable.
Rompí el silencio. Una sonrisa torcida, amarga, se dibujó en mi rostro.
—¿Ves, mi amor? —dije, mi voz ronca—. Ahora ya conoces a una. Hay otras que se aparecen más adelante en el camino. Para el próximo viaje, si quieres, te las presento a todas.