29/09/2025
El parricidio de la familia López Loaiza (segunda parte)
Detective
El cañón del revólver fue lo primero que entró en la escena del crimen. Asomó como un dedo metálico tembloroso, oscilando de un lado a otro, al compás de una mano asustadiza que se hundía en la oscuridad. La silueta de Porfirio apenas se recortaba en la penumbra, pero sus ojos se percibían fijos y abiertos, con ese brillo duro y alerta de quien no pestañea, seguidos por los ojos de los policías que se parapetaban tras él.
La puerta chirrió al abrirse y el pasillo, ante sus miradas temerosas, pareció estirarse como un túnel sin fin. Mientras entraban silenciosamente, el parpadeo de una lámpara amarillenta, agonizante en la pared, alcanzaba a iluminar un bulto encorvado contra un muro. No era un objeto. Era un cuerpo.
Porfirio fijó la vista en él y reconoció al instante todos sus rasgos: canas, traje, figura. Era el profesor J. Jesús López López, su padrino. Porfirio se abalanzó con los ojos vidriosos sobre el cuerpo con la esperanza ciega de hallarlo con vida, pero al intentar erguirlo, la cabeza se venció hacia atrás, provocando una escena de horror. La herida era brutal. Había sido degollado.
Un escalofrío subió por la espina dorsal de todos los presentes, causando que se incorporaran de golpe, tambaleantes, con la mano sobre la boca para sofocar el grito que amenazaba con estallarles en la garganta.
Presas del terror, las fuerzas abandonaron sus rodillas, impidiéndoles avanzar a paso firme. Ahora se movían como marionetas tironeadas por hilos invisibles, obligadas a seguir adelante, rozando los muros con la espalda o tanteando las paredes con manos temblorosas.
Al entrar en el comedor, un policía encendió temblorosamente un cerillo y, con él, prendió una lámpara que tomó de la pared. La luz reveló unas tazas de té volcadas sobre una charola en la mesa, y en el piso, un rastro de gotas negras que se extendía hasta perderse detrás de la cocina. Siguiendo ese rastro, los pasos del grupo se detuvieron al unísono cuando la luz reveló un charco de sangre, espeso y brillante, justo frente a ellos. Y allí, en el centro de aquella mancha grotesca, yacía el cuerpo de la madre de Gonzalo.
Su pecho era un lienzo de puñaladas salvajes. Los brazos surcados de cortes profundos mostraban que había intentado inútilmente protegerse de una furia implacable. Sus ojos, abiertos de par en par, miraban al vacío con una expresión de terror congelada. Un oficial giró de golpe, llevándose una mano a la boca como si fuese a vomitar, mientras el resto del grupo permanecía paralizado, atrapado por el espanto, incapaz de apartar la mirada de aquella escena atroz.
Alfonso Ortiz Ortiz, cronista de Moroleón
Colocó sus lentes de armazón grueso sobre una mesa de cristal y, sentado con las manos entrelazadas sobre la rodilla izquierda, explicó con voz serena: fue una auténtica tragedia familiar. Por fortuna, la policía judicial del Estado esclareció el crimen, capturando y llevando a juicio a los responsables. No dejo de pensar en la invaluable pérdida que esto significó. El profesor Jesús, como primer historiador de Moroleón, fue una de las plumas que mejor supo proyectar, sobre el escenario de nuestro presente, la imagen de lo que ha sido nuestra ciudad desde sus orígenes más remotos hasta la época actual. Jamás imaginé que él y su familia terminarían convertidos en los protagonistas de una de las páginas más oscuras en la historia de Moroleón.
Detective
Bajo aquella luna llena, el grupo de policías se deslizó sigilosamente por un costado del patio colonial, apretujándose temerosamente detrás de Porfirio, a quien usaba de guía y escudo humano, mientras avanzaba hacia al cuarto de servicio, situado en la sección trasera de la casa.
La llave estaba encajada en el cerrojo, y la puerta, entreabierta. Un oficial posó la mano sobre ella mientras otro levantaba su pi***la. Bastó un gesto para coordinarse. Con cuidado, el primero empujó la puerta lentamente, evitando cualquier crujido, mientras el segundo asomaba el arma al interior. Al recorrer la habitación de izquierda a derecha con la mira, el oficial se percató de un detalle estremecedor: una cama, y bajo la cama, unos pies de mujer. Un solo vistazo de Porfirio bastó para reconocer a la víctima, acuchillada en la boca del estómago. Era la señora Rafaela Castillo, el ama de llaves.
Graciela Ortiz de Ordóñez
Cuando la gente se acercó a ver, dijeron que por la ventana del cuarto de la sirvienta corría sangre.
Detective
Al inspeccionar habitación por habitación, incluido el sótano, la policía sólo encontró desorden y muebles con signos de haber sido hurgados: roperos revueltos, cajones abiertos, ropa tirada en el suelo. Sin embargo, al rodear el interior de la casa y volver al punto de partida, en la sala contigua apareció la escena definitiva: yacía, ultimado a tiros, el cuerpo sin vida del taxista, a quien más tarde se identificó como Maximino Guerrero Arreguín.
Porfirio Guzmán
Al subir a la azotea, la policía encontró un rastro de huellas de sangre que conducían a una soga colgada hacia la calle. Se presumió que por ahí habrían escapado algunos de los malhechores.
Graciela Ortiz de Ordóñez y Víctor Ordóñez Ortiz
—Mi marido, el Dr. Lauro Ordoñez Xalalpa, fue muchos años director de salubridad en el Centro de Higiene, y él fue quien realizó las autopsias del profesor López López, de la señora Conchita y de la sirvienta. Estábamos en casa cuando llamaron a la puerta para avisarle que fuera al hospital a realizar esas autopsias.
—Aunado a eso, mi papá me contó, escuetamente, que en esa época todos los días se iba la luz eléctrica aquí en Moroleón, a eso de las seis de la tarde, y que tuvo que realizar esas autopsias ese mismo día porque así lo indicó la orden que llegó de Guanajuato, por tratarse de un incidente de alto impacto, pero como ya era tarde cuando llegaron los cuerpos a la morgue, y ya no había luz, él y un ayudante tuvieron que practicar las autopsias prácticamente a oscuras, aluzándose con velas.
—¡Qué barbaridad! Esa fue la expresión que usó mi marido cuando regresó del hospital.
(Continuará...)