26/07/2025
CUANDO EL FEMINISMO DEJA DE BUSCAR IGUALDAD Y COMIENZA A CASTIGAR.
Tanto el hombre como la mujer merecen respeto. Esa debería ser una verdad incuestionable, una base sobre la que construir una sociedad justa. Pero en los tiempos que corren, esa verdad ha sido deformada, distorsionada y, en muchos casos, directamente pisoteada por una ideología que ya no busca equilibrio, sino revancha. Me refiero al feminismo moderno, o mejor dicho, a su versión radicalizada, cada vez más influyente en el discurso público, educativo y legal.
El feminismo nació con propósitos nobles: corregir desigualdades, abrir oportunidades, empoderar a quienes durante siglos fueron marginadas. Pero ese espíritu justo ha sido reemplazado por un nuevo dogma que ve al hombre como enemigo y a la mujer como eterna víctima. Hoy, ser hombre es casi un pecado. No importa tu historia personal, tus valores o tu conducta. Si eres varón, debes cargar con la culpa colectiva del “patriarcado”. Punto.
Esta ideología ha convertido la lucha de género en una guerra sin tregua. Se promueve la idea de que todo hombre es un opresor en potencia y que toda mujer, por el solo hecho de serlo, merece indulgencia automática. Se infantiliza a la mujer —como si no pudiera asumir responsabilidad de sus actos— y se demoniza al hombre —como si ser masculino fuera sinónimo de violencia o privilegio—. Es una narrativa falsa, pero se repite con tal intensidad que hoy es casi herejía cuestionarla.
El feminismo radical ha dejado de pedir igualdad: ahora exige sumisión. Ha pasado de exigir justicia a buscar castigo. No se trata de empoderar mujeres, sino de debilitar hombres. No se construyen puentes: se cavan trincheras. Se premia el resentimiento y se castiga la masculinidad, incluso en sus formas más sanas.
El resultado es un discurso único, en el que cualquier hombre que ose levantar la voz —ya sea para defender su dignidad, su rol como padre, su derecho a la presunción de inocencia, o simplemente su identidad masculina— es rápidamente etiquetado como machista, frágil, retrógrado o incluso peligroso.
Hoy, hablar de los problemas que enfrentan los hombres es una provocación. Señalar que también sufren violencia, que son mayoría en los suicidios, que pierden derechos en procesos de custodia, o que son sistemáticamente invisibilizados en temas de salud mental y emocional, se considera “minimizar la lucha feminista”. Y ahí está el problema: cuando una ideología se vuelve incuestionable, se transforma en dogma. Y los dogmas no generan igualdad, generan fanatismo.
Respetar a la mujer no debe implicar aplastar al hombre. La equidad verdadera exige algo más maduro: sentido común, responsabilidad individual, diálogo sincero y justicia sin sesgo. Ni machismo, ni feminismo radical. Basta de dividir a la humanidad en opresores y oprimidos según el género.
Si queremos una sociedad justa de verdad, tenemos que dejar de mirar con odio y empezar a ver con humanidad.