05/09/2025
EL DÍA QUE MI ABUELO SALVÓ UN LIBRO
Cuando tenía diez años, mi abuelo me llevó a una biblioteca que estaba a punto de cerrar. Era un edificio viejo, con olor a madera húmeda y páginas gastadas. Se llamaba “Biblioteca Central del Pueblo”, pero todos la conocían como “la casa de los libros olvidados”.
—Hoy vamos a hacer algo importante —me dijo, mientras empujaba la pesada puerta de hierro.
—¿Qué vamos a hacer, abuelo?
Me miró con esa sonrisa que solo usan los viejos cuando quieren que los sigas sin preguntar.
—Vamos a rescatar un alma.
Dentro, los estantes estaban desordenados, con montones de libros tirados por el suelo. Había cajas, etiquetas de “Dona o desecha”, y un silencio que parecía triste.
—¿Qué alma, abuelo?
Él caminó directo hacia una esquina polvorienta y sacó un libro encuadernado en cuero rojo. Lo sopló con cuidado, como quien despierta algo dormido.
—Este. “El Principito”. Me lo prestaron cuando tenía tu edad. Yo también preguntaba mucho. Me ayudó a entender que a veces las cosas más importantes no se ven.
Me lo puso en las manos.
—¿Y por qué lo vamos a rescatar?
—Porque lo iban a tirar. Y porque hay historias que no deben morir, aunque nadie las lea.
Sentí que el libro pesaba más de lo normal. Como si llevara dentro todas las veces que fue abierto con amor.
—¿Puedo quedármelo?
—No, hijo. No es tuyo. Solo lo cuidarás. Como yo lo cuidé. Y algún día, tú harás lo mismo.
Salimos de la biblioteca con el libro envuelto en una bolsa. Al llegar a casa, lo puso sobre la mesa como si fuera un tesoro.
—¿Qué pasa si lo pierdo? —pregunté.
—Entonces tendrás que contar la historia de memoria. Pero no la pierdas.
Pasaron los años. Mi abuelo murió cuando yo tenía 17. Y el libro, ese libro, siguió conmigo.
Una noche, ya adulto, leí a mi hija una frase del Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos.” Ella me miró con los mismos ojos grandes que yo tenía de niño y dijo:
—¿Y eso qué significa, papá?
—Que a veces, lo que más vale no se puede tocar. Como el amor. O los recuerdos.
Entonces recordé aquel día en la biblioteca. La mano arrugada de mi abuelo. Su voz bajita diciendo: “Vamos a rescatar un alma”.
El libro seguía en mi estantería. Con la tapa gastada. Las esquinas rotas. Pero vivo.
Una semana después, mi hija me pidió llevarlo a clase. Quería leer un fragmento frente a sus compañeros.
—¿Estás segura? Es viejo… y frágil.
—Más razón para que lo escuchen, ¿no?
Cuando volvió, tenía una sonrisa enorme.
—Un niño se me acercó y me dijo que nunca había escuchado algo tan bonito. Me preguntó si podía leerlo. ¿Puedo prestárselo?
La miré en silencio. Era la misma escena. Repetida con otra voz.
—Claro que sí —le dije—. Pero recuérdale que no es suyo. Solo lo cuidará.
—¿Y si lo pierde?
—Entonces tendrá que contar la historia de memoria.
Esa noche, entendí que los libros no son solo papel y tinta. Son puentes. Son latidos. Son herencias.
Y también comprendí que mi abuelo no había salvado un libro.
Había salvado algo mucho más grande.
Había salvado una cadena.