
28/08/2025
La vida, en su curso ordinario, se revela inevitablemente displacentera. Aun cuando el sujeto se rodee de los objetos que cree necesarios, ya sean personas, posesiones o logros, persiste una falta estructural que lo constituye.
No se trata de una carencia circunstancial, sino de una falta esencial inscrita en el ser sujeto: la imposibilidad de la completud.
Es precisamente esa hiancia lo que da lugar al deseo. La satisfacción plena nunca es alcanzable; lo que retorna una y otra vez es la pulsión, que insiste.
El deseo no apunta a un objeto concreto que pueda colmarlo, sino que se sostiene en la falta misma, en aquello que siempre queda más allá.
De este modo, lo que impulsa al sujeto no es la posesión del objeto, sino el anhelo por lo perdido, por aquello que se escapa y que, paradójicamente, organiza su existencia.
El deseo, en tanto motor, empuja a la búsqueda, a esa tentativa incesante de reencontrar lo que ha quedado atrás, ese objeto imposible, ese resto que nunca retorna del todo, y que, sin embargo, otorga sentido a la vida misma.
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