04/07/2025
🕯️ “El Tlatepuchi de Tlaxcala”
Basado en hechos que muchos prefieren no recordar...
En lo profundo de San Lucas Xolox, un poblado olvidado entre los cerros del estado de Tlaxcala, hay una leyenda que rara vez se menciona en voz alta. Solo los ancianos, en las noches de luna nueva, se atreven a decir su nombre:
Tlatepuchi.
La roba-almas.
La que huele la sangre nueva de los bebés.
Cuentan que todo comenzó una noche fría de diciembre, cuando cuatro bebés nacidos en diferentes casas comenzaron a llorar al mismo tiempo, como si alguien los estuviera lastimando en la distancia. Las madres notaron que los pequeños tenían los ojos bien abiertos, con la mirada clavada en el techo, y en la planta del pie... una mancha negra en forma de triángulo.
Los perros del pueblo aullaban sin cesar, y una densa neblina cubría las calles como si algo caminara entre ella. Al amanecer, una comadrona llamada doña Marta fue hallada mu**ta en su jacal, con el cuerpo rígido y una sonrisa macabra en el rostro. A su lado, un trozo de tela vieja... como de rebozo antiguo... quemado en las orillas.
El miedo se apoderó del pueblo. Los ancianos decían que el Tlatepuchi había regresado, una criatura infernal que en tiempos prehispánicos robaba a los niños no consagrados, llevándose su alma para entregarla a los dioses oscuros del monte.
Los pobladores, sin saber qué hacer, recurrieron a quien siempre había estado ahí:
el padre Mateo, un cura católico de mirada fuerte y voz firme, que ya había enfrentado brujas y cosas del otro mundo en otras comunidades.
—Esto no es superstición. Es una batalla espiritual. Y no estamos solos.
El padre ordenó que todos los bebés fueran llevados a la iglesia para ser bendecidos. Llenó barriles con agua bendita, colgó crucifijos grandes en cada puerta y llamó a todos a rezar el Rosario de protección.
Pero lo que nadie imaginó fue que el Tlatepuchi vendría por él personalmente.
Esa noche, mientras los bebés dormían en el altar de la iglesia y los fieles rezaban afuera, una sombra se deslizó por el techo como una serpiente negra. Las velas se apagaron. Un viento helado atravesó las paredes de piedra, y una voz rasposa comenzó a hablar dentro del templo:
—“Dámelos, son míos… No los has marcado como tuyos… No los ha querido tu dios.”
El padre Mateo, solo, se acercó al altar, tomó el Santísimo y con las manos temblorosas levantó el cáliz al aire.
—¡Por el poder de Cristo vivo, yo te ordeno que salgas de esta casa! ¡Estos niños ya le pertenecen a Dios!
La figura del Tlatepuchi se materializó por fin:
Era una anciana deformada, sin ojos, con un cuerpo de huesos y ceniza, y un rebozo que flotaba como si tuviera vida propia.
Caminaba como si no tocara el suelo…
Sus manos tenían garras.
El cura se paró firme y comenzó a exorcizarla, leyendo versículos del Libro de San Lucas, justo donde se narra la expulsión de los demonios.
—"¡Sal de este lugar, espíritu inmundo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!"
El ente gritó. Un chillido que partió los vidrios. El aire se volvió pesado. La cruz del altar cayó al suelo… pero cuando tocó el piso, un resplandor dorado llenó la iglesia.
Fue entonces que el Tlatepuchi chilló como animal herido y se desvaneció en humo negro, dejando una estela de azufre y silencio. Los bebés dejaron de llorar. Uno por uno, despertaron con los ojos brillantes y una paz inexplicable.
A la mañana siguiente, el padre Mateo amaneció arrodillado frente al altar, dormido de cansancio, con el rosario en la mano. No volvió a hablar de lo que vio, pero desde ese día, todos los niños del pueblo eran bautizados en los primeros siete días de nacidos.
La marca negra no volvió a aparecer.
Pero cada diciembre, cuando la niebla baja entre los cerros y los perros aúllan sin razón, los ancianos repiten lo mismo:
—El Tlatepuchi no se fue. Solo fue vencido… por un rato.